Maria Valtorta
EL EVANGELIO
COMO ME HA SIDO
REVELADO
VOLUMEN DÉCIMO
604. Los procesos. Las negaciones de Pedro.
Consideraciones sobre Pilato.
22‑25 de marzo de 1945.
1Empieza el
doloroso camino por la vereda pedregosa que lleva desde el calvero donde Jesús
fue apresado hasta el Cedrón, y desde el Cedrón, por otro camino, hasta la
ciudad. E inmediatamente empiezan las palabras y los gestos burlescos y las
vejaciones.
Jesús,
yendo atado por las muñecas, e incluso por la cintura, como si de un loco
peligroso se tratara, confiados los cabos de las cuerdas a unos energúmenos
embriagados de odio, se ve tirado de un lado y de otro como un trapajo
abandonado a la ira de una manada de cachorros. Pero aún podrían tener
justificación los que así actúan si fueran perros; sin embargo, tienen nombre
de hombres, aunque de hombre no tengan más que la figura. Y si han pensado en
esa atadura de dos sogas opuestas ha sido para causar mayor dolor. Una de las
dos tiene la única función de inmovilizar las muñecas, y las lacera y va
serrando con su áspero roce; la otra, la de la cintura, comprime los codos
contra el tórax, y sierra y oprime la parte alta del abdomen, torturando el
hígado y los riñones, donde han hecho un enorme nudo y donde, de vez en cuando,
el que lleva los cabos de las sogas da latigazos con ellos y dice: «¡Arre!
¡Vamos! ¡Trota, burro!», y añade patadas detrás de las rodillas del Torturado,
que a causa de estas patadas se tambalea y si no cae del todo es porque las
sogas lo mantienen en pie. De todas formas, las cuerdas no evitan que ‑ tirando
de Él hacia la derecha el que se ocupa de las manos y hacia la izquierda el que
sujeta la soga de la cintura ‑ Jesús vaya chocando contra muretes y troncos y
que, debido a un tirón más cruel, recibido cuando está para cruzar el puente
del Cedrón, caiga duramente contra el pretil del puentecillo. La boca magullada
sangra. Jesús alza las manos atadas, para limpiarse la sangre que embadurna la
barba, y no habla: es verdaderamente el cordero que no muerde a sus
torturadores.
Unos
de entre la gente, entretanto, han bajado al guijarral a coger piedras y
guijarros, y desde abajo empieza una pedrea contra el fácil objetivo; porque a
duras penas se puede andar en el puentecillo estrecho e inseguro donde la gente
se apiña obstaculizándose a sí misma, y las piedras golpean a Jesús en la
cabeza, en los hombros; no sólo a Jesús, sino también a sus torturadores, que
reaccionan lanzando palos y devolviendo las propias piedras. Y todo contribuye
a golpear más a Jesús en la cabeza y en el cuello. El puente acaba por fin, y
ahora la callejuela estrecha proyecta sombras sobre el gentío, porque la Luna, que comienza su ocaso,
no desciende a esa callejuela tortuosa y, además, muchas antorchas, en medio de
esa confusión, se han apagado. Mas el odio hace de lámpara para ver al pobre
Mártir, para el que hasta su alta estatura es elemento torturador. Es el más
alto de todos. Fácil, pues, golpearle, agarrarle por los cabellos, obligarle a
echar violentamente hacia atrás la cabeza y echarle encima un puñado de materia
inmunda que, por fuerza, debe entrarle en la boca y en los ojos, produciéndole
náusea y dolor.
2Empieza el
trayecto a través del arrabal de Ofel, ese arrabal donde tanto bien y tantas
caricias Él ha distribuido. La turba vociferante atrae a las puertas a los que
duermen, y, si las mujeres gritan movidas por el dolor y, aterrorizadas, huyen
al ver lo que ha sucedido, los hombres, esos hombres que incluso han recibido
de Él curación, ayuda, palabras de Amigo, o bien agachan la cabeza con
indiferencia, fingiendo desinterés al menos, o bien pasan de la curiosidad al
livor, a la burla, al gesto amenazador, e incluso se ponen detrás del tropel de
gente para vejar. Satanás está ya actuando...
Un hombre casado* que quiere seguirle para
vejarlo, es aferrado por su mujer, que grita, que le grita: «¡Miserable? Si
estás vivo es por Él, inmundo hombre lleno de podredumbre. ¡Recuérdalo!». Pero
el hombre se impone a la mujer golpeándola brutalmente y arrojándola al suelo,
y luego corre hasta donde el Mártir contra cuya cabeza lanza una piedra.
Otra
mujer, anciana, trata de cortar el paso a su hijo, que viene con cara de hiena
y con un palo, para golpear también a Jesús, y grita a su hijo: «¡Asesino de tu
Salvador no serás mientras yo viva!». Pero la pobre, alcanzada en la ingle por
una patada brutal de su hijo, se desploma gritando: «¡Deicida y matricida! ¡Por
el seno que abres por segunda vez y por el Mesías al que hieres, maldito
seas!».
3La escena, a
medida que van acercándose a la ciudad, va aumentando en violencia.
Antes
de llegar a las murallas están Juan y Pedro. Ya están abiertas las puertas, y
los soldados romanos, dispuestos para la defensa, observan dónde y cómo se
desarrolla el tumulto, preparados para intervenir si el prestigio de Roma se
viera dañado. Creo que Juan y Pedro han llegado allí por un atajo tomado
cruzando el Cedrón más arriba del puente, y adelantándose rápidamente a la
turba, que, obstaculizándose tanto a sí misma, se mueve lenta. Están en la
penumbra de un zaguán, en una placita que precede a las murallas. Tienen
cubiertas sus cabezas con los mantos, ocultando así sus caras. Pero, cuando Jesús
llega, Juan ‑ bajo la libre luz de la
Luna, que allí todavía ilumina antes de desaparecer tras el
collado que hay más allá de las murallas y que oigo que los esbirros
capturadores lo llaman Tofet ‑ deja caer el manto y muestra su pálido y
descompuesto rostro. Pedro, aun no atreviéndose a destaparse, se adelanta para
ser visto...
Jesús
los mira... y sonríe (una sonrisa de una bondad infinita). Pedro se vuelve y
regresa a su ángulo obscuro, llevándose las manos a los ojos, encorvado,
envejecido, ya un despojo de hombre. Juan se queda valerosamente donde está, y
sólo cuando la turba vociferante termina de pasar se reúne de nuevo con Pedro,
lo toma de un codo, le guía como un muchacho guiaría a su padre ciego, y entran
ambos en la ciudad detrás de la muchedumbre vociferante.
_________________________
* un hombre
casado: se trata de un cierto Jacob, curado por Jesús en 374.7/9. El hijo del siguiente párrafo es Samuel,
desleal a Analía, encontrado en 374.5/6 y en 375.6/9. El presente capítulo de la Pasión fu escrito antes,
como puede constatarse no sólo por las fechas, sino también por la observación
de MV en 374.10.
