557. Llegan de Siquem los parientes de los tres niños
arrebatados a los bandoleros.
18 de enero de 1947.
1Jesús se
encuentra solo en la islita que está en medio del torrente. En la orilla,
pasado el torrente, juegan los tres niños y bisbisean en voz baja como para no
turbar la meditación de Jesús. De vez en cuando, el más pequeño da un gritito
de alegría al descubrir una piedrecita de bonito color o una tierna flor; los
otros le hacen callar diciendo: «¡Calla! Jesús está rezando...», y prosigue el
bisbiseo mientras las manitas moruchas construyen con la arena pequeños cubos y
conos que, en la imaginación infantil, serían casas y montañas.
Arriba
el Sol resplandece, hinchando cada vez más las yemas en los árboles y abriendo
capullos en los prados. El chopo tiembla con sus hojas verdegrises, y los
pájaros, engarbados, regatean, con quiebros de amor o de rivalidad que terminan
unas veces en canto, otras en chillido de dolor.
Jesús
ora. Sentado en la hierba, amparado por una mata de juncos que hay entre Él y
el sendero de la orilla, está absorto en su oración mental. En algunas
ocasiones alza los ojos para observar a los pequeños que juegan en la hierba,
luego los baja de nuevo y se recoge otra vez en sus pensamientos.
2Veloces pasos
entre las plantas de la orilla y la irrupción de Juan en la islita ponen en
fuga a los pájaros, que alzan velocísimos el vuelo desde la cima del chopo,
poniendo fin así a su carrusel con un chirrido producido por el miedo.
Juan
no ve inmediatamente a Jesús, tapado por los juncos; un poco desorientado,
grita: «¿Dónde estás, Maestro?».
Jesús
se pone en pie mientras los tres niños gritan desde la orilla opuesta: «¡Allí
está! ¡Detrás de las hierbas altas!».
Pero
Juan ha visto ya a Jesús y va donde Él. Dice: «Maestro, han venido los
parientes, los parientes de los niños. Y con muchos de Siquem. Han ido donde
Malaquías, y Malaquías los ha llevado a la casa. Yo he venido a buscarte».
«¿Judas
dónde está?».
«No
lo sé, Maestro. Ha salido nada más llegar Tú aquí, y no ha vuelto. Estará por
la ciudad. ¿Quieres que le busque?».
«No,
no hace falta. Quédate aquí con los niños. Quiero hablar antes con los
parientes».
«Como
quieras, Maestro».
Jesús
se marcha. Juan va donde los niños y se pone a ayudarlos en la gran empresa de
hacer un puente sobre un imaginario río hecho con largas hojas de caña puestas
en el suelo simulando el agua...
3Jesús entra en
la casa de María de Jacob, que está en la puerta esperándole y que le dice:
«Han subido a la terraza. Los he llevado allí para ofrecerles descanso. Pero,
ahí viene Judas deprisa, viene del pueblo. Voy a esperarle y luego preparo un
refrigerio a los peregrinos, que están muy cansados».
También
Jesús espera a Judas en la entrada, un poco obscura respecto a la luz exterior.
Judas no ve inmediatamente a Jesús y, al entrar, dice altaneramente a la mujer:
«¿Dónde están los de Siquem? ¿Es que ya se han marchado? ¿Y el Maestro? ¿Nadie
le llama? Juan...». Ve a Jesús y cambia de tono diciendo: «¡Maestro! Cuando lo
he sabido de pura casualidad, he venido corriendo... ¿Estabas ya en casa?».
«Estaba
Juan, y me ha buscado».
«Yo...
yo también habría estado, pero en la fuente me invitaron algunos a explicarles
algunas cosas...».
Jesús
no responde nada. No abre la boca, si no es para saludar a los que le están
esperando, sentados parte en los muretes de la terraza y parte en la habitación
que da a ella, los cuales, en cuanto le han visto, se han levantado
respetuosos.
Jesús,
después del saludo colectivo, saluda a algunos por el nombre, con el estupor
contento de éstos, que dicen: «¿Te acuerdas todavía de nuestros nombres?».
Deben de ser los habitantes de Siquem.
Y
Jesús responde: «De vuestros nombres, de vuestras caras y de vuestras almas.
¿Habéis acompañado a los parientes de los niños? ¿Son ésos?».
