608. La vía
dolorosa del Pretorio al Calvario.
26 de marzo de 1945.
1Pasa un poco de
tiempo* así. No más de una media hora, quizás incluso menos. Luego, Longino,
encargado de presidir la ejecución, da sus órdenes.
Pero,
antes de que conduzcan a Jesús a la calle para recibir la cruz y ponerse en
camino, Longino, que le ha mirado dos o tres veces con una curiosidad que ya se
tiñe de compasión, y con esa mirada práctica de la persona que no es nueva en
determinadas cosas, se acerca con un soldado y ofrece a Jesús un alivio: una
copa de vino, creo (porque vierte de una cantimplora militar un líquido blondo‑róseo
claro). «Te confortará. Debes tener sed. Y fuera hace sol. El camino es largo».
Mas
Jesús responde: «Que Dios te premie por tu piedad, pero no te prives tú de
ello».
«Yo
estoy sano y fuerte... Tú... No me privo... Y además... aunque así fuera, lo
haría con gusto, por confortarte... Un sorbo... para que yo vea que no
aborreces a los paganos».
Jesús
no insiste en rechazarlo y bebe un sorbo de esa bebida. Tiene ya desatadas las
manos. Tampoco tiene ya la caña ni la clámide. Así que puede beber sin ayuda.
Luego ya no quiere más, a pesar de que esa bebida fresca y buena debe
significar un gran alivio de la fiebre, que empieza a manifestarse en unas
estrías rojas que se encienden en las pálidas mejillas y en los labios secos,
agrietados.
«Toma,
toma. Es agua y miel. Da fuerzas. Calma la sed... Me produces compasión...
sí... compasión... No eres Tú hebreo al que habría que matar... ¡En fin!... Yo
no te odio... y trataré de hacerte sufrir sólo lo inevitable».
Pero
Jesús no bebe otra vez... Verdaderamente tiene sed... Esa tremenda sed de las
personas exangües y de los que tienen fiebre... Sabe que no es bebida que contenga narcótico y bebería con ganas. Pero no quiere sufrir menos. Y yo comprendo ‑ por luz interna,
como lo que acabo de decir ‑ que aún más que el agua melar le alivia la piedad
del romano.
«Que
Dios te bendiga por este alivio» dice. Y sonríe. Todavía sonríe... una sonrisa
lastimosa, con esa boca suya hinchada, herida, que a duras penas puede
contraerse (es que también, entre la nariz y el pómulo derecho se está
hinchando mucho la fuerte contusión del golpe que ha recibido en el patio
interior después de la flagelación).
2Llegan los dos
ladrones, cada uno de ellos rodeados por una decuria de soldados.
Es
hora de ponerse en marcha. Longino da las últimas órdenes.
Una
centuria se dispone en dos filas, distantes unos tres metros entre ellas, y
sale así a la plaza, donde otra centuria ha formado un cuadrado para contener a
la gente, de forma que no obstaculice a la comitiva. En la pequeña plaza
ya hay hombres
a
____________________________
* un poco de tiempo, desde el final de la última visión (del 25
de marzo de 1945) en 604.35.
caballo:
una decuria de caballería mandada por un joven suboficial que lleva las
enseñas. Un soldado de a pie lleva de la brida el caballo negro del centurión.
Longino sube a la silla y va a su lugar, unos dos metros por delante de los
once de a caballo.
Traen las
cruces. Las de los dos ladrones son más cortas; la de Jesús, mucho más larga.
Según mi apreciación, el palo vertical no tiene menos de cuatro metros.
Veo
que la traen ya formada. Sobre esto leí ‑ cuando leía... o sea, hace años ‑ que
la cruz fue compuesta en la cima del Gólgota. Que a lo largo del camino los
condenados llevaban sólo los dos palos, en haz, sobre los hombros. Todo es
posible. Pero yo veo una auténtica cruz, bien armada, sólida, perfectamente
encajada en la intersección de los dos brazos y bien reforzada con clavos y
tuercas en aquéllos. Efectivamente, si pensamos que estaba destinada a sostener
un peso considerable, como es el cuerpo de un adulto, incluso en las
convulsiones finales, también de considerable fuerza, se comprende que no
podían improvisarla en la estrecha e incómoda cima del Calvario.
Antes
de darle la cruz, le pasan a Jesús, por el cuello, la tabla con la inscripción
"Jesús Nazareno Rey de los
Judíos". Y la cuerda
que la sujeta se engancha en la corona, que se mueve y que araña donde no
estaba ya arañado, y que penetra en otros sitios, causando nuevo dolor,
haciendo brotar más sangre. La gente se ríe, de sádica alegría, e insulta y
blasfema.
Ya
están preparados. Longino da la orden de marcha. «Primero el Nazareno, detrás
los dos ladrones. Una decuria alrededor de cada uno, haciendo de ala y
refuerzo. Será responsable el soldado que no impida agresión mortal a los
condenados».
