Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido
En este 4.º Domingo de cuaresma la Palabra de Dios nos invita con insistencia a la reconciliación: “¡os suplicamos que os dejéis reconciliar por Dios!” Necesitamos la reconciliación porque andamos divididos: escindidos interiormente, separados de nuestros semejantes, alejados de Dios. En ese triple exilio consiste la esencia del pecado, y es en esas tres relaciones donde decide el ser humano su verdad, el logro o el malogro de su vida, en una palabra, su salvación. A esto responde la tríada del ayuno, la limosna y la oración. El ayuno, la ascética, la capacidad de renuncia voluntaria a bienes legítimos, habla de la necesaria reconciliación con la propia realidad, con la verdad profunda de nuestra vida, demasiadas veces distraída y hasta esclava de bienes, algunos superfluos, otros necesarios, pero que nos absorben hasta hacernos olvidarnos de lo más esencial de nuestra vida. La limosna no debemos entenderla como la ocasional moneda dada para quitarnos de en medio la molesta presencia del inoportuno mendigo, sino como la capacidad de renunciar a algo propio a favor de los que están en mayor necesidad. Se habla aquí de compasión, solidaridad y justicia. Los Padres de la Iglesia y los doctores medievales consideraban la limosna una obligación moral por la que los pudientes literalmente devolvían a los pobres lo que a lo pobres pertenecía. Es claro que la limosna, bien entendida, más allá de su dimensión económica, es una forma de tender puentes con los demás y, por tanto, expresión de nuestra voluntad de reconciliación con ellos. Por fin, la oración, “tratar de amistad con quien sabemos nos ama” (Sta Teresa de Jesús), es la voluntad de reconocer, aceptar y acoger al Dios fuente del bien y de la vida, que viene a nuestro encuentro exclusivamente por nuestro propio bien.
Jesús nos habla de la reconciliación en la parábola del hijo pródigo, llena de detalles y colorido, frente a la lacónica austeridad de otras parábolas. Jesús despliega aquí su imaginación y su creatividad, pues se ve que sentía con especial fuerza aquello que quería transmitir. Esta parábola de la misericordia, como las dos que la preceden, estaba motivada por las palabras llenas de desprecio y reproche de los fariseos hacia él mismo y hacia aquellos con los que se trataba: “Ese anda con pecadores y come con ellos”. El mismo tono que percibimos en el reproche del hijo mayor: “Ese hijo tuyo…”
Jesús responde contándonos quiénes son esos, los pecadores, quiénes son los que se tienen por justos, y, sobre todo, quién es Dios o, mejor, qué hace Dios ante el pecado humano.
El hijo menor es el prototipo del pecador, y el estereotipo del pecado: la ruptura con el padre, la renuncia a la propia identidad de hijo, pero, eso sí, aprovechándose de la herencia, de los dones recibidos del padre. Exigiendo lo “suyo” (que es don, herencia), rompe vínculos, para vivir el sueño de una libertad sin límites; pero, alejado de la casa del Padre, que le asegura su identidad y su dignidad de hijo, el ser humano se pierde, dilapida su fortuna y daña su libertad, se rebaja al nivel de los cerdos, animales impuros para los que oían a Jesús, se hace esclavo y siente en su interior el hambre de sentido que sólo el pan del padre y su Palabra pueden saciar.
Al describir este cuadro tan trágico, Jesús, sin embargo, está diciendo que nadie está definitivamente perdido, que nadie es “pecador por definición”, que incluso los más alejados conservan en su interior la nostalgia que les permite escuchar la llamada a volver a casa. El hijo menor, “entrando dentro de sí” reconoce su pecado, redescubre su dignidad (mi Padre, la casa de mi Padre), decide cambiar de vida (seré un servidor) y se pone en camino. “Entrar dentro de sí” es el punto de inflexión. Es fundamental saber romper con la superficialidad cotidiana a la que muchas voces nos llaman continuamente, es importante estar atentos a las dimensiones más profundas de nuestra vida, aquellas en que habita nuestra verdadera identidad, nuestra dignidad, por las caemos en la cuenta de nuestro extravío. Es importante tratar de “vivir conscientemente”, de no descuidar el propio interior. Y el mejor modo de hacerlo es tomar conciencia de sí en la relación con Dios, en la oración, pues sólo así descubrimos hasta el final la verdad definitiva de nuestra vida: la de ser hijos.