«Son
ésos. Han venido a recogerlos y nos hemos unido a ellos para agradecerte tu
piedad para con esos hijitos de mujer samaritana. ¡Sólo Tú sabes hacer estas
cosas!... Tú eres siempre el Santo que hace solamente obras santas. Nosotros
también te hemos recordado siempre. Y ahora, sabiendo que estabas aquí, hemos
venido. Para verte y decirte que te agradecemos el que nos hayas elegido como
refugio tuyo y el que nos hayas amado en los hijos de nuestra sangre. 4Pero
escucha a los parientes».
Jesús,
seguido por Judas, se dirige a ellos y los saluda nuevamente, invitándolos a
hablar.
«Nosotros
‑ no sé si lo sabes ‑ somos los hermanos de la madre de los niños. Y estábamos
muy enojados con ella porque, estúpidamente y contra nuestro consejo, quiso esa
boda infeliz. Nuestro padre fue débil respecto a la única hija de entre su numerosa
prole; tanto que también nos enojamos con él, y, durante años, entre nosotros
hubo silencio y separación. Luego, sabiendo que la mano de Dios pesaba sobre la
mujer y que en su casa había miseria ‑ porque una unión impura no tiene la
defensa de la bendición divina ‑ tomamos con nosotros de nuevo, en nuestra
casa, a nuestro anciano padre, para que no tuviera otro dolor aparte de la
miseria en que se consumía la mujer. Luego ella murió. Lo supimos. Tú habías
pasado hacía poco tiempo y se hablaba de ti entre nosotros... Y nosotros,
venciendo el enojo, ofrecimos al hombre, a través de éste y éste (dos de
Siquem), tomar con nosotros a los niños. Eran mitad sangre nuestra. Dijo que
prefería muertos a todos de mala muerte, antes que que vivieran por nuestro pan.
¡No tuvimos ni a los niños ni, ni siquiera, el cuerpo de nuestra hermana, para
que recibiera sepultura según nuestros ritos! Y entonces le juramos odio, a él
y a su sangre. Y el odio cayó sobre él como una maldición, tanto que de libre
le hizo siervo, y de siervo... un muerto que acabó sus días como un chacal en
un maloliente cuchitril. Nunca lo habríamos sabido, porque hacía mucho que todo
había muerto entre nosotros. 5Y cuando hace ocho noches vimos
aparecer en nuestro patio a esos bandoleros, mucho temimos; sólo eso. Y luego,
al saber por qué habían aparecido, el enojo ‑ no el dolor - nos mordió como un
veneno, y nos apresuramos a despedir a los bandidos ofreciéndoles una buena
recompensa para tenerlos como amigos, y nos quedamos asombrados al oírles que
ya se habían cobrado y que no querían más».
Judas
rompe al improviso el silencio atento de todos con una irónica carcajada, y
grita: «¡Su conversión! ¡Verdaderamente total!».
Jesús
le mira con severidad; los demás, con asombro. El que estaba hablando prosigue:
«¿Y qué más podías pretender de ellos? ¿No es ya mucho haber ido guiando al
zagal y desafiando peligros, sin pretender la merced? Desgraciada vida requiere
desgraciada costumbre. Seguro que no fue abundante el botín que sacaron de ese
necio muerto como un vagabundo. No fue abundante. Y apenas suficiente para
quienes deben suspender sus rapiñas durante diez días al menos. Tanto nos
asombró su honestidad, tanto, que les preguntamos que qué voz les había hablado
inculcando esta piedad. Y así supimos que un rabí les había hablado... ¡Un
rabí! Sólo Tú. Porque ningún otro rabí de Israel podría hacer lo que Tú has
hecho. Una vez que se marcharon, preguntamos mejor al amedrentado zagal y
supimos con más exactitud las cosas. En un principio sabíamos sólo que el
marido de nuestra hermana se había muerto y que los niños estaban en Efraím con
un justo; y luego, que este justo, que era rabí, había hablado con ellos.
Inmediatamente pensamos que eras Tú. Llegados a Siquem al rayar el alba, nos
asesoramos con éstos, porque todavía no estábamos decididos respecto a hacernos
cargo de los niños o no. Pero éstos nos dijeron: "¿Cómo! ¿Y vais a hacer
que el amor del Rabí de Nazaret por esos niños haya sido inútil? Porque seguro
que es Él, no lo dudéis. Es más, vamos todos donde Él porque su benignidad para
con los hijos de Samaria es grande". Y, dejando arregladas nuestras cosas,
hemos venido. 6¿Dónde están los niños?».