3Jesús baja los
tres peldaños que conectan el vestíbulo con la plaza. Y se ve, inmediatamente,
que está muy debilitado. Se tambalea al bajar los tres peldaños: estorbado por
la cruz, que calca en el hombro, llagado del todo; estorbado por la tabla de la
inscripción, que oscila delante y va serrando en el cuello; estorbado por los
vaivenes imprimidos al cuerpo por el largo palo de la cruz, que bota en los
peldaños y en las escabrosidades del suelo.
Los
judíos se ríen viéndole tambalearse como si estuviera borracho, y gritan a los
soldados: «Empujadle, para que se caiga. ¡Que muerda el polvo el blasfemo!».
Pero los soldados se limitan a cumplir con su deber, o sea, ordenan al
Condenado que se ponga en el centro de la calle y camine.
Longino
aguija al caballo y la comitiva empieza a moverse con lentitud. Longino
quisiera acortar, tomando el camino más breve para ir al Gólgota, porque no
está seguro de la resistencia del Condenado. Pero esta gentuza furiosa ‑ y
llamarlos "gentuza" es incluso honroso ‑ no quiere que se haga así.
Los más zorros ya se han apresurado a adelantarse, hasta la bifurcación de la
calle (una parte va hacia las murallas, la otra hacia la ciudad), y se amotinan
y gritan cuando ven que Longino trata de tomar la de las murallas. «¡No te está
permitido! ¡No te está permitido! ¡Es ilegal! ¡La Ley dice que los condenados
deben ser vistos desde la ciudad donde pecaron!». Los judíos que van en la cola
de la comitiva se percatan de que delante se intenta privarlos de un derecho, y
unen sus gritos a los de sus compinches.
Intentando
calmar los ánimos, Longino tuerce por la vía que va hacia la ciudad, y recorre
un trecho de aquélla. Pero hace señas a un decurión de que se acerque (digo
"decurión" porque es el suboficial, pero quizás es ‑ diríamos
nosotros ‑ su oficial de ordenanza) y le dice algo reservadamente. Éste vuelve
hacia atrás al trote y, a medida que va llegando a la altura de cada uno de los
jefes de decuria, transmite la orden. Luego vuelve donde Longino para informar
de que la orden está cumplida. Acto seguido se pone en el sitio en que estaba:
en la fila, detrás de Longino.
4Jesús camina
jadeante. Cada bache del camino es una insidia para su pie incierto, una
tortura para su espalda lacerada, para su cabeza coronada de espinas y herida
por un Sol cenital exageradamente caliente que de vez en cuando se esconde tras
un entrecielo plúmbeo de nubes, pero que, aun oculto, no deja de abrasar. Está
congestionado por la fatiga, la fiebre y el calor. Pienso que también la luz y
los gritos deben torturarle, y, si bien no puede taparse los oídos para no oír
esos gritos descompuestos, sí que cierra los ojos para no ver la vía
deslumbradora de sol... Pero se ve obligado a abrirlos, porque tropieza en
piedras y pisa en baches, y cada tropezón es causa de dolor porque mueve
bruscamente la cruz, que choca con la corona, que se descoloca en el hombro
llagado y extiende la llaga y hace aumentar el dolor.
Los
judíos ya no pueden golpearle directamente. Pero todavía le alcanza alguna
piedra y algún golpe con algún palo: lo primero, en las plazas llenas de gente;
lo segundo, en las vueltas, por las callejuelas hechas de escalones que suben y
bajan, ora uno, ora tres, ora más, por los continuos desniveles de la ciudad.
En esos lugares la comitiva, por fuerza, aminora el paso y siempre hay alguno
dispuesto a desafiar a las lanzas romanas con tal de dar un nuevo retoque a esa
obra maestra de tortura que ya es Jesús.
Los
soldados, como pueden, le defienden. Pero incluso al querer defenderle le
golpean, porque las largas astas de las lanzas, blandidas en tan poco espacio,
le golpean y le hacen tropezar. Pero, llegados a un determinado lugar, los
soldados hacen una maniobra impecable y, a pesar de los gritos y las amenazas,
la comitiva tuerce bruscamente por una calle que va directamente hacia las
murallas, cuesta abajo, una calle que acorta mucho el camino hacia el lugar del
suplicio.
Jesús
jadea cada vez más. El sudor surca su rostro, junto con la sangre que rezuma de
las heridas de la corona de espinas. El polvo se adhiere a este rostro húmedo
poniéndole extrañas manchas. Y es que ahora también hace viento: sucesión de
ráfagas separadas por largos intervalos en que se deposita el polvo ‑
introduciéndose en los ojos y en las gargantas ‑ que la racha ha levantado
formando torbellinos cargados de detritos.
Junto
a la puerta Judicial está ya apiñada una multitud: son los que han tenido la
previsión de buscarse con tiempo un buen sitio para ver. Pero, poco antes de
llegar a ella, Jesús ya da señales de no tenerse en pie. Sólo la rápida
intervención de un soldado ‑ contra el que Jesús casi se derrumba ‑ impide que
vaya al suelo. La chusma se ríe y grita: «¡Déjale! Decía a todos:
"Levántate". Pues que ahora se levante Él...».
