«El 13 de junio, festejamos a un gran santo franciscano muy amado por el pueblo croata, san Antonio de Padua (el pueblo italiano lo considera suyo, aunque es de origen portugués). A 15 minutos de distancia de Medjugorje hay un magnifico santuario que le ha sido dedicado. Cada año acuden allí decenas de miles de croatas. Muchos de ellos a pesar de provenir de comarcas muy alejadas llegan peregrinando a pie. Son escasas las familias que no cuentan con un “Ante” entre sus hijos. Tampoco Vicka escapa a la regla, ya que su hijo único varón se llama Ante.
Dios otorgó grandes carismas a san Antonio; uno de ellos fue el de la predicación en el Espíritu Santo. Cuando hablaba los corazones se abrían a Dios, cual flores al rayo de sol. San Francisco de Asís le había encargado que predicara y enseñara a sus hermanos. Me gusta mucho una época la predicación y enseñanza de sus hermanos. Me gusta mucho esta anécdota de su vida que cito de memoria. Un día en que estaba predicando, un transeúnte se detuvo para escucharlo. Este hombre había cometido muy graves pecados y solía mofarse de Dios. Sin embargo, al escuchar las palabras cargadas de gracia de Antonio su corazón se conmovió profundamente y percibió todo el amor de Jesús hacia su persona. Al verse a tal punto amado, comenzó a llorar a moco tendido, como si fuera una criatura; y sus sollozos aumentaban cuando recordaba todo el daño que le había causado a Jesús a causa de sus numerosos pecados. Tanto es así que tomó la determinación de cambiar de vida, de seguir a Jesús de todo corazón e ir a confesarse.
Se dirigió al confesionario del hermano Antonio; pero sus continuos sollozos le impedían pronunciar palabra. Antonio le propuso entonces que fuera a su casa y que escribiera sus pecados sobre una hoja de papel y que regresara luego al confesionario; y así lo hizo. Antonio leyó lentamente esta impresionante lista de pecados, mientras el hombre se limitaba a mover la cabeza en señal de consentimiento. La emoción que lo embargaba le impedía pronunciar palabra. Finalmente Antonio logró tranquilizar a su penitente, animándolo a cambiar de vida y a comenzar a vivir con Jesús según el Evangelio. Le indicó una penitencia y lo absolvió de todos sus pecados. ¡El hombre estaba en paz con Dios! Antonio dobló cuidadosamente la hoja de papel donde se encontraba la terrible lista de pecados y se la devolvió al pecador perdonado que partió ligero y feliz.
Al llegar a su casa, quiso quemar aquel papel. Lo desplegó y a su gran sorpresa vio que estaba en blanco… ¿Sus pecados? ¡Desaparecidos! ¡Volatilizados! ¡Dios había sido descubierto en flagrante delito de misericordia! Fue entonces cuando el hombre comprendió de manera más plena la gracia de la confesión. Cuando Dios ve que nos acercamos a él con una contrición verdadera, con el deseo de no pecar más y el propósito de cambiar de vida se regocija tanto que ¡no se contenta con perdonarnos los pecados sino que también los olvida! Ya no existen más. Son lavados en la sangre del Cordero. Pareciera como si Dios fuera amnésico ante el mal cometido.
Si nuestra contrición es sincera, también la deuda contraída a causa del pecado es borrada en forma parcial o total según el grado de profundidad de nuestro arrepentimiento. En otras palabras, el dolor por haber herido a Jesús a quien amamos, nos libera del Purgatorio ya sea parcial o totalmente. Los Padres del desierto afirmaban que el don de lágrimas era el mayor don que podemos esperar del Espíritu Santo. En efecto, produce una quemadura de amor, una quemadura muy bendecida que nos abre literalmente las puertas del Cielo.»
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