La Penitencia es un sacramento que nos auxilia a caminar en esta vía difícil hacia el cielo.
Jesús vino a nuestro mundo para quitar el pecado; como dijo San Juan Bautista, “Él es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29).
El Hijo de Dios no vino a este mundo para otra finalidad, sino ésta. Y para ello predicó el Evangelio de la Salvación, instauró el Reino de Dios entre nosotros, instituyó la Iglesia para llevar a cabo esta misión de arrancar el pecado de la humanidad, y murió en la Cruz, para con su muerte y resurrección justificarnos ante la Justicia divina.
Con el precio infinito de Su Vida, Él pagó nuestro rescate, reparó la ofensa infinita que nuestros pecados hacen contra la infinita Majestad de Dios. Y dejó a Su Iglesia la tarea de llevar el perdón a todos los que creen en Su Nombre. Por medio de la Confesión (= Penitencia, Reconciliación) la Iglesia cumple la voluntad de Jesús de llevar el perdón y la paz a los hijos de Dios.
Por desgracia muchos católicos aún no se han dado cuenta de la importancia capital de la Confesión, que sólo existe en la Iglesia católica. Cuando se den cuenta, los sacerdotes no van a tener descanso…
Hace más de 50 años que me confieso, y lo hago por lo menos una vez al mes, porque creo en las palabras de Jesús y de la Iglesia: “a quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados”.
Nunca tuve dificultades para confesarme. Está claro que contar las faltas a un hombre como tu es embarazoso y hasta un poco humillante. Pero es una “sagrada humillación”; que nos hace bien. San Francisco de Sales decía que “la humillación nos hace humildes”.
En la persona del sacerdote de la Iglesia, legítimamente ordenado, está el propio Jesús, que actúa en él “in persona Christi”, para lavar su alma con Su Sangre; y el sacerdote tiene terminantemente prohibido contar, sea a quien sea, lo que oye en Confesión. Es el secreto de Confesión. Puede ser excomulgado de la Iglesia si revela el pecado de un fiel.
Además de esto, es bueno confesarse con un hombre, pecador como yo, más o menos, porque así él me entiende. Lo difícil seria confesarse con un ángel, que no tiene pecados. Me gustaría decir que en estos años de mi vida, de Confesión frecuente, nunca me sentí maltratado, humillado o menospreciado en una Confesión; al contrario, siempre me sentí acogido en los brazos del Confesor, como si fueran los propios brazos de Cristo que me llevan de vuelta a casa del Padre.
El Confesor es como ese buen pastor que rescata la oveja del abismo del mundo, la coloca en los hombros y la lleva al aprisco seguro. Es una grande gracia que el Buen Pastor dejó para sus ovejas.
Solamente la Iglesia Católica recibió y guardó esta riqueza para ti, y espera que no la desprecies, pues al final costó la vida de Nuestro Señor.
El Sacramento de la Penitencia, llamado también de la Confesión, es por tanto el medio ordinario que Jesús dejó para nuestra santificación.
Me impresiona profundamente observar que el primer acto del Señor, después de la Resurrección, en el mismo día de esta, fue instituir el Sacramento de la Penitencia.
Es muy importante notar que éste fue el “primer acto” de Jesús después de la Resurrección: delegó a los Apóstoles el poder divino de perdonar los pecados: “a quien perdonéis los pecados, les quedan perdonados…” ¡No cabe la menor duda!
Juntamente con la Eucaristía, la Penitencia es un sacramento para caminar en este camino difícil hacia el cielo. El Señor sabe de nuestra miseria y flaqueza, y proveyó el remedio saludable. Si meditásemos profundamente este gran misterio, y conociésemos toda la miseria de nuestra alma, haríamos como algunos santos que querían confesarse diariamente…
Artículo publicado en el blog Cleofás
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