Al
otro lado de la puerta hay un pequeño torrente y un puentecito. Nuevo esfuerzo
para Jesús el pasar por esas tablas separadas en que rebota aún más fuertemente
el largo palo de la cruz. Y nueva mina de proyectiles para los judíos: vuelan
piedras del torrente que golpean al pobre Mártir...
5Empieza la
subida del Calvario. Es un camino desnudo que acomete directamente la subida,
pavimentado con piedras no unidas, sin un hilo de sombra.
Respecto
a este punto, cuando leía, también leí que el Calvario tenía pocos metros de
altura. Bueno, pues, será así... Ciertamente, no es una montaña; pero una
colina, sí; en cualquier caso, no es más bajo que, respecto a los Lungarni, el
monte donde está la basílica de San Miniato, en Florencia. Alguno dirá:
"¡Poca cosa!". Sí, para uno sano y fuerte es poca cosa. Pero basta
tener el corazón débil para sentir si es poca o mucha... Yo sé que, cuando se
me enfermó el corazón, aunque todavía fuera en forma benigna, ya no podía subir
aquella cuesta sin sufrir mucho y teniendo que pararme cada poco... y no tenía
ningún peso a la espalda. Y creo que Jesús después de la flagelación y el sudor
de sangre debía tener el corazón muy mal... y no tengo en cuenta más que estas
dos cosas.
Jesús,
por tanto, subiendo y con el peso de la cruz ‑ que siendo tan larga debe pesar
mucho ‑, sufre agudamente.
Encuentra
una piedra saliente. Estando agotado, levanta muy poco el pie, y tropieza. Cae
sobre la rodilla derecha. De todas formas, logra sujetarse con la mano
izquierda. La gente grita de contento... Se pone en pie de nuevo. Continúa.
Cada vez más encorvado y jadeante, congestionado, febril...
El
cartel, que le va bailando delante, le obstaculiza la visión. La túnica, que,
ahora que va encorvado, arrastra por el suelo por la parte de delante, le
estorba el paso. Tropieza otra vez y cae sobre las dos rodillas, hiriéndose de
nuevo en donde ya lo estaba; y la cruz, que se le va de las manos y cae al
suelo, tras haberle golpeado fuertemente en la espalda, le obliga a agacharse,
para levantarla, y a esforzarse en cargarla sobre las espaldas. Mientras hace
esto, aparece netamente visible en el hombro derecho la llaga causada por el
roce de la cruz, que ha abierto las muchas llagas de los azotes y las ha
unificado en una sola que rezuma suero y sangre, de forma que la túnica blanca
está en ese sitio del todo manchada. La gente llega incluso a aplaudir por el
contento de verle caer tan mal...
Longino
incita a acelerar el paso, y los soldados, con golpes dados de plano con las
dagas, instan al pobre Jesús a continuar. Se reanuda la marcha, con una
lentitud cada vez mayor, a pesar de todas las incitaciones.
Jesús,
disponiendo de todo el camino, se tambalea tanto, que parece completamente
ebrio. Va chocándose en las dos filas de soldados, ora contra una, ora contra
otra. La gente ve esto y grita: «Se le ha subido a la cabeza su doctrina.
¡Mira, mira como se tambalea!». Y otros ‑ que no son pueblo, sino sacerdotes
y escribas ‑ dicen burlonamente: «No. Son los festines, todavía humeantes,
en casa de Lázaro. ¿Eran buenos? Ahora come nuestra comida...», y otras
frases parecidas.
6Longino, que se
vuelve de vez en cuando, siente compasión y ordena una parada de algunos
minutos. La chusma le insulta tanto, que el centurión ordena a los soldados la
carga. La masa vil, ante las lanzas refulgentes y amenazadoras, se distancia
gritando, bajando sin orden ni concierto por el monte.
Es
aquí donde vuelvo a ver, entre la poca gente que ha quedado, al grupito de los
pastores, apareciendo tras unas ruinas (quizás de algún murete derrumbado).
Desolados, desencajados los rostros, llenos de polvo del camino, lacerados sus
vestidos, reclaman con la fuerza de sus miradas la atención de su Maestro. Y Él
vuelve la cabeza, los ve... los mira fijamente como si fueran caras de ángeles.
Parece calmar su sed y recuperar fuerzas con el llanto de ellos, y sonríe... Se
da de nuevo la orden de ponerse en marcha y Jesús pasa justamente por delante
de ellos, oyendo su llanto angustioso. Vuelve a duras penas la cabeza bajo el
yugo de la cruz y vuelve a sonreír... Sus consuelos... Diez caras... un alto
bajo el sol de fuego...
Y en seguida el dolor de la tercera, completa caída.