«Junto
al torrente. Judas, ve a decirles que vengan».
Judas
va.
«Maestro,
es un duro encuentro para nosotros. Esos niños nos recuerdan todas nuestras
angustias. Todavía dudamos si hacernos cargo de ellos. Son hijos del más fiero
enemigo que jamás tuvimos en el mundo...».
«Son
hijos de Dios. Son inocentes. La muerte anula el pasado y la expiación obtiene
perdón, por parte de Dios también. ¿Queréis ser más severos que Dios?, ¿más
crueles que los bandidos?, ¿más obstinados que ellos? Los bandidos querían
matar al zagal y quedarse con los niños: matar al zagal, por precavida defensa;
quedarse con los niños, por compasión humana hacia los indefensos. El Rabí
habló y ellos no mataron, y condescendieron incluso en guiar hasta vosotros al
zagal. ¿Voy a tener que conocer la derrota con corazones rectos, habiendo
derrotado al delito?...».
«Es
que... somos cuatro hermanos y ya hay treinta y siete niños en nuestra
casa...».
«¿Y
donde encuentran alimento treinta y siete gorrioncillos, porque el Padre de los
Cielos les procura el grano, no van a encontrarlo cuarenta? ¿O es que el poder
del Padre no va a procurar el alimento a otros tres, es más: a cuatro, hijos
suyos? ¿Tiene un límite esta divina Providencia? ¿Va a zozobrar el Infinito por
hacer más fecundos vuestras semillas, árboles y ovejas, para que sean siempre
suficientes el pan, el aceite, el vino, la lana y la carne para vuestros hijos
y otros cuatro pobres niños que se han quedado solos?».
«¡Son
tres, Maestro!».
«Son
cuatro. También es huérfano el zagal. ¿Podríais, si se os apareciera Dios aquí,
sostener que vuestro pan está tan justo, que no se podría dar de comer a un
huérfano? La piedad hacia el huérfano está prescrita en el Pentateuco...».
«No
podríamos sostenerlo, Señor. Es verdad. No vamos a ser inferiores a los
bandidos. Daremos pan, ropa y alojamiento también al zagal. Por amor a ti».
«Por
amor. Por todo el amor. A Dios, a su Mesías, a vuestra hermana, a
vuestro prójimo. ¡Éstos son el obsequio y perdón que habéis de dar a vuestra
sangre! No un frío sepulcro para sus cenizas. Perdón y paz. Paz para el
espíritu del hombre que pecó. Pero no sería sino un falso perdón, sólo externo;
y no significaría en absoluto paz para el espíritu de la difunta que es hermana
vuestra y madre de los niños, si a la justa expiación de Dios se uniera, dando
penoso tormento, el conocimiento de que sus hijos siendo inocentes, expían su pecado.
La misericordia de Dios es infinita. Pero unid a ella la vuestra para dar paz a
la difunta».
«¡Lo
haremos! ¡Lo haremos! Ante nadie se habría doblegado nuestro corazón, pero ante
ti sí, Rabí, que has pasado un día entre nosotros sembrando una semilla que no
ha muerto ni morirá».
«¡Amén!
7Ahí están los niños...» Jesús los señala ‑ se dirigen hacia la casa
‑ indicando el ribazo del torrente. Los llama.
Y
ellos sueltan las manos de los apóstoles y van corriendo y gritando: «¡Jesús!
¡Jesús!». Entran, suben la escalera, están ya en la terraza... se detienen,
atemorizados, ante tantos extraños que los miran.
«Ven,
Rubén, y tú, Eliseo, y tú, Isaac. Éstos son los hermanos de vuestra mamá, y han
venido por vosotros para uniros a sus hijos. ¿Veis qué bueno es el Señor? Igual
que la paloma aquella de María de Jacob que vimos que anteayer daba de comer a
una cría no suya sino de su hermano muerto. Él os recoge y os da a éstos para
que os cuiden y ya no seáis huérfanos. ¡Ánimo, saludad a vuestros parientes!».
«El
Señor esté con vosotros, señores» dice tímidamente el mayor, mirando al suelo.
Y los dos más pequeños hacen coro.
«Éste
es muy parecido a su madre, y también éste; éste, sin embargo (el mayor), es
igual que su padre» observa uno de los parientes.