Oigo
las exclamaciones de asombro o burlescas o apenadas de los soldados romanos:
hay quien lanza maldiciones por haber sido sacado de la cama por ese «necio
lacayo»; hay quien se burla de los judíos, que han sido capaces de «prender a
una media hembra», hay quien se muestra compasivo hacia la Víctima, diciendo:
«Siempre le he visto bueno», y hay quien dice: «Hubiera preferido que me
hubieran matado a mí, antes que verle a Él en esas manos. Es un grande. Tengo
dos devociones en el mundo: Él y Roma». «¡Por Júpiter! ‑ exclama el de grado
más alto ‑ Yo no quiero líos después. Voy donde el alférez. Que se encargue él
de decírselo a quien tenga que decírselo. No quiero que me manden a luchar
contra los Germanos. Estos hebreos hieden y son sierpes y carroñas, pero aquí
la vida es segura. ¡Estoy para terminar mi tiempo y en Pompeya tengo una
muchacha...!».
4Pierdo el resto
por seguir a Jesús, que continúa caminando por la calle que hace un arco en
subida para ir al Templo. Pero veo y comprendo que la casa de Anás, a donde
quieren llevarle, está y no está en ese laberíntico conglomerado que es el
Templo y que ocupa todo el collado de Sión. Está en el extremo, cerca de una
serie de muros que parecen delimitar por esta parte a la ciudad y que desde ahí
se prolongan en pórticos y patios, siguiendo la ladera del monte, hasta llegar
al recinto de lo que es el Templo en el pleno sentido de la palabra, o sea, el
lugar a donde van los israelitas para sus distintas manifestaciones de culto.
Una
alta puerta guarnecida de hierro se abre en el muro. Se acercan a ella
solícitas hienas y llaman con fuerza. En cuanto se entreabre, ya irrumpen
dentro, casi tirando al suelo y pisoteando a la criada que ha venido a abrir; y
abren la puerta de par en par, para que la turba vociferante, con el Capturado
en el centro, pueda entrar. Una vez dentro, cierran y trancan, temerosos quizás
de Roma o de los facciosos del Nazareno. ¡Sus facciosos! ¿Dónde están?...
Recorren
el atrio de entrada y luego cruzan un amplio patio, un corredor, y otro pórtico
y un nuevo patio, y suben a tirones a Jesús por tres escalones, haciéndole
recorrer casi corriendo una galería realzada respecto al patio, para llegar
antes a una rica sala donde hay un hombre anciano vestido de sacerdote.
«¡Que
Dios te consuele, Anás» dice el que parece el oficial, si oficial puede
llamarse al bribón que manda a esa canalla. «Aquí tienes al culpable. En manos
de tu santidad lo pongo, para que Israel sea purificado de la culpa».
«Que
Dios te bendiga por tu audacia y tu fe».
¡Vaya
una audacia! Había sido suficiente la voz de Jesús para hacerle besar la tierra
en el Getsemaní.
5«¿Quién eres
Tú?».
«Jesús
de Nazaret, el Rabí, el Cristo. Y tú me conoces. No he actuado en las
tinieblas» .
«En
las tinieblas, no. Pero has inducido a error a las muchedumbres con doctrinas
tenebrosas. Y el Templo tiene el derecho y el deber de tutelar el alma de los
hijos de Abraham».
«¡El
alma! Sacerdote de Israel, ¿puedes decir que por el alma del más pequeño o del
más grande de este pueblo has sufrido?».
«¿Y
Tú entonces? ¿Qué has hecho que pueda llamarse sufrimiento?».
«¿Qué
he hecho? ¿Por qué me lo preguntas? Todo Israel habla. Desde la ciudad santa al
mísero pueblecillo, hasta las piedras hablan para decir lo que he hecho. He
dado la vista a los ciegos: la de los ojos y la del corazón. He abierto los
oídos a los sordos: para las voces de la Tierra y para las del Cielo. He hecho caminar a
los tullidos y a los paralíticos, para que empezaran la marcha hacia Dios desde
la carne y luego siguieran con el espíritu. He limpiado a los leprosos: de las
lepras que la Ley
mosaica señala y de las que hacen a un hombre leproso ante Dios, o sea, de los
pecados. He resucitado a los muertos. Y no señalo que sea grande llamar a una
carne de nuevo a la vida, sino que digo que grande es redimir a un pecador; y
lo he hecho. He socorrido a los pobres, enseñando a los avarientos y ricos
hebreos el precepto santo del amor al prójimo; y, siendo pobre a pesar del río
de oro que ha pasado por mis manos, he enjugado Yo solo más lágrimas que todos
vosotros, que poseéis riquezas. En fin, he dado una riqueza inefable: el
conocimiento de la Ley,
el conocimiento de Dios, la certeza de que somos todos iguales y de que, ante
los ojos santos del Padre, igual es el llanto derramado ‑ o el delito cometido ‑
por el Tetrarca o por el Pontífice, por el mendigo o el leproso que mueren en
el camino. Esto es lo que he hecho. Nada más».
6«¿Sabes que por
ti mismo te acusas? Dices: las lepras que hacen leprosos ante Dios y no son
señaladas por Moisés. Estás insultando a Moisés e insinúas que hay lagunas en
su Ley...».
«No
suya: de Dios. Así es. Digo que más grave que la lepra, desgracia de la carne,
desgracia acotada en el tiempo, es el pecado, que es desgracia, eterna, del
espíritu».
«Osas
decir que puedes absolver los pecados. ¿Cómo lo haces?».
«Si
con un poco de agua lustral y el sacrificio de un macho cabrío es lícito y
creíble cancelar un pecado, expiarlo y quedar limpio de él, ¿cómo no habrá de
poder hacerlo mi llanto, mi Sangre y mi deseo?».
«Pero
Tú no estás muerto. ¿Dónde está, entonces, la Sangre?».
«No
estoy muerto todavía. Pero lo estaré, porque está escrito: en el Cielo,
desde antes que Sión fuera, desde antes que existiera Moisés, desde antes de
Jacob, desde antes de Abraham, desde cuando el rey del Mal hincó su mordedura
en el corazón del hombre y envenenó el corazón del hombre y el de sus hijos;
está escrito en la Tierra,
en el Libro que recoge las palabras de los profetas; está escrito en los
corazones, en el tuyo, en el de Caifás y de los miembros del Sanedrín, que no
me perdonan. No, estos corazones no me perdonan el ser bueno. Yo he absuelto
anticipadamente en vistas de la
Sangre, ahora cumplo la absolución con el lavacro en la Sangre».
«Nos
llamas ambiciosos y dices que ignoramos el precepto del amor...».
«¿Y
no es, acaso, cierto? ¿Por qué me dais muerte? Porque tenéis miedo de que os
destrone. ¡Oh! No temáis. Mi Reino no es de este mundo. Os dejo la posesión de
todo poder. El Eterno sabe cuándo decir el "¡basta!" que os hará caer
fulminados...».
«¿Como
Doras*, ¡eh!?».
«Él
murió de ira, no por un rayo celeste. Dios le esperaba en la otra parte para
fulminarle».
«¿Y
esto me lo dices a mí, que soy su pariente? ¿Cómo te atreves?».
«Yo
soy la Verdad. La
Verdad nunca es cobarde».