Esta vez no es que tropiece, sino que es que cae por repentino decaimiento de
las fuerzas, por síncope. Cae a lo largo. Se golpea la cara contra las piedras
desunidas. Permanece en el suelo, bajo la cruz, que se le cae encima. Los
soldados tratan de levantarle. Pero, dado que parece muerto, van a informar al
centurión. Mientras van y vuelven, Jesús vuelve en sí y, lentamente, con la
ayuda de dos soldados, de los cuales uno levanta la cruz y el otro ayuda al
Condenado a ponerse en pie, se pone de nuevo en su lugar. Pero está totalmente
agotado.
«¡Atentos a que muera en la cruz!» grita la
muchedumbre.
«Si se os muere antes, responderéis ante el
Procónsul. Tenedlo presente. El reo debe llegar vivo al suplicio» dicen los
jefes de los escribas a los soldados.
Éstos, aunque por disciplina no hablan, los fulminan
con furiosas miradas.
7Pero Longino tiene el mismo miedo que los
judíos de que Cristo muera por el camino, y no quiere problemas. Sin necesidad
de que nadie se lo recuerde, sabe cuál es su deber como comandante de la
ejecución, y toma las medidas oportunas al respecto; concretamente da la orden
de tomar el camino más largo, que sube en espiral orillando el monte y que, por
tanto, tiene menos desnivel, desorientando a los judíos, los cuales ya se han
adelantado presurosos por el camino, al que han llegado desde todas las partes
del monte, sudando, arañándose al pasar junto a los escasos y espinosos
matorrales de este monte yermo y requemado, cayendo en los montones de
escombros (como si fuera para Jerusalén una escombrera), sin sentir dolor
alguno, sino el de perderse un jadeo del Mártir, una mirada suya de dolor, un
gesto aun involuntario de sufrimiento, sin sentir temor alguno, sino el de no
conseguir un buen sitio.
El camino tomado por Longino parece un sendero que,
a fuerza de haber sido recorrido, se ha transformado en un camino bastante
cómodo.
El cruce de los dos caminos está localizado,
aproximadamente, en la mitad del monte. Pero observo que más arriba, en cuatro
puntos, el camino directo se ve cortado por este que asciende con menos
desnivel, aunque con un recorrido mucho más largo; y en este camino hay
personas que suben, pero que no participan del indigno jolgorio de los
posesos que siguen a Jesús para gozar de sus tormentos. La mayor parte son
mujeres, que van llorando veladas. También algún grupito de hombres ‑ en
verdad, muy exiguos ‑ que, muy por delante de las mujeres, están para
desaparecer de la vista cuando el camino, en su recorrido, orillando el monte,
tuerce.
Aquí el Calvario tiene una especie de punta en su
caprichosa estructura: de forma de morro por una parte, escarpada por la otra.
Trataré de darle una idea de su aspecto tomado de perfil. Pero tengo que volver
la página, porque aquí me viene mal por falta de espacio.
Los
hombres desaparecen tras la punta rocosa y los pierdo de vista.
8La gente que
seguía a Jesús grita de rabia. Era más bonito para ellos verle caer. Con
repugnantes imprecaciones contra el Condenado y contra el que le guía, parte de
ellos se ponen a seguir a la comitiva judicial, y otra parte prosigue, casi
corriendo, hacia arriba por el camino empinado, para desquitarse, con un
magnífico puesto en la cima, de la desilusión que han experimentado.
Las
mujeres, que van llorando ‑ y que se encuentran en el punto que señalo con la
letra D ‑ se vuelven al oír los gritos, y ven que la comitiva tuerce por ahí.
Se detienen entonces, y, temiendo que los violentos judíos las arrojen ladera
abajo, se pegan bien al monte. Cubren aún más su cara con los velos. Una va
completamente velada, como una musulmana, dejando descubiertos sólo los ojos,
negrísimos. Van muy ricamente vestidas, custodiadas por un viejo robusto cuya
cara, yendo él todo envuelto en su capa, no distingo; veo sólo su larga barba,
más blanca que negra, por fuera de su obscurísima y grande capa.
Cuando
Jesús llega a su altura, ellas lloran más fuerte y se inclinan con profunda
reverencia. Luego se aproximan resueltamente. Los soldados quisieran
mantenerlas a distancia sirviéndose de las astas. Pero la que estaba del todo
tapada como una musulmana aparta un instante el velo ante el alférez, que ha
llegado a caballo para ver qué obstáculo nuevo es éste. Y el alférez da la
orden de dejarla pasar. No puedo ver ni su cara ni su vestido, porque ha
apartado el velo con la rapidez de un relámpago y el vestido está enteramente
oculto bajo un manto largo que llega hasta los pies, un manto tupido y
completamente cerrado por una serie de hebillas. La mano que un instante sale
para apartar el velo es blanca y hermosa; y es, junto con los negrísimos ojos,
la única cosa que se ve de esta alta dama, que, sin duda, es persona
influyente, a juzgar por la forma en que el lugarteniente de Longino la
obedece.
9Se acercan a
Jesús llorando y se arrodillan a sus pies mientras Él se detiene jadeante...
