«Tan sólo el amor divino permanecerá con nosotros en el Cielo, el amor humano nos dejará porque se quedará en la Tierra como todo lo que es terrenal. La Gospa establece bien la diferencia entre las dos maneras de amar cuando dice: “Queridos hijos, que el amor reine en sus familias. No el amor humano, sino el amor divino”. ¿Qué diferencia hace la Virgen entre ambos?
El amor humano está compuesto de la atracción natural que uno experimenta por una persona y de un sentimiento que nos embarga. “Me siento bien con esta persona, me hace feliz, me aporta placer, satisfacción; estoy pleno porque me ama y me lo demuestra, me siento valioso en su presencia, más vivo, completamente realizado, etc. Pero, ¿cuál es en realidad el centro de este amor? ¡Yo mismo! Mi propia conveniencia, mi propio interés. Estoy contento de recibir.
Cuidado, el amor humano no es pecaminoso: es un sentimiento completamente natural y pertenece a nuestra naturaleza humana creada por Dios. Pero frecuentemente está librado a sí mismo, a sus limitaciones e incluso a sus desviaciones, y tiene fecha de vencimiento. Un día tal como apareció de improviso, puede desaparecer. El amor divino es un amor que se dona, que se sacrifica por el otro. Busca a toda costa el bien del otro. Jesús nos ha dado el ejemplo de esta clase de amor al morir en la Cruz por nosotros cuando éramos pecadores y, por lo tanto, ¡no tan atractivos! Es por ello que día a día permitiremos que Dios divinice nuestro amor humano para que lo transforme en verdadero amor divino, ya no centrado en sí mismo sino en el otro. Esto no se logra en un día, sino por etapas. El Espíritu de amor actúa con poder en la medida en que nos dejemos modelar por Él con docilidad.
Santa Teresita es un magnífico ejemplo de amor divino operante en ella, logrado mediante un arduo combate contra sus sentimientos naturales. Dejemos que ella nos lo cuente:
“Lo que me atraía…En la comunidad había una hermana que tenía el don de desagradarme en todo. Para no ceder a la antipatía natural que yo experimentaba, me dije a mí misma que la caridad no debía consistir en simples sentimientos, sino en obras, y me dediqué a comportarme con esa hermana como lo hubiera hecho con la persona a quien más quiero. Cada vez que me la cruzaba, pedía a Dios por ella, ofreciéndole todas sus virtudes y sus méritos. No me conformaba con rezar mucho por esa hermana que era para mí motivo de tanta lucha. Trataba de ayudarla en todo lo que podía; y cuando sentía la tentación de contestarle de manera desagradable, me limitaba a dirigirle la más encantadora de mis sonrisas y procuraba cambiar de conversación. (…) Con frecuencia también, fuera del recreo (quiero decir durante las horas de trabajo), tenía que interactuar con esta hermana; cuando mis combates interiores eran demasiado duros, huía como un desertor. Como ella ignoraba por completo lo que yo sentía hacia su persona, nunca sospechó los motivos de mi conducta, y vivía convencida de que su carácter me resultaba agradable. Un día en el recreo, con aire muy satisfecho, me dijo más o menos estas palabras: «¿Puede decirme, hermana Teresa del Niño Jesús, ¿qué le atrae tanto de mí? Siempre que me mira, la veo sonreír». Lo que me atraía era Jesús, escondido en el fondo de su alma… Jesús, que hace dulce hasta lo más amargo…”»
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