«¡Soberbio
y loco!».
«No:
sincero. Me acusas de ofenderos. Pero ¿acaso no odiáis todos vosotros? Os
odiáis unos a otros. Ahora os une el odio contra mí. Pero mañana, cuando me
hayáis matado, volverá el odio a reinar entre vosotros. Y será un odio más
fiero. Y viviréis con esa hiena sobre vuestras espaldas y esta serpiente en el
corazón. Yo he enseñado el amor. Por piedad hacia el mundo. He enseñado a no
ser ambiciosos sino a tener misericordia. 7¿De qué me acusas?».
«De
haber introducido una doctrina nueva».
«¡Oh,
sacerdote! Israel está poblado de nuevas doctrinas: los esenios tienen la suya;
los sadoquitas, la suya; los fariseos, la suya. Cada uno tiene su secreta
doctrina, que para unos se llama placer, para otros oro, para otros poder; y
cada uno tiene su ídolo. No Yo. Yo he tomado de nuevo la Ley de mi Padre, del Dios
Eterno, que había sido pisoteada, y he vuelto a decir sencillamente las diez
proposiciones del Decálogo, secándome los pulmones para hacerlas entrar en los
corazones que ya no las conocían».
«¡Horror!
¡Blasfemia! ¿Decirme esto a mí, sacerdote? ¿No tiene un Templo Israel? ¿Somos
como los castigados de Babilonia? Responde».
«Eso
sois. Y más todavía. Hay un Templo, sí; un edificio. Dios no está. Se ha
alejado, ante el abominio que hay en su casa. Pero ¿para qué me interrogas
tanto, si en realidad mi muerte ya está decidida?».
«No
somos asesinos. Matamos si, por una culpa probada, tenemos derecho a hacerlo. 8Pero
yo quiero salvarte. Respóndeme y te salvaré. ¿Dónde están tus discípulos? Si me
los entregas, te dejaré libre. El nombre de todos, y más los ocultos que los
conocidos. Di: ¿Nicodemo es tuyo?, ¿es tuyo José?, ¿y Gamaliel?, ¿y Eleazar?,
¿y...? Bueno de éste lo sé... no es necesario. Habla. Habla. Sabes que puedo
darte muerte y salvarte. Soy poderoso».
«Eres
fango. Dejo al fango el oficio de espía. Yo soy Luz».
Un
esbirro le suelta un puñetazo.
«Yo
soy Luz. Luz y Verdad. He hablado al mundo abiertamente. He enseñado en las
sinagogas y en el Templo donde se reúnen los judíos, y nada he dicho en
secreto. Lo repito. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que han oído lo
que he dicho. Ellos lo saben».
_________________
* Como Doras, en 126.10.
Otro
esbirro le suelta un bofetón, gritando: «¿Así respondes al Sumo Sacerdote?».
«Estoy
hablando a Anás. El Pontífice es Caifás. Y hablo con el respeto debido a los
ancianos. Pero, si crees que he hablado mal, demuéstramelo; si no, ¿por qué me
hieres?».
«Déjale,
déjale. 9Voy donde Caifás. Vosotros tenedle aquí hasta nueva orden
mía. Y ved porque no hable con nadie». Anás sale.
No habla Jesús,
no. Ni siquiera con Juan, que se atreve a estar en la puerta, desafiando a toda
la turba de los esbirros. Pero Jesús, sin pronunciar palabra, debe darle una
orden, porque Juan, después de una
mirada afligida, sale de allí
y le pierdo de vista.
Jesús
se queda entre sus verdugos. Zurriagazos con las cuerdas, esputos, burlas,
patadas, tirones de pelo: esto es lo que le queda. Hasta que uno de la
servidumbre viene a decir que lleven al Prisionero a la casa de Caifás.
Y
Jesús, que sigue atado y sufriendo malos tratos, sale, y pasa al pórtico, lo
recorre hasta un zaguán para cruzar luego un patio donde hay mucha gente
calentándose alrededor de una hoguera (y es que la noche, ahora, en estas
primeras horas del viernes, se ha puesto cruda y ventosa). Está también Pedro,
con Juan; mezclados ambos entre el gentío hostil. Y deben tener mucho valor
para estar allí... Jesús los mira. En su boca, ya hinchada por los golpes
recibidos, se dibuja un atisbo de sonrisa.
Un
largo camino entre pórticos y atrios, patios y corredores (¡pero que casas
tenía esta gente del Templo!).
Mas
la gente no entra en el recinto pontificio. Se les impide ir más allá del atrio
de Anás. Jesús va solo, entre esbirros y sacerdotes. 10Entra en una
vasta sala que parece perder su forma rectangular debido a los asientos,
muchos, dispuestos en forma de herradura y dejando en el centro un espacio
vacío, tras el cual hay dos o tres asientos elevados sobre tarimas.
Cuando
ya Jesús está para entrar, el rabí Gamaliel llega, y las guardias pegan un
tirón al Prisionero para que ceda el paso al rabí de Israel. Pero éste, rígido
como una estatua, hierático, aminora el paso y, moviendo apenas los labios, sin
mirar a nadie, pregunta: «¿Quién eres? Dímelo». Y Jesús, dulcemente: «Lee a los
profetas y obtendrás la respuesta. El primer signo está en ellos, el otro
vendrá».
Gamaliel
recoge su manto y entra. Y tras él entra Jesús, de quien, mientras Gamaliel va
a un sitial, tiran para ponerle en el centro de la sala, frente al Pontífce,
que verdaderamente tiene cara de malhechor. Se espera hasta que entran todos
los miembros del Sanedrín.
Luego
empieza la sesión. Pero Caifás ve dos o tres asientos vacíos y pregunta:
«¿Dónde está Eleazar? ¿Dónde está Juan?».
Se
alza un joven escriba - creo ‑, hace una reverencia y dice: «Han rehusado
venir. Aquí está el escrito».
«Que
se conserve y se escriba. Responderán de ello. 11¿Qué tienen que
decir los santos miembros del Consejo acerca de éste?».
«Yo
hablo. En mi casa violó el sábado. Dios me es testigo de que no miento. Ismael
ben Fabí no miente nunca» .
«¿Es
verdad, acusado?».
Jesús
calla.
«Yo
le vi convivir con conocidas meretrices. Fingiéndose profeta, había hecho de su
guarida un prostíbulo, y, para colmo, con mujeres paganas. Conmigo estaban
Sadoq, Calasebona y Nahúm, apoderado de Anás. ¿Es verdad lo que digo, Sadoq y
Calasebona? Desacreditad mi testimonio, si lo merezco».
«Es
verdad. Es verdad».
«¿Qué
dices?».
Jesús
calla.
«No
desaprovechaba ocasión de burlarse de nosotros o de exponernos a la burla. La
gente ya no nos estima, por Él».
«¿Los
estás oyendo? Has profanado a los miembros santos».
Jesús
calla.
«Este
hombre está endemoniado. Vuelto de Egipto, ejercita la magia negra».
«¿Cómo
lo pruebas?» .
«¡Ante
mi fe y las tablas de la Ley!».