Jesús, a pesar de todo, sabe sonreír a estas mujeres compasivas y al hombre que
las escolta, que se descubre para mostrar que es Jonatán. Pero a él los
soldados no le dejan pasar; sólo a las mujeres.
Una
de ellas es Juana de Cusa, y está más maltrecha que cuando agonizaba*. De rojo
presenta sólo los surcos del llanto. Todo el resto de la cara es níveo, con
esos dulces ojos negros que, tan empañados como están, parecen ahora de un
violeta obscurísimo, como ciertas flores. Tiene en su mano una ánfora de plata,
y se la ofrece a Jesús, el cual no la acepta. Pero es que, además, su jadeo es
tan fuerte, que ni siquiera podría beber. Con la mano izquierda se seca el
sudor y la sangre que le caen en los ojos y que, deslizándose por las mejillas
lívidas y por el cuello (cuyas venas están túrgidas con el afanoso palpitar del
corazón), humedecen toda la pechera de la túnica.
Otra
mujer ‑ a su lado tiene una joven sirviente ‑ abre una arqueta que ésta lleva
en los brazos y saca un lienzo finísimo, cuadrado, que le ofrece al Redentor.
Jesús lo acepta. Y, dado que no puede por sí solo con una mano, esta mujer
compasiva le ayuda a ponérselo en el rostro, con cuidado de no chocar en la
corona. Y Jesús aplica el fresco lienzo a su pobre faz. Lo mantiene así como si
en ello hallara un gran alivio.
Luego
devuelve el lienzo y habla: «Gracias, Juana. Gracias, Nique,... Sara,...
Marcela,... Elisa,... Lidia,... Ana,... Valeria,... y a ti... Pero... no
lloréis... por mí... hijas de... Jerusalén... sino por los pecados... vuestros
y... de vuestra ciudad... Da gracias... Juana... por no tener... ya hijos...
Mira... es compasión de Dios... el no... no tener hijos... para que... sufran
por... esto. Y también... tú, Isabel... Mejor... como sucedió... que entre los
deicidas... Y vosotras... madres... llorad por... vuestros hijos, porque... esta
hora no pasará... sin castigo... ¡Y qué castigo, si esto es así para... el
Inocente!... Lloraréis entonces... el haber concebido... amamantado y el...
tener todavía... a los hijos... Las madres... en aquella hora... llorarán
porque... en verdad os digo... que será dichoso... el que en aquella hora...
caiga primero... bajo los escombros... Os bendigo... Marchaos... a casa...
orad... por mí. Adiós, Jonatán... llévatelas...».
Y
en medio de un alto clamor de llanto femenino y de imprecaciones judías, Jesús reanuda
su camino.
10Jesús está otra
vez todo mojado de sudor. Sudan también los soldados y los otros dos
condenados, porque el sol de este día borrascoso abrasa como el fuego, y la
ladera ardiente del monte aumenta el calor solar.
Fácil
es imaginarse lo que significará este sol en la túnica de lana de Jesús puesta
sobre las heridas de los azotes... y horrorizarse... Pero no emite un solo
quejido. Eso sí ‑ a pesar de que el camino esté mucho menos empinado y no tenga
esas piedras desunidas, tan peligrosas para sus pies, que en realidad ya sólo
se arrastran ‑, se tambalea cada vez más, y otra vez vuelve a ir de una fila de
soldados a la otra, chocándose, y encorvándose cada vez más.
______________________
* cuando agonizaba,
en 102.7.
Piensan
que será una solución pasarle una cuerda por la cintura y tenerlo sujeto por
los cabos como si fueran riendas. Sí, esto lo sostiene, pero no le alivia el
peso. Es más, la cuerda, chocando en la cruz hace que ésta se mueva
continuamente en el hombro y que golpee en la corona, que verdaderamente ha
hecho ya de la frente de Jesús un tatuaje sangrante. Además, la cuerda va
rozando la cintura, donde hay muchas heridas, y ciertamente las abrirá de
nuevo; tanto es así que la túnica blanca se tiñe, en la zona de la cintura, de
un rojo pálido. Por ayudarle, le hacen sufrir más todavía.
11El camino
prosigue. Dobla la ladera del monte. Vuelve casi al frente, hacia el camino
escarpado. Aquí, en el sitio que señalo con la letra M, está María con Juan. Yo
diría que Juan la ha llevado a ese lugar de sombra, detrás de la escarpa del
monte, para procurarle un poco de alivio. Es la parte más abrupta, sólo
orillada por ese camino. Hacia arriba y hacia abajo, la ladera, sea hacia
arriba, sea hacia abajo, tiene áspero declive, de forma que, por este motivo,
los crueles judíos la han descartado. Allí hay sombra porque yo diría que es la
parte septentrional. Y María, estando pegada al monte, se ve al amparo del sol.