Un detalle muy importante de la parábola es que el padre no espera sentado. No. El padre lo ve “cuando estaba todavía lejos”, sale al encuentro, busca al hijo como a la oveja perdida y, sin esperar las palabras de arrepentimiento, lo abraza y lo llena de besos. El que estaba muerto ha renacido, “es una criatura nueva, lo viejo ha pasado, ha aparecido algo nuevo” (2 Cor 5,17). El perdón del padre engendra de nuevo al hijo, restituye su dignidad y organiza para él un gran banquete. Es muy iluminador recordar aquí el célebre cuadro de Rembrandt, “El regreso del hijo pródigo”, expuesto a apenas dos kilómetros del lugar en el que escribo. Las manos del anciano padre que acoge al hijo arrepentido se distinguen claramente: una es masculina y la otra, femenina. Y es que el amor incondicional de Dios Padre es también materno, que hace posible el renacimiento del que, al alejarse, había muerto. En el cuadro de Rembrandt la cabeza del hijo pródigo es como la de un recién nacido en el seno de la madre. Y el color de los andrajos del hijo y la posición de las manos del padre sugieren también la obra del alfarero, que vuelve a trabajar la arcilla en una nueva creación.
Pero no todos son capaces de descubrir esta novedad y alegrarse con ella. El hijo mayor, justo, cumplidor, no participa de las entrañas de misericordia del padre. La suya es una justicia legalista, no filial, servil y que espera una recompensa, sin comprender que el premio mayor es estar en la casa del padre. También él, aun sin saberlo, está lejos, pero es un alejamiento interior, menos visible y, por eso, más difícil de descubrir. Su actitud justiciera y dura, que exige un castigo por el pecado cometido, procede de la incapacidad de creer en el arrepentimiento de los pecadores, y eso le impide reconciliarse con su hermano, reconocerlo como tal (ese hijotuyo, que no reconozco como hermano mío) y alegrarse. Pero también a él lo busca el padre para invitarlo a la fiesta: “todo lo mío es tuyo”, y lo más propio del padre son los hijos, luego este hijo mío es tu hermano, que estaba muerto y ha vuelto a la vida. No sabemos si el hijo mayor acabó entrando en la fiesta, pero sí sabemos que el Padre no desespera de la conversión de nadie, ni siquiera de los “buenos”, de los que se tiene por tales.
La casa del Padre, la tierra prometida, a la que llega el pueblo de Israel, tiene sólo un acmino y una puerta de entrada: la reconciliación. Reconciliarse con Dios y reconocerlo como Padre es reconciliarse consigo mismo (recuperar la dignidad de hijo) y con los demás (reconocerlos como hermanos). Sólo por medio de esta triple reconciliación, que se nos ofrece como una gracia y un regalo en el sacramento de la reconciliación, es posible participar del banquete que el Padre ha preparado para nosotros: el banquete de la Eucaristía.
La pregunta que hemos de hacernos hoy es, pues, ésta: ¿con quién debo reconciliarme yo? ¿Qué aspecto de mi vida no está reconciliado interiormente y se encuentra todavía en “un país lejano”? ¿Con qué personas concretas, o grupos de personas, debo hacer el esfuerzo de la reconciliación? ¿Con quién no estoy todavía dispuesto a celebrar la fiesta que Dios nos ha preparado?
Porque si hay alguien con quien no estoy dispuesto a reconciliarme, si considero que su pecado es imperdonable y que esa persona está definitivamente perdida, debo saber que ese al que juzgo y condeno, puede ser que ya esté sintiendo el hambre de la vuelta a casa, o que esté entrando dentro de sí, o de camino a la casa del Padre… Y si nada de eso es así, en todo caso, debo saber que ese al que juzgo o condeno es alguien al que el Padre está esperando, al que está ya buscando, para abrazarle y besarle y organizar para él un banquete tan pronto como vuelva a casa.
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