# 741 - Diario. La Divina Misericordia en mi alma. Santa Faustina Kowalska.
"Hoy he estado en los abismos del infierno, conducida por un ángel. Es un lugar de grandes tormentos, ¡qué espantosamente grande es su extensión! Los tipos de tormentos que he visto: el primer tormento que constituye el infierno, es la pérdida de Dios; el segundo, el continuo remordimiento de conciencia; el tercero, aquel destino no cambiará jamás; el cuarto tormento, es el fuego que penetrará al alma, pero no la aniquilará, es un tormento terrible, es un fuego puramente espiritual, incendiado por la ira divina; el quinto tormento, es la oscuridad permanente, un horrible, sofocante olor; y a pesar de la oscuridad los demonios y las almas condenadas se ven mutuamente y ven todos el mal de los demás y el suyo; el sexto tormento, es la compañía continua de Satanás; el séptimo tormento, es una desesperación tremenda, el odio a Dios, las imprecaciones, las maldiciones, las blasfemias. Estos son los tormentos que todos los condenados padecen juntos, pero no es el fin de los tormentos. Hay tormentos particulares para distintas almas, que son los tormentos de los sentidos: cada alma es atormentada de modo tremendo e indescriptible con lo que ha pecado. Hay horribles calabozos, abismos de tormentos donde un tormento se diferencia del otro. Habría muerto a la vista de aquellas terribles torturas, si no me hubiera sostenido la omnipotencia de Dios. Que el pecador sepa: con el sentido que peca, con ése será atormentado por toda la eternidad. Lo escribo por orden de Dios para que ningún alma se excuse diciendo que el infierno no existe o que nadie estuvo allí ni sabe cómo es.
Yo, Sor Faustina, por orden de Dios, estuve en los abismos del infierno para hablar a las almas y dar testimonio de que el infierno existe. Ahora no puedo hablar de ello, tengo la orden de dejarlo por escrito. Los demonios me tenían un gran odio, pero por orden de Dios tuvieron que obedecerme. Lo que he escrito es una débil sombra de las cosas que he visto. He observado una cosa: la mayor parte de las almas que allí están son las que no creían que el infierno existe. Cuando volví en mí no pude reponerme del espanto, qué terriblemente sufren allí las almas. Por eso ruego con más ardor todavía por la conversión de los pecadores, invoco intensamente la misericordia de Dios para ellos. Oh Jesús mío, prefiero agonizar en los más grandes tormentos hasta el fin del mundo, que ofenderte con el menor pecado".
Palabras de Jesús a María Valtorta.
15 de enero de 1944.
Dice Jesús:
"Una vez te hice ver al Monstruo de los abismos. Hoy te hablaré de su reino. No puedo tenerte siempre en el paraíso. Recuerda que tú tienes la misión de evocar en los hermanos las verdades que han olvidado demasiado. Pues en este olvido que, en realidad, es desprecio por las verdades eternas, se originan tantos males para los hombres.
Por lo tanto, escribe esta página dolorosa. Luego tendrás consuelo. Es viernes por la noche. Mientras escribes, mira a tu Jesús, que murió en la cruz, entre tormentos tales que pueden compararse a los del infierno, y que quiso esa muerte para salvar a los hombres de la Muerte.
Los hombres de nuestro tiempo ya no creen en la existencia del Infierno. Se han construido un más allá según el propio deseo, de tal modo que sea menos aterrador para su conciencia, merecedora de grandes castigos. Como son discípulos relativamente fieles del Espíritu del Mal, saben que su conciencia retrocedería ante ciertas fechorías, si de verdad creyera en el Infierno tal como lo enseña la Fe; saben que, si cometieran esa fechoría, su conciencia volvería en sí misma y, por el remordimiento, llegaría a arrepentirse, por el miedo llegaría a arrepentirse y, arrepintiéndose, encontraría el camino para volver a Mí.
Su maldad, que les enseña Satanás -del que son siervos o esclavos, según su adhesión a los deseos e instigaciones del Maligno-, no admite estos retrocesos y estos regresos. Por eso, anula la creencia en el Infierno tal como es y construye otro -si es que se decide a hacerlo- que no es más que una pausa para tomar impulso hacia nuevas elevaciones futuras.
E insiste en esta opinión hasta creer sacrílegamente que el mayor pecador de la humanidad puede redimirse y llegar a Mí a través de fases sucesivas. Hablo de Judas, el hijo predilecto de Satanás; el ladrón, tal como está escrito en el Evangelio; el que era concupiscente y ansioso de gloria humana, como Yo le defino; el Iscariote que, por la sed insaciable de la triple concupiscencia, se convirtió en mercante del Hijo de Dios y que me entregó a los verdugos por treinta monedas y la señal de un beso: un valor monetario irrisorio y un valor afectivo infinito.