Está apoyada en la ladera térrea; de pie, pero ya exhausta. Jadea también ella,
pálida como una muerta, con su vestido azul obscurísimo, casi negro. Juan la
mira con una piedad desolada. También él ha perdido todo rastro de color y está
térreo. Sus ojos, cansados y
abiertísimos. Despeinado. Ahondados los carrillos, como por enfermedad.
Las
otras mujeres (María y Marta de Lázaro, María de Alfeo y de Zebedeo, Susana de
Caná, la dueña de la casa y otras que no conozco*) están en medio del camino y
observan si viene el Salvador. Y, cuando ven que llega Longino, se acercan a
María para avisarla. Entonces María, sujetada de un codo por Juan, majestuosa
en medio de su dolor, se separa de la pared del monte y se pone resueltamente
en medio del camino, apartándose sólo cuando llega Longino, quien desde su
caballo negro mira a esta pálida Mujer y a su acompañante rubio, pálido, de
mansos ojos de cielo como Ella. Y Longino menea la cabeza mientras la sobrepasa
seguido por los once que van a caballo.
María
trata de pasar por entre los soldados de a pie. Pero éstos, que tienen calor y
prisa, tratan de rechazarla con las lanzas (y mucho más si se considera que
desde el camino solado vuelan piedras como protesta contra tantos gestos de
compasión). Son los judíos, que siguen imprecando por la pausa causada por las
pías mujeres. Dicen: «¡Rápido! Mañana es Pascua. ¡Hay que acabar todo esto
antes de que anochezca! ¡Cómplices! ¡Burladores de nuestra Ley! ¡Opresores!
¡Muerte a los invasores y a su Cristo! ¡Le quieren! ¡Fijaos cómo le quieren!
¡Pues lleváoslo! ¡Metedle en vuestra maldita Urbe! ¡Os lo cedemos! ¡Nosotros no
queremos tenerle! ¡Las carroñas para las carroñas! ¡Las lepras para los
leprosos!».
______________________
* no conozco,
porque la fecha de la presente visión precede a la de la mayor parte de las
visiones de la vida pública de Jesús.
12Longino se
cansa y espolea al caballo, seguido por los diez lanceros, contra la jauría
insultante, que por segunda vez huye. Y, haciendo esto, Longino ve parado un
pequeño carro (sin duda, ha subido desde los huertos que están al pie del
monte), un pequeño carro que espera con su carga de verduras a que pase la
turba para bajar a la ciudad. Creo que un poco de curiosidad propia y de los
hijos ha hecho al Cireneo subir hasta allí, porque de ninguna manera tenía
necesidad de hacerlo. Los dos hijos, tumbados encima del montón glauco de las
verduras, miran cómo huyen los judíos y se ríen de ellos. El hombre, sin
embargo, un hombre robustísimo de unos cuarenta o cincuenta años, en pie, junto
al burro que, asustado, trata de recular, mira atentamente hacia la comitiva.
Longino
le mira detenidamente. Piensa que le puede servir. Ordena: Hombre ven aquí».
El
Cireneo finge no oír. Pero con Longino no se juega. Repite la orden de una
forma que el hombre lanza los ramales a uno de sus hijos y se acerca.
«Ves
a ese hombre?» pregunta. Y al decirlo se vuelve para señalar a Jesús. Y, en
esto, ve a María, suplicando a los soldados que la dejen pasar. Siente
compasión de ella y grita: «Dejad pasar a la Mujer». Luego vuelve a hablarle al Cireneo: «No
puede proseguir cargado así. Tú eres fuerte. Toma su cruz y llévala por Él
hasta la cima» .
«No
puedo... Tengo el burro... es rebelde... Los chicos no saben dominarle...».
Pero
Longino dice: «Ve, si no quieres perder el asno y ganarte veinte golpes de
castigo» .
El
Cireneo ya no se atreve a oponer más resistencia. Da una voz a los muchachos:
«Id a casa. Pronto. Decid que llego en seguida», luego se acerca a Jesús.
13Llega en el
preciso momento en que Jesús se vuelve hacia su Madre ‑ sólo entonces Él la ve
venir, y es que caminaba tan encorvado y con los ojos tan cerrados, que era
como si estuviera ciego ‑, y grita: «¡Mamá!».
Es
la primera palabra que expresa su sufrimiento, desde cuando está siendo
torturado. Y es que en ese grito se contiene la confesión de todo su tremendo
dolor, de cada uno de sus dolores, de espíritu, de su parte moral, de su carne.
Es el grito desgarrado y desgarrador de un niño que muere solo, entre verdugos,
entre las peores torturas... y que hasta de su propia respiración siente miedo.
Es el lamento de un niño delirante angustiado por visiones de pesadilla... Y
llama a la madre, a la madre, porque sólo el fresco beso de ella calma el ardor
de la fiebre, y su voz ahuyenta a los fantasmas, y su abrazo hace menos temible
la muerte...