«Grave
acusación. Justifícate».
Jesús
calla.
«Es
ilegal tu ministerio, ¿lo sabes? Merece pena de muerte. Habla».
«Ilegal
es esta sesión nuestra. Álzate, Simeón. Vamos» dice Gamaliel.
«Pero,
rabí, ¿estás perdiendo la razón?».
«Respeto
los procedimientos. No es lícito proceder como lo estamos haciendo. Y
presentaré una acusación pública por ello». Y el rabí Gamaliel sale, rígido
como una estatua, seguido por un hombre que se le parece, de unos treinta y
cinco años.
12Hay un poco de
confusión, lo cual es aprovechado por Nicodemo y José para hablar en favor del
Mártir.
«Gamaliel
tiene razón. Son ilícitos la hora y el lugar. Y las acusaciones no son
consistentes. ¿Puede alguien acusarle de visible vilipendio a la Ley? Yo soy amigo suyo, y juro
que siempre le he visto respetuoso a la ley» dice Nicodemo.
«Y
yo también. Y para no aceptar un delito me cubro la cabeza, no por Él, sino por
vosotros, y salgo». Y José hace ademán de bajar de su sitio y salir.
Pero
Caifás grita en modo descompuesto: «¡Ah! ¿Eso decís? Vengan entonces los
testigos jurados. Y escuchad. Luego os marcháis».
Entran
dos individuos de la peor calaña: miradas huidizas, risitas crueles, ademanes
falsos.
«Hablad».
«No
es lícito oírlos juntos» grita José.
«Yo soy el Sumo Sacerdote. Yo ordeno. ¡Y
silencio!».
José
da un puñetazo en una mesa y dice: «¡Se abran sobre tu cabeza las llamas del
Cielo! Desde este momento sabe que el Anciano José es enemigo del Sanedrín y
amigo del Cristo. Y con esta determinación voy a decir al Pretor que aquí, sin
respeto a Roma, se da muerte», y sale violentamente, dando un empujón a un
delgado y joven escriba que intenta frenarle.
Nicodemo,
más morigerado, sale sin decir nada más. Y, al salir, pasa por delante de Jesús
y le mira...
13Nueva
agitación. Se teme a Roma. Y la víctima expiatoria sigue siendo Jesús.
«¡Por
tí todo esto, ¿lo ves?! Tú, corruptor de los mejores judíos. Los has
pervertido».
Jesús
calla.
«Que
hablen los testigos» grita Caifás.
«Sí.
Éste usaba el... el... Lo sabíamos... ¿Cómo se llama esa cosa?».
«¿Quizás
el tetragrama?».
«¡Eso
es! ¡Tú lo has dicho! Invocaba a los muertos. Enseñaba la rebelión contra el
sábado y la profanación del altar. Lo juramos. Decía que quería destruir el
Templo para reedificarlo en tres días con la ayuda de los demonios». .
«No.
Él decía que no sería fabricado por el hombre».
Caifás
baja de su sitial y se acerca a Jesús. Pequeño, obeso, feo, parece un enorme
sapo al lado de una flor. Porque Jesús, a pesar de estar herido, magullado,
sucio y despeinado, aparece todavía muy hermoso y majestuoso. «¿No respondes?
¡Qué acusaciones contra ti! ¡Horrendas! Habla, para descargarte de su
ignominia».
Pero
Jesús calla. Le mira y calla.
14«Respóndeme a
mí, entonces. Soy tu Pontífice. En nombre del Dios vivo, te conjuro. Dime:
¿eres Tú el Cristo, el Hijo de Dios?».
«Tú
lo has dicho. Lo soy. Y veréis al Hijo del hombre, sentado a la derecha del
Poder de Dios, venir sobre las nubes del cielo. Pero, además, ¿por qué me interrogas?
He hablado en público durante tres años. Nada he dicho ocultamente. Pregunta a
los que me han oído. Ellos te dirán lo que he dicho y lo que he hecho».
Uno
de los soldados que le tienen sujeto le golpea en la boca, haciéndola sangrar
de nuevo, y grita: «¿Así respondes, satanás, al Sumo Pontífice?».
Y
Jesús, mansamente, responde a éste como al de antes: «Si he hablado bien, ¿por
qué me hieres? Si mal, ¿por qué no me dices dónde yerro? Repito: Yo soy el
Cristo, Hijo de Dios. No puedo mentir. El sumo Sacerdote, el eterno Sacerdote
soy Yo. Y sólo Yo llevo el verdadero Racional, en que está escrito: Doctrina y
Verdad. Y a éstas soy fiel. Hasta la muerte, ignominiosa a los ojos del mundo,
santa a los ojos de Dios; y hasta la bienaventurada Resurrección. Yo soy el
Ungido. Pontífice y Rey Yo soy Y estoy para tomar mi cetro y con él, como con
aventador, limpiar la era. Este Templo será destruido y resurgirá, nuevo,
santo, porque éste está corrompido y Dios lo ha abandonado a su destino».
«¡Blasfemo!»
gritan todos en coro. «¿En tres días lo construirás, loco, poseído?».
«No
éste, sino el mío es el que resurgirá, el Templo del Dios verdadero, vivo,
santo, tres veces santo».
«¡Anatema!»
gritan de nuevo en coro.
Caifás
alza su voz ronca y se desgarra las vestiduras de lino, con gestos de estudiado
horror, y dice: «¿Qué otra cosa hemos de oír de los testigos? La blasfemia está
ya dicha. ¿Qué hacemos entonces?».
Y
todos, en coro: «Sea reo de muerte».
Y
con gestos de desdén y de escándalo salen de la sala y dejan a Jesús a merced
de los esbirros y de la chusma de los falsos testigos, que, dándole bofetadas,
puñetazos, escupiéndole, vendándole los ojos con un trapajo y luego tirándole
violentamente de los cabellos, le arrojan de un lado para otro, con las manos
atadas, de manera que choca contra mesas, sitiales y paredes. Y le preguntan:
«¿Quién te ha pegado? Adivina». Y varias veces, poniéndole zancadillas, le
hacen caer de bruces, y se ríen a carcajadas al ver cómo, con las manos atadas,
a duras penas se levanta.
15Pasan así las
horas. Los torturadores, cansados, piensan en tomarse un poco de descanso.
Llevan a Jesús a un tabuco haciéndole cruzar muchos patios exponiéndole a las
burlas de la turba, ya muy numerosa en el recinto de las casas pontificales.
Jesús
llega al patio donde está Pedro, al lado de su hoguera. Y le mira. Pero Pedro
evita encontrar su mirada. Juan ya no está; supongo que se habrá marchado con
Nicodemo...
El
alba avanza fatigosamente, glauca. Una orden ha sido dada: llevar de nuevo al
Prisionero a la sala del Consejo para un proceso más legal. Es el momento en
que Pedro niega por tercera vez que conoce al Cristo, cuando Él pasa ya marcado
por los padecimientos. Con la luz verdosa del alba, los moratones parecen aún
más atroces en el rostro térreo, los ojos más hundidos y vítreos: un Jesús
empañado por el dolor del mundo...