No; si él fue el sacrílego por excelencia, Yo no lo soy. Si él fue el injusto por excelencia, Yo no lo soy. Si él fue quien con desprecio derramó mi Sangre, Yo no lo soy. Perdonar a Judas sería un sacrilegio hacia mi Divinidad, que traicionó; sería una injusticia hacia todos los demás hombres que, en todo caso, son menos culpables que él y que, aún así, son castigados por sus pecados; sería despreciar mi Sangre y sería, en fin, faltar a mis leyes.
Yo, Dios Uno y Trino, he dicho que lo que está destinado al Infierno, quedará en él eternamente, porque de esa muerte no se surge a una nueva resurrección. He dicho que ese fuego es eterno y que acogerá a todos los que cometieron escándalos e iniquidades. Y no creáis que esto dure hasta el momento del fin del mundo. No; al contrario, tras la tremenda reseña, esa morada de llanto y de tormento se hará más despiadada, porque el infernal solaz que aún se concede a sus huéspedes -poder dañar a los vivos y ver precipitar en el abismo a nuevos condenados- ya no será posible y la puerta del abominable reino de Satanás será remachada y clausurada por mis ángeles para siempre, para siempre; será ése un siempre cuyo número de años no tiene número; un siempre tan ilimitado que, si los granillos de arena de todos los océanos de la tierra se convirtieran en años, formarían menos de un día del mismo, de esta inconmensurable eternidad mía, hecha de luz y gloria en las alturas para los benditos; de tinieblas y horror en el abismo para los malditos.
Te he dicho que el Purgatorio es fuego de amor. Y que el Infierno es fuego de rigor.
El Purgatorio es un lugar en el cual expiáis la carencia de amor hacia el Señor Dios vuestro mientras pensáis en Dios, cuya Esencia brilló ante vosotros en el instante del juicio particular y despertó en vosotros unincolmable deseo de poseerla. A través del amor conquistáis el Amor y, por niveles de caridad cada vez más viva, laváis vuestras vestiduras hasta hacerlas cándidas y brillantes para entrar en el reino de la Luz, cuyos fulgores te hice ver días atrás.
El Infierno es un lugar en el cual el pensamiento de Dios, el recuerdo del Dios entrevisto en el juicio particular no es, como para los que están en el Purgatorio, deseo santo, nostalgia dolorida más plena de esperanza, esperanza colma de serena espera, de segura paz, que será perfecta cuando llegue a convertirse en conquista de Dios, pero que ya va dando al espíritu que purga sus faltas una jubilosa actividad purgativa porque cada pena, cada instante de pena, le acerca a Dios, su único amor. En cambio, en el Infierno, el recuerdo de Dios es remordimiento, es resquemor, es tormento, es odio; odio hacia Satanás, odio hacia los hombres, odio hacia sí mismos.
Tras haber adorado en la vida a Satanás en vez que a Mí, ahora que le poseen y ven su verdadero aspecto, que ya no se oculta bajo la hechicera sonrisa de la carne, bajo el brillante refulgir del oro, bajo el poderoso signo de la supremacía, ahora le odian porque es la causa de su tormento.
Tras haber adorado a los hombres -olvidando su dignidad de hijos de Dios- hasta llegar a ser asesinos, ladrones, estafadores, mercantes de inmundicias por ellos, ahora que se encuentran con esos patrones por los que mataron, robaron, estafaron, vendieron el propio honor y el honor de tantas criaturas infelices, débiles, indefensas -que convirtieron en instrumento de la lujuria, un vicio que las bestias no conocen, pues es atributo del hombre envenenado por Satanás-, ahora, les odian porque son la causa de su tormento.
Tras haber adorado a sí mismos otorgando todas las satisfacciones a la carne, a la sangre, a los siete apetitos de su carne y de su sangre y haber pisoteado la Ley de Dios y la ley de la moralidad, ahora se odian porque ven que son la causa de su tormento.
La palabra "Odio" tapiza ese reino inconmensurable; ruge en esas llamas; brama en las risotadas de los demonios; solloza y aúlla en los lamentos de los condenados; suena, suena y suena como una eterna campana que toca a rebato; retumba como un eterno cuerno pregonero de muerte; colma todos los recovecos de esa cárcel; es, por sí misma, tormento porque cada sonido suyo renueva el recuerdo del Amor perdido para siempre, el remordimiento de haber querido perderlo, la desazón de no poder volver a verlo jamás.