«Amigo
mío, no creo que seas tan injusto, que hagas diferencias de amor por una
semejanza de cara» dice Jesús.
«¡No!
Eso no. Observaba... y pensaba... No quisiera que tuviera del padre también el
corazón».
«Es
un niño tierno todavía. En sus palabras sencillas se transparenta un amor por
su madre bastante más vivo que cualquier otro amor».
8«Pero los
mantenía mejor de lo que creíamos. Están vestidos y calzados con decoro. Quizás
había hecho fortuna...».
«Yo
y mis hermanos tenemos la ropa nueva porque Jesús nos ha vestido. No teníamos
ni sandalias ni manto. En todo estábamos como el pastor» dice el segundo, que
es menos tímido que el primero.
«Te
compensaremos todo, Maestro» responde uno de los parientes, y añade: «Joaquín
de Siquem tenía las dádivas de la ciudad. Pero añadiremos más dinero
todavía...».
«No.
No quiero dinero. Quiero una promesa. Vuestra promesa de amor a estos que he
arrebatado a los bandoleros. Las ofrendas... Malaquías, tómalas para los pobres
que tú conoces, y cuenta entre ellos a María de Jacob, porque bien pobre es su
casa».
«Como
quieras. Si son buenos, los querremos» .
«Lo
seremos, señor. Sabemos que hay que serlo para volvernos a encontrar con
nuestra mamá y remontar el río hasta el seno de Abraham, y no soltar el hilo de
nuestra barca de las manos de Dios para que no nos arrastre la corriente del
demonio» dice Rubén todo de corrido.
«Pero,
¿qué dice el niño?».
«Una
parábola que me han oído a mí. La dije para consolar su corazón y darles a sus
espíritus una guía. Y los niños la han guardado en su memoria y la aplican en
todas sus acciones. Familiarizaos con ellos mientras hablo a estos de
Siquem...».
9«Maestro, una
cosa todavía. Lo que nos asombró en los bandidos fue el ruego de que dijéramos
al Rabí que tenía consigo a los niños que los perdonara si se habían tomado
mucho tiempo para ir; que se considerara que a ellos no les estaban abiertos
todos los caminos y que la presencia de un niño en su grupo había impedido
largas marchas por las angosturas escabrosas».
«¿Has
oído, Judas?» dice Jesús a Judas Iscariote, que no replica.
Luego
Jesús se aísla con los de Siquem, que le arrebatan la promesa de una visita,
aunque sea breve, antes del ardor del verano. Y, entretanto, le cuentan a Jesús
cosas de la ciudad, y cómo se acuerdan de Él los que fueron curados en el alma
o en el cuerpo.
Mientras,
Judas y Juan se dedican a estrechar los vínculos entre los niños y sus
familiares...
558. Con la comitiva que regresa a Siquem. Parábola de la gota que excava la roca.
21 de enero de 1947.
1Jesús va
andando por un camino solitario; delante de Él, los parientes de los niños; a
su lado, los de Siquem. Están en una zona desierta. No se ve ningún centro
habitado. A los niños los han montado en unos burritos cuyos ramales lleva un
pariente, cuidando del niño. Los otros burritos, libres de caballeros porque
los de Siquem han preferido ir a pie para estar cerca de Jesús, preceden al
grupo de los hombres, en manada y rebuznando de vez en cuando de alegría por
volver al establo sin peso alguno, en un espléndido día, entre lindazos orlados
de hierba nueva en la que de vez en cuando hunden sus ollares para saborear un
bocado y luego, con ambladura juguetona, caracolean y dan alcance a sus
compañeros cabalgados, lo cual hace reír a los niños.
Jesús
habla con los de Siquem o escucha sus conversaciones. Es patente que los
samaritanos se sienten orgullosos de tener con ellos al Maestro, y sueñan más
de lo que conviene; tanto, que dicen a Jesús, señalando los montes altos que
están a la izquierda de quien camina hacia el Norte: «¿Ves? Mala fama tienen el
Ebal y el Garizim. Pero, para ti al menos, son mucho mejores que Sión. Y
serían totalmente buenos si Tú quisieras, eligiéndolos como morada tuya. Sión
es siempre guarida de los Jebuseos. Y los de ahora son para ti todavía más
enemigos que los antiguos para David*. Él, porque hizo uso de la violencia,
tomó la ciudadela; pero Tú, que no haces uso de la violencia, no reinarás allí.