Un
gallo lanza al aire apenas móvil del alba su grito burlón, sarcástico, pícaro.
Y en este momento de gran silencio que se ha creado ante la presencia de
Cristo, sólo se oye la voz áspera de Pedro decir: «Lo juro, mujer. No le
conozco»: afirmación seca, segura, a la cual, como una carcajada burlona,
responde en seguida el ribaldo canto del gallito.
Pedro
reacciona. Se vuelve para huir, y se encuentra a Jesús de frente, mirándole con
infinita piedad, con un dolor tan intenso y sentido, que me parte el corazón
(como si después de eso yo hubiera de ver disolverse, para siempre, a mi
Jesús). Pedro experimenta un conato de llanto. Sale, tambaleándose como si
estuviera borracho. Huye detrás de dos domésticos que también salen. Se pierde
cuesta abajo por la calle todavía semiobscura.
Llevan
otra vez a la sala a Jesús. Le repiten en coro la pregunta capciosa: «En nombre
del Dios verdadero, dinos: ¿eres el Cristo?».
Y,
habiendo recibido la respuesta de antes, le condenan a muerte y dan la orden de
conducirle ante Pilatos.
16Jesús,
escoltado por todos sus enemigos, menos Anás y Caifás, sale, pasando de nuevo
por esos patios del Templo donde tantas veces había hablado, favorecido y
curado; franquea el cinturón almenado, entra en las calles de la ciudad y, más
arrastrado que conducido, baja hacia ésta, ahora rojiza por un primer anuncio
de la aurora.
Creo
que con la única finalidad de alargarle el tormento le hacen recorrer un largo
trayecto superfluo por Jerusalén, pasando arteramente por las barracas de
mercado, por delante de las caballerizas y de posadas colmadas de gente por la Pascua. Y tanto las
verduras de desecho de los puestos como los excrementos de los animales de las
cuadras se transforman en proyectiles para el Inocente, cuyo rostro presenta,
cada vez más, mayores moraduras, pequeñas magulladuras sanguinolentas, y
aparece velado por distintas inmundicias en él esparcidas. Los cabellos, ya
recargados y ligeramente tiesos debido al sudor sanguíneo, y más opacos, ahora
penden despeinados, impregnados de paja e inmundicias, y caen sobre los ojos,
porque le revuelven aquéllos para taparle la cara.
La
gente que está en las barracas, compradores y vendedores, abandonan todo para
seguir ‑ no con amor precisamente ‑ al Desdichado. Los estableros y los criados
de las posadas salen en masa, sordos a las voces de las amas (las cuales, como
casi todas las otras mujeres, la verdad es que se muestran, si no totalmente
contrarias a estas ofensas, sí, al menos, indiferentes a esta agitación, y se
retiran echando pestes porque las dejan solas y tienen mucha gente a la que
atender).
La
turba vociferante se engrosa así a cada minuto que pasa, y parece como si por
una repentina epidemia los corazones y las fisonomías cambiaran su naturaleza:
aquéllos, transformándose en corazones de malhechores; éstas, en máscaras de
crueldad en caras verdes de odio o rojas de ira. Las manos son ahora garras,
las bocas adquieren forma y aullido de lobo, los ojos se hacen torvos, rojos,
torcidos... como los de los locos. Sólo Jesús sigue igual, aunque cubierto de
inmundicias esparcidas por su cuerpo alterado por moratones y tumefacciones.
17Al llegar a un
tramo abovedado que estrecha la calle como un anillo, mientras todo se tapona y
se hace más lento, un grito corta el aire: «¡Jesús!». Es Elías, el pastor, que
trata de abrirse paso enarbolando y haciendo girar un grueso palo. Viejo,
robusto, con aire amenazador, fuerte, logra llegar casi donde el Maestro. Pero
la muchedumbre, desbaratada por el inesperado asalto, aprieta sus filas y
aparta, rechaza, vence a este hombre solo contra toda la turba. «¡Maestro!»
grita, mientras el remolino de la muchedumbre lo absorbe y rechaza.
«¡Vete!...
Mi Madre... Te bendigo...».
Y
la turba rebasa el estrechamiento. Ahora, como agua que hallara respiro después
de una esclusa, se vuelca, en tumulto, por un amplio paseo elevado respecto a
una depresión del terreno situada entre dos lomas en cuyos límites pueden verse
espléndidos palacios de señores de alta alcurnia.
Vuelvo
a ver el Templo en lo alto de su monte, y comprendo que la vuelta ociosa que
han hecho dar al Condenado para exponerle al escarnio de toda la ciudad y
permitir a todos insultarle ‑ habiendo aumentando a cada paso los que
participaban en estos insultos ‑ está para concluirse, volviendo así otra vez a
los lugares de antes.
18De un palacio
sale al galope un caballero. La gualdrapa purpúrea sobre la blancura del
caballo árabe y la solemnidad de su aspecto, la espada blandida desnuda,
descargada de plano y filo sobre espaldas y cabezas que ya sangran, le hacen
parecer un arcángel. Cuando un caracol, una empinadura del caballo que corvetea
‑ haciendo de los cascos un arma de defensa para sí mismo y para su amo, y el
más eficaz de los instrumentos de apertura para abrirse paso entre la multitud ‑,
provoca la caída del velo de púrpura y oro que cubría su cabeza y que estaba
sujeto por una cinta de color de oro, entonces reconozco a Manahén.
«¡Atrás!»
grita. «¿Cómo os permitís turbar el descanso del Tetrarca?». Pero esto es sólo
una excusa para justifcar su intervención y su intento de llegar hasta Jesús.
«Este hombre... dejádmelo ver... Apartaos, o llamo a la guardia...».
La
gente, tanto por la lluvia de mandobles, como por las patadas del caballo, y
por la amenaza del caballero, abre paso. Manahén puede, así, llegar al grupo de
Jesús y de los miembros de la guardia del Templo que le tienen sujeto.
«¡Fuera!
El Tetrarca es más que vosotros, sucios siervos. Atrás. Quiero hablar con Él»,
y lo obtiene, cargando con su espada contra el más encarnizado de sus
apresadores.
«¡Maestro!...».
«Gracias.
¡Pero vete! ¡Y que Dios te conforte!». Y, como puede con las manos atadas,
Jesús hace un gesto de bendición.
La
muchedumbre silba desde lejos y, en cuanto ve que Manahén se retira, de haber
sido arredrada se venga con una lluvia de piedras y porquerías contra el
Condenado.
19Por el paseo en
subida, ya calentado por el sol, se va hacia la Torre Antonia, cuya
mole ya aparece lejos.
Un
grito agudo de mujer («¡Oh, mi Salvador! ¡Mi vida por la tuya, oh Eterno!»)
hiende el aire.
Jesús
vuelve la cabeza y ve, en la alta terraza florida que corona una casa muy
bonita, a Juana de Cusa, tendiendo los brazos al cielo, entre miembros de la
servidumbre, hombres y mujeres, con los pequeños María y Matías al lado de
ella. ¡Pero el Cielo hoy no escucha oraciones! Jesús alza las manos y traza un
gesto de adiós y bendición.
«¡Muerte!