Entre esas llamas, el alma muerta, a igual que los cuerpos arrojados a la hoguera o en un horno crematorio, se retuerce y grita como si la animara de nuevo una energía vital y se despierta para comprender su error, y muere y renace a cada instante en medio de atroces sufrimientos, porque el remordimiento la mata con una maldición y la muerte la vuelve a la vida para padecer un nuevo tormento. El delito de haber traicionado a Dios en el tiempo terrenal está integralmente frente al alma en la eternidad; el error de haber rechazado a Dios en el tiempo terrenal está presente integralmente para atormentarla, en la eternidad.
En el fuego, las llamas simulan los espectros de lo que adoraron en la vida terrena, por medio de candentes pinceladas las pasiones se presentan con las más apetitosas apariencias y vociferan, vociferan su memento: "Quisiste el fuego de las pasiones. Experimenta ahora el fuego encendido por Dios, cuyo santo Fuego escarneciste".
A fuego corresponde fuego. En el Paraíso es fuego de amor perfecto. En el Purgatorio es fuego de amor purificador. En el Infierno es fuego de amor ultrajado. Dado que los electos amaron a la perfección, el Amor se da a ellos en su Perfección. dado que los que están en el Purgatorio amaron débilmente, el Amor se hace llama para llevarles a la Perfección. Dado que los malditos ardieron en todos los fuegos menos que en el Fuego de Dios, el Fuego de la ira de Dios les abrasa por la eternidad. Y en ese fuego hay hielo.
¡Oh, no podéis imaginar lo que es el Infierno! Tomad fuego, llamas, hielo, aguas desbordantes, hambre, sueño, sed, heridas, enfermedades, plagas, muerte, es decir, todo lo que atormenta al hombre en la tierra, haced una única suma y multiplicadla millones de veces. Tendréis sólo una sombra de esa tremenda verdad.
Al calor abrasador se mezcla el hielo sideral. Los condenados ardieron en todos los fuegos humanos y tuvieron únicamente hielo espiritual para con el Señor su Dios. Y el hielo les espera para congelarles una vez que el fuego les haya sazonado como a los pescados puestos a asar en la brasa. Este pasar del ardor que derrite al hielo que condensa es un tormento en el tormento.
¡Oh, no es un lenguaje metafórico, pues Dios puede hacer que las almas, ya bajo el peso de las culpas cometidas, tengan una sensibilidad igual a la de la carne, aún antes de que vuelvan a vestir dicha carne!Vosotros no sabéis y no creéis. Mas en verdad os digo que os convendría más soportar todos los tormentos de mis mártires que una hora de esas torturas infernales.
El tercer tormento será la oscuridad, la oscuridad material y la oscuridad espiritual. ¡Será permanecer para siempre en las tinieblas tras haber visto la luz del paraíso y ser abrazado por la Tiniebla tras haber visto la Luz que es Dios! ¡Será debatirse en ese horror tenebroso en el que solamente se ilumina, por el reflejo del espíritu abrasado, el nombre del pecado que les ha clavado en dicho horror! Será encontrar apoyo, en medio de ese revuelo de espíritus que se odian y se dañan recíprocamente,sólo en la desesperación que les enloquece y cada vez más les hace malditos. Será nutrirse de esa desesperación, apoyarse en ella, matarse con ella. Está dicho: La muerte nutrirá a la muerte. La desesperación es muerte y nutrirá a estos muertos eternamente.
Y os digo que, a pesar de que Yo creé ese lugar, cuando descendí a él para sacar del Limbo a los que esperaban mi venida, sentí horror de ese horror. Lo sentí Yo mismo, Dios; y si no hubiera sido porque lo que ha hecho Dios es inmutable por ser perfecto, habría intentado hacerlo menos atroz, porque Yo soy el Amor y ese lugar horroroso produjo dolor en Mí.
¡Y vosotros queréis ir allí!
¡Oh hijos, reflexionad sobre esto que os digo! A los enfermos se les da una amarga medicina; a los cancerosos se les cauteriza y cercena el mal. Ésta es para vosotros, enfermos y cancerosos, medicina y cauterio de cirujano. No la rechacéis. Usadla para sanaros. La vida no dura estos pocos días terrenos. La vida comienza cuando os parece que termina, y ya no acaba más.
Haced que para vosotros la vida se deslice donde la luz y el júbilo de Dios embellecen la eternidad y no donde Satanás es el eterno Torturador".