Nunca. Quédate aquí con nosotros, Señor, que nosotros te honraremos».
Jesús
responde: «Decidme: ¿me habríais amado si con violencia os hubiera querido
conquistar?».
«Verdaderamente...
no. Te queremos precisamente porque eres todo amor».
«¿Por
esto, entonces, por el amor, reino en vuestros corazones?».
«Así
es, Maestro. Pero es porque hemos acogido tu amor. Ellos, los de Jerusalén, no
te aman».
«Es
verdad. No me aman. 2Pero, vosotros que sois todos muy expertos en
el comercio, decidme: cuando queréis vender, comprar y ganar, ¿acaso os
desalentáis porque en ciertos lugares no os estimen?, ¿o, más bien, realizáis
igualmente vuestros negocios preocupándoos sólo de hacer buenas compras y
ventas, sin tener en cuenta si del dinero que ganáis está ausente la estima de
quien con vosotros ha comprado o vendido?».
«Sólo
nos preocupamos del negocio. Poco nos importa si al negocio le falta la estima
de quien trata con nosotros. Terminado el negocio, terminado el contacto. La
ganancia queda. El resto... no tiene valor».
_____________________
* David en la toma de
Jerusalén, narrada en 2 Samuel 5, 6‑10; 1 Crónicas 11, 4‑9.
«Bueno,
pues, Yo también, Yo, que he venido a actuar los intereses del Padre mío, me
debo preocupar sólo de esto. Que luego, en donde actúo estos intereses,
encuentre estima o burla o frialdad, eso a mí no me preocupa. En una ciudad
comercial, no con todos se gana, no con todos se hacen compras y ventas; sino
que, aunque se trate con uno sólo, si se saca una buena ganancia, se dice que
ese viaje no ha sido inútil, y se vuelve una y otra vez. Porque lo que la
primera vez no se obtiene sino con uno se obtiene con tres la segunda, con
siete la cuarta, con muchos las otras. ¿No es así? Yo, respecto a las
conquistas para el Cielo, hago como vosotros para vuestros negocios: insisto,
persevero, encuentro que es suficiente la pequeña ‑ en cuanto al número ‑ pero
grande ‑ una sola alma salvada es ya una cosa grande ‑, grande compensación
conseguida con mi esfuerzo. Cada vez que voy allí y supero ‑ por conquistar,
como Rey del espíritu, aunque sólo sea a un súbdito ‑ todo lo que puede ser una
reacción del Hombre, no digo, no, que haya sido inútil el que haya ido, ni que
hayan sido inútiles los dolores o las fatigas; al contrario, digo que las
burlas, injurias y acusaciones han sido santas, dulces, deseables. No sería un
buen conquistador si me detuviera ante los obstáculos representados por
graníticas fortalezas».
«Pero
necesitarías siglos para superar estos obstáculos. Tú... eres un hombre y no
vivirás siglos. ¿Por qué perder tu tiempo donde no te aceptan?».
«Viviré
mucho menos. Es más, pronto ya no estaré con vosotros. Dejaré de ver albas y
ocasos, en cuanto hitos de días que surgen y días que concluyen, y los
contemplaré únicamente como bellezas de la Creación y alabaré por ellos al Creador que los
hizo y que es Padre mío; dejaré de ver el florecimiento de las plantas y la maduración
de los cereales, y no tendré necesidad de los frutos de la tierra para
mantenerme en vida, porque, una vez que haya vuelto a mi Reino, me nutriré de
amor. Pero, a pesar de todo, derribaré esas muchas fortalezas fuertemente
cerradas que son los corazones de los hombres.
3Observad esa
piedra de ahí, bajo aquel manantial, en la ladera del monte. El manantial es
muy sutil. Yo diría que, más que fluir, gotea: una gota que lleva cayendo
quizás siglos en aquella roca que sobresale de la ladera del monte. Y la piedra
es bien dura. No es caliza friable ni blando alabastro. Es basalto durísimo. Y,
sin embargo, fijaos cómo en el centro de la piedra convexa, y a pesar de serlo,
se ha formado una minúscula balsa, no mayor que el cáliz de un nenúfar, pero sí
suficiente para reflejar el cielo azul y dar de beber a los pájaros. ¿Esa
concavidad en la roca convexa, acaso la ha hecho el hombre para engastar una
gema azul en la piedra obscura y poner en ella un cuenco refrescante para los
pájaros? No. El hombre no se ha ocupado de ello. Quizás, durante el transcurso
de los muchos siglos en que los hombres vamos pasando por delante de esta roca
excavada por una gota secular con su inexorable y rítmico trabajo, nosotros
somos los primeros en observar este basalto negro con su turquesa líquida en el
centro, y admiramos su belleza, y alabamos al Eterno por haber querido que
existiera para delectación de nuestros ojos y refrigerio de los pájaros que
anidan por aquí cerca.