¡Muerte al blasfemo, al corruptor, al satanás! ¡Muerte a sus amigos!», y lanzan
silbidos y piedras hacia la alta terraza. No sé si hieren a alguno. Oigo un
grito agudísimo y luego veo que el grupo se deshace y desaparece.
Y
siguen adelante, adelante, subiendo... Jerusalén muestra sus casas al sol,
vacías, vaciadas por el odio, que impulsa a toda una ciudad (con los habitantes
efectivos y los transeúntes que se han dado cita para la Pascua) contra un inerme.
20Unos soldados
romanos, un entero manípulo, sale, corriendo, de la Antonia, apuntadas las
lanzas contra la chusma, que, gritando, se dispersa. Se quedan en medio de la
calle Jesús y los miembros de la guardia con los jefes de los sacerdotes,
algunos escribas y algunos Ancianos del pueblo.
«¿Este
hombre? ¿Esta sedición? Responderéis ante Roma» dice, altanero, un centurión.
«Es
reo de muerte, según nuestra ley».
«¿Y
desde cuándo se os ha devuelto el ius gladii et sanguinis?» pregunta el
mismo, el más anciano de los centuriones (de rostro severo, verdaderamente
romano, con una mejilla dividida por una profunda cicatriz); y habla con el
desprecio y el desdén con que hablaría a piojosos galeotes.
«Sabemos
que no tenemos este derecho. Somos los fieles subordinados de Roma...».
«¡Ja!
¡Ja! ¡Ja! ¡Mira lo que dicen, Longino! ¡Fieles! ¡Subordinados!... ¡Carroña! Las
flechas de mis arqueros os daría como premio».
«¡Demasiado
noble una muerte así! Las espaldas de los mulos requieren el flagrum y no otra
cosa!...» responde con irónica flema Longino.
Los
jefes de los sacerdotes, escribas y Ancianos, espuman veneno. Pero, como
quieren obtener su objetivo, callan; tragan la ofensa sin dar muestras de
haberla entendido, e inclinándose ante los dos jefes, piden que Jesús sea
llevado a la presencia de Poncio Pilato para que «juzgue y condene con la bien
conocida y honesta justicia de Roma».
«¡Ja!
¡Ja! ¡Mira lo que dicen! Ahora somos más sabios que Minerva... ¡Aquí! ¡Venga!
¡Id por delante! ¡Nunca se sabe! Sois unos chacales, y además hediondos.
Teneros detrás es un peligro. ¡Venga!».
«No
podemos».
«¿Por
qué! Cuando uno acusa debe estar delante del juez con el acusado. Esta es la
regla de Roma».
«La
casa de un pagano es impura ante nuestros ojos, y ya estamos purificados para la Pascua».
«¡Oh,
pobrecitos! ¡Si entran, se contaminan!... ¿Y matar al único hebreo que
es hombre, y no un chacal y un reptil como vosotros, no os contamina? Bien, de
acuerdo, quedaos ahí. Si dais un paso adelante os veréis clavados en las
lanzas. Una decuria en torno al Acusado. Las otras contra esta chusma hedionda
de pico mal lavado».
21Jesús entra en
el Pretorio en medio de los diez asteros, que forman un cuadrado de alabardas
en torno a su persona. Los dos centuriones van delante. Mientras Jesús espera
en un vasto atrio, tras el cual hay un patio visible en parte a través de una
cortina que el viento agita, ellos desaparecen tras una puerta.
Vuelven
con el Gobernador, que viene vestido con una toga blanquísima, sobre la cual
trae un manto de color escarlata: quizás vestían así cuando representaban
oficialmente a Roma. Entra indolentemente, con una sonrisita escéptica en su
cara afeitada. Tritura entre sus manos hojas de hierba luisa y las huele con
voluptuosidad. Va a un cuadrante solar, lo mira, se vuelve, echa unos granos de
incienso en un brasero que está colocado a los pies de un numen. Manda que le
traigan agua de cidra y hace gárgaras con ella. Se contempla el peinado, hecho
todo de ondas, en un espejo de metal tersísimo. Parece como si se hubiera
olvidado del Condenado, que espera su aprobación para ser ejecutado. Haría
airarse hasta a las mismas piedras.
Los
hebreos, dado que el atrio está por el frente todo abierto, y elevado sobre
tres altos escalones respecto del vestíbulo ‑ el cual, a su vez, respecto a la
calle a la que da, está ya de por sí elevado sobre otros tres escalones ‑ ven
todo perfectamente, y hierven por dentro. Pero no osan rebelarse por miedo a
las lanzas y a las jabalinas.
Por
fin, después de haber ido y venido por el amplio lugar, Pilatos va hacia Jesús.
Le mira y pregunta a los dos centuriones: «¿Este?».
«Éste».
«Que
vengan sus acusadores», y va a sentarse en la silla que está encima de la
tarima. Las enseñas de Roma, sobre su cabeza, se entrecruzan con las águilas
doradas y la poderosa sigla.
«No
pueden venir. Se contaminan».
«¡¡¡Hala!!!
Mejor. Nos ahorraremos ríos de esencias para quitar el olor a cabra. Que se
acerquen al menos. Aquí abajo. Y cuidad de que no entren, dado que no quieren
hacerlo. Puede ser un pretexto este hombre para una sedición».
Un
soldado sale para llevar la orden del Procurador romano. Los demás forman,
delante del atrio a iguales distancias unos de otros, hermosos como nueve
estatuas de héroes.
22Se acercan los
jefes de los sacerdotes, escribas y Ancianos. Saludan con serviles reverencias
y se detienen en la placita que está delante del Pretorio, delante de los tres
escalones del vestíbulo.
«Hablad
y sed concisos. Ya tenéis culpa por haber turbado la noche y haber obtenido la
apertura de las puertas con violencia. Pero verificaré estas cosas y mandantes
y mandatarios responderán de la desobediencia al decreto». Pilato ha ido hacia
ellos (aunque se ha quedado en el vestíbulo).
«Venimos
a someter a Roma, a cuyo divino emperador tú representas, nuestro juicio sobre
éste».
«¿Qué
acusación traéis contra Él? Me parece un hombre inocuo...».
«Si
no fuera un malhechor, no te lo habríamos traído». Y con el afán de acusar dan
unos pasos hacia delante.
«¡Arredrad
a esta plebe! Seis pasos más allá de los tres escalones de la plaza. ¡Las dos
centurias, a las armas!».
Los
soldados obedecen rápidamente alineándose cien sobre el escalón externo más
alto, vueltas las espaldas al vestíbulo, y cien en la placita a la que da el
portal de entrada de la morada de Pilato. He dicho "portal", debería
decir "zaguán" o arco triunfal, porque se trata de un vastísimo lugar
abierto limitado por una verja, que ahora está abierta de par en par y que da
acceso al atrio por el largo corredor del vestíbulo ‑ de, al menos, seis metros
de ancho ‑, de forma que se ve con claridad lo que sucede en el atrio realzado.
Al pie del amplio vestíbulo se ven las caras bestiales de los judíos mirando,
amenazadoras y satánicas, hacia el interior, mirando desde el otro lado de la
barrera armada que, codo con codo, como para una revista, presenta doscientas
puntas a los conejos asesinos.