Y de “El misterio del más allá”, del P. Royo Marín, extraemos el siguiente texto:
El infierno existe, señores. Lo ha dicho Cristo. Poco importa que lo nieguen los incrédulos. A pesar de esa negativa, su existencia es una terrible realidad. Pero es conveniente que avancemos un poco más y tratemos de descubrir lo que hay en él.
El catecismo, ese pequeño librito en el que se contiene un resumen maravilloso de la doctrina católica, nos dice que el infierno es “el conjunto de todos los males, sin mezcla de bien alguno”. Maravillosa definición. Pero hay otra forma más profunda todavía: la que nos dejó en el Evangelio Nuestro Señor Jesucristo en persona. Es la misma frase que pronunciará el día del Juicio final: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno”. En esta fórmula terrible se contiene un maravilloso resumen de toda la teología del infierno.
Porque el infierno, fundamentalmente, lo constituyen tres cosas y nada más que tres: lo que llamamos en teología pena de daño, lo que llamamos pena de sentido y la eternidad de ambas penas. Ahí tenemos toda la teología esencial del infierno; todo lo demás son circunstancias accidentales. Pues esas tres cosas están maravillosamente registradas y resumidas en la frase de Cristo: “Apartaos de Mí, malditos (pena de daño), al fuego (pena de sentido) eterno (eternidad de ambas penas)”.
Señores: maravilloso resumen el de Nuestro Señor Jesucristo. Vamos a meditarlo por partes.
Lo principal del infierno es lo que llamamos en teología la pena de daño. La condenación propiamente dicha, que consiste en quedarse privado y separado de Dios para toda la eternidad. Eso es lo fundamental del infierno.
Ya estoy oyendo la carcajada del incrédulo: “¿De verdad, Padre, que lo más terrible que hay en el infierno es estar privado o separado de Dios para toda la eternidad? Pues entonces, no tengo inconveniente en ir al infierno. Porque en este mundo sé prescindir muy bien de Dios, no me hace falta absolutamente para nada. De manera que si lo más terrible que me voy a encontrar en el infierno es que allí no tendré a Dios, ya puede enviarme allá cuando le plazca”.
¡Pobrecito! No sabes lo que dices, ¡no sabes lo que dices! Escúchame un momento, que puede ser que dentro de cinco minutos hayas cambiado de pensar. Escucha.
Te gusta la belleza, ¿verdad? ¡Vaya si te gusta! Sobre todo cuando se te presenta en forma de mujer...
Te gusta el dinero, ¿verdad? Te gustaría mucho ser millonario. Quién sabe si precisamente por eso: porque te gusta tanto el dinero, porque has robado tanto, porque has cometido tantas injusticias, no quieres saber nada de la religión y del más allá.
Si eres una muchacha frívola, ligerilla, mundana, ¡cómo te gustaría ser una estrella cinematográfica, aparecer en primer plano en todas las pantallas, en la portada de todas las revistas cinematográficas del mundo, ser una figura de fama mundial, que todo el mundo hablara de ti...! ¡Cómo te gustaría todo esto! ¿Verdad?
Pues mira: todas esas cosas no son más que “gotitas” de una felicidad efímera, que no llena el corazón. ¡Si lo sabes tú mismo de sobra! Nunca te has sentido del todo bien, del todo satisfecho, del todo feliz, ¡jamás! En los caminos del mundo, del demonio, de la carne no se encuentra la verdadera y auténtica felicidad, ¡lo sabes muy bien por experiencia!
Ahora bien: en el momento mismo de tu muerte, cuando tu alma se arranque del cuerpo, aparecerá delante de ti un panorama completamente insospechado. Verás delante de ti como un mar inmenso, un océano sin fondo ni riberas. Es la eternidad, inmensa e inabarcable, sin principio ni fin. Y comprenderás clarísimamente, a la luz de la eternidad, que Dios es el centro del Universo, la plenitud total del Ser. Verás clarísimamente que en Él está concentrado todo cuanto hay de belleza y de riqueza, y de placer, y de honor, y de alabanza, y de gloria, y de felicidad inenarrable. Y cuando, con una sed de perro rabioso, trates de arrojarte a aquel océano de felicidad que es Dios, saldrán a tu encuentro unos brazos vigorosos que te lo impidan, al mismo tiempo que oirás claramente estas terribles palabras: “¡Apártate de Mí, maldito!” ¡Ah! Entonces sabrás lo que es bueno, y entonces verás que la pena de sentido, la pena de fuego que voy a describir inmediatamente, no tiene importancia, es un juguete de niños ante la rabia y desesperación espantosa que se apoderará de ti cuando veas que has perdido aquel océano de felicidad inenarrable para siempre, para siempre, para toda la eternidad.