Pero,
decidme: ¿acaso la primera gota que brotó por debajo del saliente basáltico
situado encima de la roca, y que cayó desde esa altura sobre esta piedra, fue
la que excavó el cuenco que refleja el cielo, el Sol, las nubes y las
estrellas? No. Millones y millones de gotas, una tras otra, una tras otra, se han
ido sucediendo, brotando como una lágrima allá arriba, bajando tornasoladas a
golpear contra la piedra, y, con una nota de arpa al morir en ella, han ido
rebajando, en medida inmensurable por su pequeñez, la materia dura. Y así
siglos y siglos, con el movimiento de los granos en un reloj de arena, marcando
el tiempo: tantas gotas por hora, tantas en el curso de una vigilia, tantas
entre el alba y el ocaso, tantas de una a otra neomenia, y de Nisán a Nisán, y
de siglo a siglo. Resistente la piedra, persistente la gota.
El
hombre, que es soberbio y, por tanto, impaciente y ocioso, habría arrojado
maceta y uñeta después de los primeros golpes, diciendo: "Esto no se puede
excavar". La gota ha excavado. Era lo que debía hacer; aquello para lo que
fue creada. Y ha rezumado, una gota tras otra, durante siglos, hasta excavar la
piedra. Y no se ha detenido luego diciendo: "Ahora se encargará el cielo
de alimentar el cuenco que yo he excavado, con el rocío y las lluvias, la
escarcha y las nieves". No, ha seguido cayendo; y ella sola llena el
minúsculo cuenco en el tiempo del calor veraniego o del rigor invernal.
Mientras que las lluvias, violentas o suaves, fruncen la pileta, pero no pueden
embellecerla ni ensancharla ni ahondarla, pues ya está colmada y es ya útil y hermosa.
El manantial sabe que sus hijas, las gotas, van a morir en la pequeña cavidad,
pero no las retiene; al contrario, las mueve a ir hacia su sacrificio, y para
que no estén solas y se pongan tristes les envía nuevas hermanas, de manera que
la que muera no esté sola, y se vea perpetuada en otras.
4Yo también,
siendo el primero en golpear, en golpear cien, mil veces contra las fortalezas
duras de los duros corazones, y perpetuándome en mis sucesores ‑ a los cuales
enviaré hasta el final de los siglos ‑ abriré en ellas hendeduras, y mi Ley
entrará como un sol a dondequiera que haya criaturas. Y si luego éstas no
quieren la Luz y
cierran las hendeduras que el inexhausto trabajo haya abierto, Yo y mis
sucesores no tendremos culpa de ello ante los ojos del Padre nuestro. Si ese
manantial se hubiera abierto otro canal al ver la dureza de la roca y hubiera
goteado más allá, donde hay terreno herboso, decidme vosotros si tendríamos esa
gema brillante, y los pájaros ese límpido refrigerio».
«Ni
siquiera se le hubiera visto, Maestro»; «como mucho... un poco de hierba un
poco más tupida incluso en verano habría indicado el sitio donde el hilo de
agua goteaba»; «o incluso, habiéndose podrido las raíces por la continua
humedad, menos hierba que en otras partes»; «y fanguillo; nada más; por tanto,
un goteo inútil».
«Vosotros
lo habéis dicho. Un inútil, al menos ocioso, goteo. Yo también, si se diera el
caso de que prefiriera únicamente aquellos lugares donde los corazones están
dispuestos a acogerme por justicia o simpatía, llevaría a cabo un trabajo
imperfecto; porque trabajaría, sí, pero sin fatiga, es más, con mucha
satisfacción del yo, con un complaciente compromiso entre el deber y el
gusto. Ya no pesa trabajar donde a uno le rodea el amor y donde el amor hace
dúctiles a las almas que uno debe labrar. Pero, si no hay fatiga, no hay
mérito, y tampoco hay mucho beneficio porque pocas conquistas se hacen si uno
se limita a aquellos que ya están en la justicia. No sería Yo, si no tratase de
redimir ‑ primero en orden a la
Verdad, luego en orden a la Gracia ‑ a todos los hombres».