«Repito:
¿qué acusación traéis contra éste?».
«Ha
cometido delito contra la Ley
de los padres».
«¿Y
venís a darme la lata a mí por esto? Lleváosle vosotros y juzgadle según
vuestras leyes».
«Nosotros
no podemos ajusticiar a nadie. No somos doctos. El Derecho hebreo es un niño
deficiente respecto al perfecto Derecho de Roma. Como ignorantes y como sujetos
a Roma, maestra, tenemos necesidad...».
«¿Desde
cuándo sois miel y mantequilla?... De todas formas, vosotros, maestros del
embuste, habéis dicho una verdad. ¡Tenéis necesidad de Roma? Sí. Para
deshaceros de este que os molesta. Entiendo». Y Pilato se ríe mientras mira al
cielo sereno encuadrado como una lámina rectangular de turquesa obscura entre
las marmóreas y cándidas paredes del atrio. «Decidme: ¿en qué ha cometido
delito contra vuestras leyes?».
«Hemos
visto que éste introducía el desorden en nuestra nación e impedía pagar el
tributo a César, presentándose como el Cristo, rey de los judíos».
23Pilato vuelve a
acercarse a Jesús, que está en el centro del atrio (¡tan clara se ve su
mansedumbre, que los soldados le han dejado allí, atado pero sin custodia!). Y
le pregunta: «¿Eres Tú el rey de los judíos?» .
«¿Lo
preguntas por ti o por insinuación de otros?».
«¿Y
qué me importa a mí de tu reino? ¿Soy yo, acaso, judío? Tu nación y los jefes
de ella te han entregado a mí para que juzgue. ¿Qué has hecho? Sé que eres
leal. Habla. ¿Es verdad que aspiras a reinar?».
«Mi
Reino no viene de este mundo. Si fuera un reino del mundo, mis ministros y
soldados habrían luchado para impedir que cayera en manos de los judíos. Pero
mi Reino no es de la Tierra.
Y tú sabes que no tiendo al poder».
«Eso
es verdad. Lo sé. Me lo han dicho. De todas formas, ¿no niegas que eres rey?».
«Tú
lo dices. Yo soy Rey. Para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la Verdad. El que es amigo
de la Verdad
escucha mi voz».
«¿Y
qué es la Verdad?
¿Eres filósofo? No sirve de nada frente a la muerte. Sócrates murió
igualmente».
«Pero
le sirvió ante la vida, para vivir bien. Y también para morir bien. Y para ir a
la vida segunda sin nombre de traidor de las virtudes ciudadanas».
«¡Por
Júpiter!». Pilato le mira admirado unos momentos. Luego vuelve a caer en el
sarcasmo escéptico. Hace un gesto de fastidio, le vuelve las espaldas y va
hacia los judíos. «No encuentro en Él ninguna culpa».
La
muchedumbre, temiendo perder la presa y el espectáculo del suplicio, se agita.
Gritan: «¡Es un rebelde!»; «es un blasfemo»; «incita al libertinaje»; «anima a
la rebelión»; «niega respeto a César»; «se finge profeta sin serlo»; «hace
magia»; «es un satanás»; «agita al pueblo con sus doctrinas, enseñando en toda
Judea, a donde ha venido de Galilea enseñando»; «¡a muerte!»; «¡a muerte!».
«¿Es
galileo? ¿Eres galileo?». Pilato vuelve a acercarse a Jesús: «¿Oyes cómo te
acusan? Justifícate».
Pero
Jesús calla.
24Pilato
piensa... y decide. «Una centuria, y éste donde Herodes. Que le juzgue él. Es
súbdito suyo. Reconozco el derecho del Tetrarca y ratifico de antemano su
veredicto. Que se le informe. Marchaos».
Y
Jesús, encuadrado como un granuja por cien soldados, vuelve a cruzar la ciudad,
y vuelve a ver a Judas Iscariote, al que ya había visto una vez en un mercado.
Antes, invadida por el desagrado del alboroto del pueblo, me había olvidado de
decirlo. La misma mirada de piedad hacia el traidor...
Ahora
es más difícil descargar sobre Él patadas y palos, pero no faltan ni las
piedras ni las porquerías, y si las piedras caen y sólo suenan, sin herir, en
los yelmos y corazas romanos, sí que dejan señal cuando caen sobre Jesús, que
camina sólo con la túnica, pues que había dejado el manto en el Getsemaní.
Al
entrar en el fastuoso palacio de Herodes, Jesús ve a Cusa... que no sabe
mirarle, y que huye para no verle en ese estado, cubriéndose la cabeza con el
manto.
25Ya está en la
sala en presencia de Herodes. Y detrás de Jesús - escoltado hasta el Tetrarca sólo
por el centurión y cuatro soldados - ya entran como acusadores embusteros los
fariseos escribas, que aquí se sienten a sus anchas.
Herodes
baja de su sitial y da vueltas en torno a Jesús mientras escucha las
acusaciones de sus enemigos. Sonríe. Hace burla. Luego finge una piedad y un
respeto que no turban al Mártir, como tampoco le han turbado las burlas.
«Eres
grande. Lo sé. He seguido tus pasos con atención, y me he alegrado cuando he
visto que Cusa era amigo tuyo y Manahén discípulo. Yo... las preocupaciones del
Estado... Pero sentía un gran deseo de decirte que eres grande... de pedirte
perdón... La mirada de Juan... su voz... me acusan y siempre están delante de
mí. Tú eres el santo que borra los pecados del mundo. Absuélveme, Cristo».
Jesús
calla.
«He
oído que te acusan de haberte alzado contra Roma. ¿Pero no eres Tú la vara
prometida* para castigar a Asur?».
Jesús
calla.
«Me
han dicho que profetizas el final del Templo y de Jerusalén. Pero, dado que
existe por voluntad del Eterno, ¿no es eterno el Templo como espíritu?».
Jesús
calla.
«¿Estás
loco? ¿Has perdido el poder? ¿Es que Satanás te traba la palabra? ¿Te ha
abandonado?». Herodes ahora se ríe.
26Luego da una
orden, y unos siervos traen un galgo con una pata rota, que gañe
quejumbrosamente, y a
un establero idiota,
hidrocéfalo, baboso, un
aborto de
______________________
* vara
prometida, en Isaías 30, 30‑32.
hombre,
juguete de los siervos. Los escribas y los sacerdotes huyen, gritando por el
sacrilegio, cuando ven la camilla del perro. Herodes, falso y burlón, explica:
«Es el preferido de Herodías. Regalo de Roma. Ayer se rompió una pata y ella
llora. Ordena que se cure. Haz el milagro».
Jesús
le mira severamente. Y calla.
«¿Te
he ofendido? Entonces a éste. Es un hombre, aunque en poco supere a un animal
salvaje. Dale la inteligencia, Tú, Inteligencia del Padre... ¿No dices eso?». Y
se ríe, ofensivo.
Otra
mirada, más severa, de Jesús. Y silencio.