María
se lleva la mano al corazón como si hubiera sentido una puñalada. Se tambalea
levemente. Pero se recupera, acelera el paso y, mientras va hacia su Criatura
lacerada tendiendo hacia Él los brazos, grita: «¡Hijo!». Pero lo dice de una
forma tal, que el que no tiene corazón de hiena lo siente traspasado por ese
dolor.
Veo
que incluso entre los romanos ‑ y son hombres de armas, no noveles en materia
de muertes, marcados por cicatrices... ‑ hay un impulso de piedad. Y es que la
palabra "¡Mamá!" y la palabra "¡Hijo!" conservan siempre su
valor y lo conservan para todos aquellos que ‑ lo repito ‑ no son peores que
las hienas, y son pronunciadas y comprendidas en todas partes, y en todas
partes provocan olas de piedad...
El
Cireneo siente esta piedad... Y dado que ve que María no puede, a causa de la
cruz, abrazar a su Hijo y que después de haber tendido los brazos los deja caer
de nuevo convencida de no poder hacerlo ‑ y se limita a mirarle, queriendo
expresar una sonrisa, una sonrisa que es martirial, para infundirle ánimo,
mientras sus temblorosos labios beben el llanto; y Él, torciendo la cabeza bajo
el yugo de la cruz, trata, a su vez, de sonreírle y de enviarle un beso con los
pobres labios heridos y abiertos por los golpes y la fiebre ‑, pues se apresura
a quitar la cruz (y lo hace con delicadeza de padre, para no chocar con la
corona o rozar las llagas).
Pero
María no puede besar a su Criatura... Hasta el más leve toque sería una tortura
en esa carne lacerada. María se abstiene de hacerlo, y, además... los
sentimientos más santos tienen un pudor profundo, requieren respeto o, al
menos, compasión, mientras que aquí lo que hay es curiosidad y, sobre todo,
escarnio: se besan sólo las dos almas angustiadas.
14La comitiva,
que se pone de nuevo en marcha, movida por las ondas del gentío furibundo que
desde atrás empuja, los separa, y aparta a la Madre ‑ blanco de las burlas de todo un pueblo ‑
contra la pared del monte...
Ahora,
detrás de Jesús, va el Cireneo con la cruz. Jesús, libre de ese peso, prosigue
mejor. Jadea fuertemente, se lleva frecuentemente la mano al corazón, como
sintiendo un gran dolor, como si tuviera ahí una herida, en la región
esternocardiaca; y ahora, que puede hacerlo por no tener atadas las manos, se
echa hacia atrás, hasta por detrás de las orejas, el pelo que le caía por delante
empapado de sangre y sudor, para sentir aire en su cara cianótica, y se desata
el cordón del cuello por la dificultad de respiración... Pero puede andar
mejor.
María
se ha retirado con las mujeres. Se pone al final de la comitiva una vez que
ésta ha pasado, y luego, por un atajo, se dirige hacia la cima del monte,
desafiando las injurias de la chusma inhumana.
Ahora que Jesús
está libre, recorren con bastante brevedad la última espira del monte. Ya están
cercanos a la cima, toda llena de gentío vociferante.
Longino
se detiene y da la orden de que todos, implacablemente, sean apartados
más hacia abajo, para que la cima, lugar de ejecución, esté libre. Y media
centuria pone por obra la orden: vienen al sitio y rechazan sin piedad a todos
los que allí se encuentran, haciendo uso para ello de dagas y astas. Bajo la
granizada de cimbronazos y palos, los judíos de la cima huyen. Intentan
colocarse en la explanada que está más abajo; pero los que ya están en ella no
ceden, siendo así que se encienden riñas furibundas entre la gente. Parecen
todos locos.
15Como le dije el
año pasado*, el Calvario, en su
cima, tiene la
forma de un
____________________
* Como le dije (al Padre Migliorini) el año pasado,
en la visión descrita el 18 de febrero de 1944, que forma parte de una
"Pasión" más compendiada, come se explica en una nota de 587.13.
trapecio
irregular levemente más alto por el lado A, tras el cual el monte desciende a
pico hasta más de la mitad de su ladera. En este espacio están ya preparados
tres agujeros profundos, recubiertos por dentro de ladrillo o pizarra; en
definitiva, hechos con este fin concreto. Al lado de ellos hay piedras y tierra
ya preparadas para calzar las cruces. De otros agujeros, sin embargo, no han
sacado las piedras. Se ve que los van vaciando según el número que se requiere
cada vez.
Más
abajo de la cima trapezoidal, por la parte en que el monte no desciende con
fuerte desnivel, hay una especie de plataforma que constituye un rellano de
suave declive. De éste salen dos anchos senderos que bordean la cima, quedando
así ésta aislada por todos los lados y elevada al menos dos metros.
Los
soldados que han apartado de la cima a la gente dominan con persuasivos golpes
de astas las riñas y abren paso para que la comitiva pueda marchar sin obstáculos
en el último trecho del camino. Y se quedan allí formando cordón mientras los
tres condenados encuadrados por los soldados de a caballo y protegidos por la
otra media centuria por detrás, llegan hasta el punto en que los detienen: al
pie de ese palco natural elevado que es la cima del Gólgota.