5«¿Y piensas
lograrlo? ¿Qué vas a poder hacer, más de lo que has hecho ya, para convencer a
tus adversarios de lo que dices? ¿Qué, si ni siquiera la resurrección del
hombre de Betania ha valido para que los judíos digan que eres el Mesías de
Dios?».
«Me
queda por hacer algo aún mayor, mucho mayor que lo hecho».
«¿Cuándo,
Señor?».
«Con
la Luna llena de
Nisán. Poned atención entonces».
«¿Habrá
una señal en el cielo? Se dice que cuando naciste el cielo habló con luces,
cantos y estrellas extraños».
«Es
verdad. Para decir que la Luz
había venido al mundo. En Nisán habrá señales en el cielo y en la tierra.
Parecerá el fin del mundo a causa de las tinieblas, el temblor y el bramido de
rayos y terremotos, en el firmamento y en las entrañas abiertas de la Tierra. Pero no será
el final; antes al contrario, será el principio. Cuando vine, el Cielo dio a
luz para los hombres al Salvador, y, por ser acto de Dios, la paz fue compañera
del acontecimiento. En Nisán será la
Tierra la que, con voluntad propia, dará a luz para sí al
Redentor, y, por ser acto de hombres, la paz no será su compañera, sino que lo
que habrá será una horrenda convulsión. Y entre el horror del momento de este
mundo y del infierno, la Tierra
abrirá su seno bajo las saetas encendidas con el fuego de la ira divina, y
expresará a gritos su voluntad, demasiado ebria como para conocer su alcance,
demasiado endemoniada como para evitarla. Cual desquiciada parturienta, creerá
estar destruyendo el fruto considerado maldito, y no comprenderá que, al
contrario, lo estará elevando a lugares en que jamás será alcanzado por dolor
ni asechanza algunos. El árbol, el nuevo árbol, desde entonces extenderá sus
ramas por toda la Tierra,
durante todos los siglos, y el que ahora os habla será reconocido, con amor u
odio, como verdadero Hijo de Dios y Mesías del Señor. Y ¡ay de aquellos que le
reconozcan sin querer confesarle y sin convertirse a Él!».
6«¿Dónde
sucederá esto, Señor?».
«En
Jerusalén. Ciertamente es la ciudad del Señor».
«Entonces
nosotros no estaremos presentes porque en Nisán la Pascua nos retiene aquí.
Somos fieles a nuestro Templo» .
«Mejor
sería que fuerais fieles al Templo vivo que no está ni en el Moria ni en el
Garizim, sino que, siendo divino, es universal. Pero sé esperar vuestra hora,
la hora en que amaréis a Dios y a su Mesías en espíritu y verdad».
«Nosotros
creemos que Tú eres el Cristo. Por eso te amamos».
«Amar
es dejar el pasado para entrar en mi presente. No me amáis todavía con perfección».
Los
samaritanos se miran de refilón y callan. Luego uno dice: «Por ti, por ir donde
ti, lo haríamos. Pero no podemos, aunque quisiéramos, entrar donde están los
judíos. Tú esto lo sabes. Los judíos no nos aceptan...».
«Ni
vosotros a ellos. Pero estad tranquilos, que dentro de poco ya no habrá dos
regiones, ni dos Templos, ni dos modos de pensar opuestos. Habrá un único
pueblo, un único Templo, una única fe para todos los que deseen la Verdad. 7Ahora
os dejo. Los niños ya están consolados y distraídos, y para mí es largo el
camino de regreso a Efraím para llegar antes de que desciendan las tinieblas.
No os intranquilicéis. Vuestros gestos podrían llamar la atención de los
pequeños, y no conviene que se den cuenta de que me marcho. Seguid vuestro
camino. Yo voy a estar aquí. Que el Señor os guíe por los senderos de la Tierra y por los senderos
de su Camino. Idos».
Jesús
se acerca al monte y deja que se alejen. Lo último que se percibe, de la
caravana que vuelve a Siquem, es la alegre risa de un niño, una risa que se
propaga por los silencios del camino montano.
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