Dios, señores, actuará sobre los réprobos como una especie de electroimán incandescente: les atraerá y abrasará al mismo tiempo. En este mundo no podemos formarnos la menor idea del tormento espantoso que esto ocasionará a los condenados. Esto es lo que constituye la entraña misma de la pena de daño.
Pero, me diréis: “Padre, ¿y por qué rechaza Dios a los que de manera tan vehemente tienden a Él? ¿No supone esto, acaso, falta de bondad y de misericordia?”
De ninguna manera, señores. Reflexionad un poco en la psicología del condenado. El condenado no se arrepiente ni se arrepentirá jamás de sus pecados. Tiende irresistiblemente a Dios, al mismo tiempo que le odia con todas sus fuerzas. Esa tendencia no es arrepentimiento, sino egoísmo refinadísimo. Tiende a Dios porque ve con toda evidencia que, poseyéndole, sería completa y absolutamente feliz, pero sin arrepentirse de haberle ofendido en este mundo.
El condenado no se arrepiente ni puede arrepentirse, porque en la eternidad son imposibles los cambios sustanciales. Nadie puede cambiar elúltimo fin libremente elegido en este mundo. La muerte nos dejaráfosilizados en el bien o en el mal, según nos encuentre en el momento de producirse. Si nos encuentra en gracia de Dios, la muerte nos fosilizará en el bien: ya no podremos pecar jamás, ya no podremos perder a Dios. Pero si la muerte nos sorprende en pecado mortal, quedaremos fosilizados en el mal, ya no podremos arrepentirnos jamás.
El condenado tiende a Dios con un refinadísimo egoísmo. Esa tendencia inmoral, no solamente no le justifica ante Dios, sino que es su último y eterno pecado. Desea a Dios por puro egoísmo, para gozar de la felicidad inmensa que su posesión le produciría; pero sin la menor sombra de amor o de arrepentimiento. En estas condiciones es muy justo, señores, que Dios le rechace: es necesario que sea así. Por eso os decía que Dios actúa sobre el condenado como un electroimán incandescente: le atrae y le quema al mismo tiempo. No podemos formarnos idea, acá en la tierra, del tormento espantoso que esto ocasionará a los condenados.
Y luego viene la pena de sentido, que, con ser terrible, no tiene importancia, comparada con la de daño. Es la pena del fuego. Yo no sé, señores, porque la Iglesia Católica no lo ha definido expresamente, si el fuego del infierno es de la misma naturaleza que el fuego de la tierra: no lo sé. Lo único que sé es que se trata de un fuego real, no imaginario o metafórico. Hay una declaración oficial de la Sagrada Penitenciaría Apostólica contestando a la pregunta de un sacerdote que preguntó qué tenía que hacer con un penitente que no aceptaba la realidad del fuego del infierno, como si se tratase únicamente de una metáfora evangélica. La Sagrada Penitenciaría contestó que ese penitente debía ser instruido convenientemente en la verdad, y si después de la debida instrucción se obstinaba en no querer aceptar la realidad del fuego del infierno, había que negarle la absolución. Está claro, señores.
El fuego del infierno es un fuego real, no metafórico, aunque no podemos precisar si es o no de la misma naturaleza que el fuego de la tierra. Desde luego tiene propiedades muy distintas, porque el fuego del infierno atormenta, no solamente los cuerpos, sino también las almas; y no destruye, sino que conserva la vida de los que entran en sus dominios.
Me acuerdo en estos momentos de aquel pobre muchacho de la provincia de Santander. Era un pobre vaquerillo que cuidaba las vacas de su propia casa. Y un día, en el establo de las vacas, se declaró un incendio. El muchacho, que estaba viendo la catástrofe económica que se les venía encima, penetró en el establo ardiendo con el fin de hacer salir las vacas por la puerta trasera. Y como tardaba mucho en salir y el incendio crecía por momentos, el padre del muchacho quiso lanzarse también, ya no por las vacas, sino por sacar a su hijo que iba a perecer abrasado. Cinco hombres apenas podían sujetarle. De pronto, el muchacho salió gritando y con los vestidos ardiendo. El mismo se arrojó de cabeza a una poza de agua que tenían allí cerca para abrevadero de las vacas y se hundió rápidamente en ella. Cuando poco después salió del agua, con quemaduras mortales, gritaba espantosamente al mismo tiempo que decía: “¡Confesión, confesión, que me quemo; confesión, que me abraso!” Pocas horas después de recibir el Viático murió retorciéndose con terribles dolores.
Señores: yo no sé si el fuego del infierno es de la misma naturaleza que el de la tierra, pero sé que es un fuego real, no metafórico, y que atormentará a los condenados para toda la eternidad. Lo ha revelado Dios y lo mismo da creerlo que dejarlo de creer. Las cosas son así, aunque nos resulten incómodas y molestas.
Pero lo más espantoso del infierno, señores, es la tercera nota, la tercera característica: su eternidad. El infierno es eterno.
¿Habéis contemplado la escena alguna vez a la orilla de un río o del mar? Cuando el pescador nota que el pez ha mordido el anzuelo, tira con fuerza de la caña y el pez se retuerce desesperadamente fuera del agua. Se está ahogando. Sus pobres branquias no están adaptadas para respirar directamente el oxígeno del aire: necesita absorberlo diluido en el agua. Su agonía es terrible, pero dura unos momentos nada más. Muy pronto da un nuevo y desesperado coletazo y queda inmóvil: ha muerto ahogado.
Imaginad ahora, señores, el caso de un hombre aparentemente muerto que vuelve a la vida en el sepulcro, y se da cuenta de que le han enterrado vivo. Su tormento no durará más que unos minutos, pero ¡qué espantosa desesperación experimentará cuando se encuentre en aquel ataúd estrecho y oscuro, cuando vea que no se puede mover, que le es imposible liberarse de su espantosa cárcel! ¡Qué angustia, qué desesperación tan espantosa! Pero durará unos minutos nada más, porque por asfixia morirá muy pronto, esta vez definitivamente.
Pues imaginad ahora lo que será un tormento y desesperacióneternos.
La eternidad no tiene nada que ver con el tiempo, no tiene relación alguna con él. En la esfera del tiempo pasarán trillonadas de siglos y la eternidad seguirá intacta, inmóvil, fosilizada en un presente siempre igual. En la eternidad no hay días, ni semanas, ni meses, ni años, ni siglos. Es un instante petrificado, es como un reloj parado, que no transcurrirá jamás, aunque en la esfera del tiempo transcurran millones de siglos.
¡Un trillón de siglos! Esa frase se dice muy pronto, la palabra trillón se pronuncia con mucha facilidad. Ya no es tan sencillo escribirla: hay que escribir la unidad seguida de dieciocho ceros. ¿Pero sabéis lo que un trillón da de sí? Si repartiéramos un trillón de céntimos entre todos los habitantes del mundo, al terminar el reparto cada uno de ellos tendría cinco millones de pesetas. ¡Lo que da de sí un trillón, aunque sea simplemente de céntimos!
Pues cuando en la esfera del tiempo habrá transcurrido un trillón de siglos la eternidad permanecerá intacta, sin haber sufrido el menor arañazo. El instante eterno seguirá petrificado.
Señores: el infierno es eterno. ¡Lo ha dicho Cristo! Poco importa que los incrédulos se rían. Sus burlas y carcajadas no lograrán cambiar jamás la terrible realidad de las cosas.
Pero, quizá me digáis: “Padre: para nosotros, los católicos, no hay problema. Creemos en la existencia y eternidad del infierno porque lo ha revelado Dios y esto nos basta. Pero ¿no le parece que para el que no tenga fe el dogma de la existencia y eternidad del infierno es como para desanimarle a abrazar el catolicismo? ¿Cómo puede compaginarse esa verdad tan terrible con el amor y la misericordia infinita de Dios,proclamados con tanta claridad e insistencia en las Sagradas Escrituras? Al incrédulo no le cabrá jamás en la cabeza esta contradicción, al parecer tan clara y manifiesta”.
Tenéis razón, amigos míos. El dogma del infierno, mirado de tejas abajo y prescindiendo de los datos de la fe, no cabe en la pobre cabeza humana. Humanamente hablando, a mí tampoco me cabe en la cabeza. No me cabe en la cabeza, aunque lo creo con toda mi alma porque lo ha revelado Dios.
Pero, ¿sabéis por qué a vosotros y a mí no nos cabe en la cabeza?
Recordad la bellísima leyenda. San Agustín estaba paseando un día junto a la orilla del mar y pensaba en el misterio insondable de la Santísima Trinidad, tratando de comprender cómo tres Personas distintas sean un solo Dios verdadero. Y dándole vueltas a su pobre inteligencia para descifrar el misterio, reparó en un niño pequeño que acababa de excavar en la arena de la playa un pequeño pocito que iba llenando de agua trasladándola del mar con una pequeña concha. San Agustín le preguntó: “¿Qué estás haciendo, pequeño?” Y el niño: “Quiero trasladar toda el agua del mar a este pequeño hoyito”. “Pero, ¿no ves que eso es imposible?” “Más imposible todavía es que tú puedas comprender el misterio insondable de la Santísima Trinidad. ¿No ves que el infinito no cabe ni puede caber en tu cabeza?” Y desapareció el niño, porque, según la bella leyenda, no era un niño, sino un ángel del cielo que Dios había enviado para darle a San Agustín aquella gran lección.
Señores: ésta es la verdadera explicación. Las cosas de Dios son inmensamente grandes, nuestra pobre cabeza humana es demasiado pequeña para poderlas abarcar. Es cierto que en la Sagrada Escritura se proclama clarísimamente la misericordia infinita de Dios; pero con no menor claridad se proclama también el dogma terrible del infierno. ¿Qué cómo se compaginan ambas cosas? No lo sé. Pero ahí están los hechos, claros e indiscutibles.
Sin embargo, señores, no deja de ser curioso que no nos quepa en la cabeza el dogma terrible del infierno, y nos quepan sin dificultad algunas otras cosas incomparablemente más serias todavía. Si lo pensáramos bien, el misterio inefable de la Encarnación del Verbo es incomparablemente más grande y estupendo que el de la existencia del infierno. Nos cabe en la cabeza y lo aceptamos plenamente que Dios Nuestro Señor se haya hecho hombre y haya muerto en una cruz para salvar a los hombres. Si un hombre se transformase en hormiga y se dejase matar para salvar a las hormigas, diríamos que se había vuelto loco. Y, sin embargo, señores, entre un hombre y una hormiga todavía hay alguna proporción, alguna semejanza; pero entre Dios y las criaturas no hay ninguna semejanza ni proporción: la distancia es rigurosamente infinita. Y Dios se hizo hormiga, se hizo hombre, para salvarnos a los hombres. Y no contento con esta humillación increíble, se dejó clavar en una cruz por aquellos mismos que venía a salvar. Y permitió que su Madre Santísima se convirtiese en la Reina y Soberana de los mártires, asistiendo a la terrible escena del Calvario, donde, a fuerza de increíbles dolores, conquistó su título de Corredentora de la humanidad.
Todo esto, señores, nos cabe perfectamente en la cabeza. Que Cristo esté clavado en la cruz, que su Madre Santísima sea la Virgen de los Dolores, con siete espadas en el corazón; todo esto, que es inmenso, que rebasa la capacidad intelectiva de los mismos ángeles del cielo, que no podrán comprender jamás con su portentosa inteligencia angélica, esto, señores, nos cabe perfectamente en nuestras pobres cabecitas humanas. Pero que ese mismo Dios que se ha vuelto loco de amor a los hombres mande al infierno para toda la eternidad al gusano asqueroso que abuse definitivamente de la sangre de Cristo, que traspase el corazón de la Virgen de los Dolores con las nuevas espadas de sus crímenes nefandos, ¡eso ya no nos cabe en la cabeza!
Señores: tenemos que reconocer que no jugamos limpio. ¡No jugamos limpio! Nos caben en la cabeza cosas infinitamente más grandes, porque no hacen referencia a castigos y penas personales y no nos caben otras cosas infinitamente más pequeñas cuando se trata de castigar nuestros propios crímenes y pecados. Señores: no jugamos limpio; hay aquí una falta evidente de honradez.
“¿Pero no es Dios infinitamente misericordioso?”
¿Lo preguntas tú? ¿Cuántas veces te ha perdonado Dios? ¿Cinco? ¿Cinco mil? ¿Cincuenta mil? ¿Y todavía preguntas si Dios es infinitamente misericordioso? ¿Pero no sabes que si Dios no fuese infinitamente misericordioso, el mismo día que cometiste el primer pecado mortal se hubiera abierto la tierra y te hubiera tragado al infierno para toda la eternidad? Precisamente porque Dios es infinitamente misericordioso espera con tanta paciencia que se arrepienta el pecador y le perdona en el acto, apenas inicia un movimiento de retorno y de arrepentimiento. Dios no rechaza jamás, jamás, al pecador contrito y humillado. No se cansa jamás de perdonar al pecador arrepentido, porque es infinitamente misericordioso, precisamente por eso. ¡Ah!, pero cuando voluntariamente, obstinadamente, durante su vida y a la hora de la muerte, el pecador rechaza definitivamente a Dios, sería el colmo de la inmoralidad echarle a Dios la culpa de la condenación eterna de ese malvado y perverso pecador.
No puede tolerarse tampoco la ridícula objeción que ponen algunos: “Está bien que se castigue al culpable; pero como Dios sabe todo lo que va a ocurrir en el futuro, ¿por qué crea a los que sabe que se han de condenar?”
Señores: esta nueva objeción es absurda e intolerable. No es Dios quien condena al pecador. Es el pecador quien rechaza obstinadamente el perdón que Dios le ofrece generosamente. Es doctrina católica, señores, que Dios quiere sinceramente que todos los hombres se salven. A nadie predestina al infierno. Ahí está Cristo crucificado para quitarnos toda duda sobre esto. Ahí está delante del crucifijo la Virgen de los Dolores. Dios quiere que todos los hombres se salven, y lo quiere sinceramente, seriamente, con toda la seriedad que hay en la cara de Cristo Crucificado. Dios quiere que todos los hombres se salven; pero, cuando obstinadamente, con toda sangre fría, a sabiendas, se pisotea la sangre de Cristo y los dolores de María, señores: el colmo del cinismo, el colmo de la inmoralidad sería preguntar por qué Dios ha creado a aquel hombre sabiendo que se iba a condenar. Señores: el colmo de la inmoralidad.
Es ridículo, señores, tratar de enmendarle la plana a Dios. Lo ha dispuesto todo con infinita sabiduría, y aunque, en este mundo no podamos comprenderlo, también con infinito amor y entrañable misericordia. Más que entretenernos vanamente en poner objeciones al dogma del infierno –que en nada alterarán su terrible realidad– procuremos evitarlo con todos los medios a nuestro alcance. Por fortuna estamos a tiempo todavía. ¿Nos horroriza el infierno? Pues pongamos los medios para no ir a él.
En realidad, como os decía el primer día, éste es el único gran negocio que tenemos planteado en este mundo. Todos los demás no tienen importancia. Son problemitas sin trascendencia alguna.
¡Muchacho, estudiante que me escuchas! El suspenso, el quedar en ridículo, el perder las vacaciones..., ¡cosa de risa! No tiene importancia alguna.
¡Millonario que te has arruinado, que viniste a menos, que estás sumergido en una miseria vergonzante...!, ¡cosa de risa! Dentro de unos años, se acabó todo.
Tú, el que en una catástrofe automovilística has perdido a tu padre, a tu madre, a tu mujer o a tu hijo, permíteme que te diga: ¡cosa de risa! Allá arriba les volverás a encontrar.
Y tú, la mujer mártir del marido infiel, o el marido víctima de la mujer infame. Humanamente hablando, eso es tremendo; pero mirado de tejas arriba, ¡cosa de risa! Ya volverá todo a sus cauces, en este mundo o en el otro.
La única desgracia terriblemente trágica, la única absolutamente irreparable, es la condenación eterna de nuestra alma. ¡Eso sí que es terrible sobre toda ponderación y encarecimiento!
¡Que se hunda todo: la salud, los hijos, los padres, la hacienda, la honra, la dignidad, la vida misma! ¡Que se hunda todo, menos el alma! La única cosa tremendamente seria: la salvación del alma.
Estamos a tiempo todavía. Cristo nos está esperando con los brazos abiertos.
¡Pobre pecador que me escuchas! Aunque lleves cuarenta o cincuenta años alejado de Cristo; aunque te hayas pasado la vida entera blasfemando de Dios y pisoteando sus santos mandamientos, fíjate bien: si quieres hacer las paces con Él no tendrás que emprender una larga caminata; te está esperando con los brazos abiertos. Basta con que caigas de rodillas delante de un Crucifijo, y honradamente, sinceramente, te arranques de lo más íntimo del alma este grito de arrepentimiento: “¡Perdóname, Señor! ¡Ten compasión de mí!” Yo te garantizo, por la sangre de Cristo, que en el fondo de tu corazón oirás, como el buen ladrón, la dulce voz del divino Crucificado, que te dirá: “Hoy mismo, al caer la tarde, al final de esta pobre vida, estarás conmigo en el Paraíso”.
Pero para ello Cristo te pone una condición sencillísima, facilísima. Que te presentes a uno de sus legítimos representantes en la tierra, a uno de los sacerdotes que dejó instituido en su Iglesia para que te extienda, en nombre de Dios, el certificado de tu perdón. Basta que hables unos pocos minutos con él. Te escuchará en confesión, te animará, te consolará con inmensa caridad y dulzura. Y en virtud de los poderes augustos que ha recibido del mismo Cristo a través de la ordenación sacerdotal, levantará después su mano y pronunciará la fórmula que será ratificada plenamente en el cielo. “Yo te absuelvo, vete en paz, y en adelante, no vuelvas a pecar”. Así sea.
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