Para los cristianos es fundamental la celebración de aquellos sucesos que acaecieron hace casi dos mil años y desde entonces, son el fundamento de nuestra fe. Por tercera vez, desde el comienzo de su vida pública, acude a Jerusalén a celebrar la pascua con sus discípulos. Tiene 33 años. Ha ido por los caminos proclamando un mensaje de amor y de concordia. Dominados por los romanos, el pueblo judío esperaba un salvador. Lo reciben con palmas y vítores. Había predicado un mensaje revolucionario para aquella sociedad que había sido seguido principalmente por la gente sencilla. Los dirigentes religiosos de la época temían perder sus privilegios. Se acogían al cumplimento de innumerables preceptos olvidando el principal mandamiento del amor. Por última vez, Jesús se reúne a cenar con sus discípulos. Hay expectación. Esperan la palabra del maestro. Toma un pedazo de pan, lo reparte y dice: “Éste es mi cuerpo, que será sacrificado por vosotros.” Coge un cáliz de vino. Es la sangre que derramará generosamente por nosotros.
La condena de Cristo fue la mayor injusticia y el mayor error judicial de la historia. Sin defensa, sin nadie que hablara en su favor. Sólo la esposa de Pilatos manda un recado a su marido expresando su temor ante la importancia de la decisión que debe tomar. Aquella noche fue muy larga para todos. Al día siguiente, por nuestros pecados, quien no tenía culpa alguna muere en la cruz tras una larga agonía. Resucitará como lo había anunciado. Por nuestras calles, en nuestras iglesias, numerosos actos tienen lugar para recordar aquellos hechos. Invito a acudir a todos los que puedan.
Esta es nuestra fe y éste mi testimonio.
Jesús María Úriz
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