16Mientras se
desarrollan estos hechos, advierto la presencia de las Marías en el punto que
señalo con una M. Un poco detrás de ellas, están Juana de Cusa y otras cuatro
de las damas de antes. Las otras se han marchado. Deben haberse ido solas,
porque Jonatán está ahí, detrás de su señora. Ya no está la mujer a la que
nosotros llamamos Verónica y Jesús ha llamado Nique, y, lo mismo que ella,
falta también su doméstica; y tampoco está la mujer que iba completamente
velada y fue obedecida por los soldados. Veo a Juana, a la anciana de nombre
Elisa, a Ana (es la dueña de aquella casa a donde Jesús va durante la vendimia
del primero año*) y a otras dos que no sé identificar mejor.
Detrás
de estas mujeres y de las Marías, veo a José y a Simón de Alfeo, y a Alfeo de
Sara junto con el grupo de los pastores. Han peleado con los que querían
cerrarles el paso y los insultaban, y la fuerza de estos hombres, multiplicada
por el amor y el dolor, ha sido tan violenta que han vencido y han creado una
semicírculo libre contra el que los vilísimos judíos no se atreven sino a
lanzar gritos de muerte y a amenazar con los puños; no más, porque los cayados
de los pastores son nudosos y pesados y a estos jabatos ‑ no hablo impropiamente
llamándolos así, porque se requiere un gran valor para enfrentarse a toda una
población hostil, siendo pocos, conocidos como galileos o seguidores del
Galileo ‑ no les falta ni fuerza ni tino. ¡Es el único punto de todo el
Calvario donde no se blasfema contra el Cristo!
El
monte hormiguea de gente en los tres lados que no descienden con fuerte
declive. Ya no se ve la tierra amarillenta y desnuda, la cual, bajo el sol que
aparece y se oculta, parece un prado florecido lleno de corolas de todos los colores,
debido a
_________________________
* durante la vendimia del
primer año, en el capítulo 108. La observación puesta entre paréntesis al pie de
la página del cuaderno autógrafo parece haber sido añadida posteriormente por
MV.
que
está cubierta por una gran cantidad de gorros y mantos de esos sádicos. Pasado
el torrente, por el camino, más gente; dentro del recinto de las murallas, más
gente; en las terrazas, más gente. El resto de la ciudad, despoblado...
vacío... silencioso: todo está aquí, todo el amor y todo el odio; todo el
Silencio que ama y perdona, todo el Clamor que odia e impreca.
17Mientras los
hombres encargados de la ejecución preparan sus instrumentos y terminan de
vaciar los agujeros, y mientras los condenados esperan en el centro de su
cuadrado, los judíos, refugiados en el ángulo opuesto a las Marías, insultan a
éstas, y también a la Madre:
«¡Muerte a los galileos! ¡Muerte! ¡Galileos! ¡Galileos! ¡Malditos! Muerte al
blasfemo galileo. ¡Clavad en la cruz también al vientre que le llevó! ¡Fuera
las víboras que dan a luz a los demonios! ¡Muerte a ellas! ¡Limpiad Israel de
las hembras que se unen con el macho cabrío!...».
Longino,
que ha desmontado del caballo, se vuelve y ve a la Madre... Ordena
que se haga cesar ese barullo... La media centuria que estaba detrás de los
condenados carga contra la chusma y libera del todo el rellano inferior. Y los
judíos se echan a correr por el monte, pisándose unos a otros. Echan pie a
tierra también los otros soldados. Uno de ellos toma los once caballos además
del del centurión y los lleva a la sombra, a espaldas de la ladera B del monte.
El
centurión se encamina hacia la cima. Juana de Cusa se acerca a él, le para; le
da el ánfora y una bolsa, luego se retira llorando, y va al saliente del monte,
donde están las otras.
18Arriba está
todo preparado. Se hace subir a los condenados. Jesús pasa otra vez cerca de su
Madre, la cual emite un gemido que Ella misma trata de ahogar llevándose a la
boca el manto.
Los
judíos ven esto y se ríen, y se burlan. Juan, el manso Juan, que tiene un brazo
pasado por los hombros de María para sostenerla, se vuelve con una mirada
fiera, una mirada incluso fosforescente; si no debiera tutelar a las mujeres,
yo creo que cogería a alguno de esos cobardes por el cuello.
En
cuanto llegan los condenados al palco malhadado, los soldados circundan la
explanada por tres de sus lados. Sólo queda vacío el lado que desciende a pico.
El
centurión da al Cireneo la orden de que se vaya. Y éste se marcha, a
regañadientes ahora. No diría que por sadismo, sino por amor. Tanto es así, que
se para junto a los galileos y comparte con ellos los insultos que la
muchedumbre propina a este escuálido grupo de fieles del Cristo.
Los
dos ladrones, blasfemando, arrojan al suelo sus cruces. Jesús calla.
La
vía dolorosa ha terminado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario