¡Oh dulcísimo y muy amado Señor, a quien yo deseo ahora recibir devotamente, tú sabes mi enfermedad, y la necesidad que padezco, y en cuántos males y vicios estoy caído, cuántas veces soy agraviado, tentado, turbado, y ensuciado! A ti vengo por remedio, a ti demando consolación y alivio. A ti, Señor, que sabes todas las cosas, hablo, a quien son manifiestos todos los secretos de mi corazón, y que solo me puedes consolar y perfectamente ayudar. Tú sabes mejor que ninguno lo que me falta, cuán pobre soy en virtudes; vesme aquí delante de ti, pobre y desnudo, demandando gracia y pidiendo misericordia.
Harta, Señor, a este tu hambriento mendigo, enciende mi frialdad con el fuego de tu amor, alumbra mi ceguedad con la claridad de tu presencia, vuélveme todo lo terreno en amargura, todo lo contrario y pesado en paciencia, todo lo criado en menosprecio y olvido. Levanta, Señor, mi corazón a ti en el cielo, y no me dejes vaguear por la tierra. Tú solo, Señor, desde ahora me seas dulce para siempre, que tú solo eres mi manjar, mi amor, mi gozo, mi dulzura y todo mi bien.
¡Oh si me encendieses del todo en tu presencia y me abrasases y trasmudases en ti, para que sea hecho un espíritu contigo por la gracia de la unión interior y por derretimiento de tu abrasado amor! No me consientas, Señor, partirme de ti ayuno y seco, mas obra conmigo piadosamente, como muchas veces lo has hecho maravillosamente con tus santos. ¡Qué maravilla si todo yo estuviese hecho fuego por ti y desfalleciese en mí, pues tú eres fuego que siempre arde y nunca cesa, amor que alimpia los corazones y alumbra los entendimientos!
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