«Este
hombre está demasiado abstinente, y ahora está aturdido por los desprecios.
Vino y mujeres, aquí. Y desatadlo».
Le
desatan y, mientras gran número de servidores traen ánforas y copas, entran
bailarinas... tapadas con nada: una franja multicolor de lino ciñe, como único
vestido, desde la cintura a los muslos, sus gráciles cuerpos; nada más.
Broncíneas ‑ son africanas ‑, livianas como gacelas jovencitas, comienzan una
danza silenciosa y lasciva.
Jesús
rechaza las copas y cierra los ojos. Calla.
La corte de Herodes, ante este desdén suyo, ríe.
«Toma
la que quieras. ¡Vive! ¡Aprende a vivir!...» insinúa Herodes.
Jesús
parece una estatua. Con los brazos cruzados, los ojos bien cerrados, no reacciona ni siquiera cuando las
impúdicas bailarinas le pasan rozando con sus cuerpos desnudos.
«Basta.
Te he tratado como a Dios y no has actuado como Dios. Te he tratado como hombre
y no has actuado como hombre. Estás loco. Una túnica blanca. Ponédsela para que
Poncio Pilato sepa que el Tetrarca ha juzgado loco a su súbdito. Centurión,
dirás al Procónsul que Herodes le presenta humildemente sus respetos y venera a
Roma. Marchaos».
Y
Jesús, atado de nuevo, sale, con una túnica de lino que le llega hasta la
rodilla, encima de la túnica roja de lana.
Y
vuelven donde Pilato.
27Ahora, cuando
la centuria a duras penas hiende la masa de gente ‑ no se han cansado de
esperar ante el palacio proconsular, y es extraño el ver a tanta gente en ese
sitio y en los lugares cercanos mientras que el resto de la ciudad aparece
vacío ‑, Jesús ve en grupo a los pastores. Están al completo, o sea: Isaac,
Jonatán, Leví, José, Elías, Matías, Juan, Simeón, Benjamín y Daniel. Con ellos
también un grupito de galileos, de los cuales reconozco a Alfeo y a José de
Alfeo, junto a dos otros que no conozco, pero que, por el peinado, diría que
son judíos. Y un poco detrás, semiescondido tras una columna, junto a un romano
que parece ser un servidor, ve a Juan, que ha entrado en el vestíbulo. Jesús
sonríe a éste y a aquéllos... sus amigos... Pero ¿qué son estos pocos y Juana y
Manahén y Cusa en medio de un océano de odio en agitación?...
28El centurión
saluda a Poncio Pilato e informa.
«¡¿Aquí
otra vez?! ¡Uf! ¡Maldita esta raza! Que se acerque la chusma. Traed aquí al
Acusado. ¡Uf, qué lata!».
Va
hacia la muchedumbre, aunque también esta vez se detiene en la mitad del
vestíbulo.
«Hebreos,
escuchad. Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo. Delante de
vosotros le he examinado y no he hallado en Él ninguno de los delitos de que le
acusáis. Herodes no ha encontrado más que yo. Y nos le ha devuelto. No merece
la muerte. Roma ha hablado. De todas formas, por no contrariaros privándoos de
la recreación, os daré a cambio a Barrabás. Y a Él mandaré que le den cuarenta
azotes. Así basta».
«¡No,
no! ¡No a Barrabás! ¡No a Barrabás! ¡A Jesús la muerte! ¡Y una muerte horrenda!
Libera a Barrabás y condena al Nazareno».
«¡Pero
oíd! He dicho fustigación. ¿No es suficiente? ¡Entonces mandaré que le
flagelen! ¿Sabéis que es atroz? Puede morir por ello. ¿Qué mal ha hecho? No
encuentro ninguna culpa en Él, así que le liberaré».
«¡Crucifica!
¡Crucifica! ¡A muerte! ¡Eres un protector de los malhechores! ¡Pagano! ¿Tú
también otro satanás!».
La
muchedumbre se acerca hasta el pie del vestíbulo y la primera formación de
soldados, no pudiendo usar las lanzas, ondea por el choque. Pero la segunda
fila, bajando un peldaño, blande las lanzas y libera a los compañeros.
«Que
sea flagelado» ordena Pilato a un centurión.
«¿Cuánto?».
«Lo
que te parezca... Total, ésta es una cuestión concluida. Y yo ya estoy
aburrido. Venga, ve».
29Cuatro soldados
llevan a Jesús al patio que está después del atrio. En él, enteramente enlosado
con mármoles de color, en su centro hay una alta columna semejante a las del
pórtico. A unos tres metros del suelo, la columna tiene un brazo de hierro que
sobresale al menos un metro y que termina en una argolla. A ésta columna - tras
haberle hecho desvestirse, de forma que ha quedado únicamente con un pequeño
calzón de lino y las sandalias ‑ atan a Jesús, con las manos unidas por encima
de la cabeza. Levantan las manos, atadas por las muñecas, hasta la argolla, de
forma que Él, a pesar de ser alto, no apoya en el suelo más que la punta de los
pies... Y también esta postura debe ser un tormento.
He
leído, no sé dónde, que la columna era baja y que Jesús estaba encorvado. Será
eso. Yo lo veo así y así lo digo.
Detrás
de Él se coloca uno de cara de verdugo y neto perfil hebreo; delante, otro, con
la misma cara. Están armados con el flagelo de siete tiras de cuero unidas a un
mango y acabadas en un martillito de plomo. Rítmicamente, como si estuvieran
haciendo un ejercicio, se ponen a dar golpes. Uno, delante; el otro, detrás. De
forma que el tronco de Jesús se halla dentro de una rueda de azotes y flagelos.
Los
cuatro soldados a los que ha sido entregado, indiferentes, se han puesto a
jugar a los dados con otros tres soldados que han llegado en ese momento. Y las
voces de los jugadores se acompasan con el sonido de los flagelos, que silban
como sierpes y luego suenan como piedras arrojadas contra la membrana tensa de
un tambor, golpeando el pobre cuerpo, ese pobre cuerpo tan delgado y de un
color blanco de marfil viejo, que primero se pone cebrado, de un rosa cada vez
más vivo, luego morado, para ornarse luego de relieves de color añil, hinchados
de sangre, y luego se abre y rompe y suelta sangre por todas partes. Los
verdugos se ceban especialmente en el tórax y en el abdomen; pero no faltan los
golpes en las piernas y en los brazos, e incluso en la cabeza, para que no
hubiera un lugar de la piel sin dolor.
Y
ni una queja siquiera... Si no estuviera sujetado por la cuerda, se caería.
Pero ni se cae ni gime. Eso sí, la cabeza le pende - después de golpes y más
golpes recibidos ‑ sobre el pecho, como por desvanecimiento.
«¡Eh,
para ya!» grita un soldado, y, en tono de mofa: «Que tienen que matarle estando
vivo».
Los
dos verdugos se paran y se secan el sudor.
«Estamos
agotados» dicen. «Dadnos la paga, para poder echar un trago y así
reponernos...».
«¡La
horca os daría! En fin, tomad...», y un decurión arroja una moneda grande a
cada uno de los dos verdugos.
«Habéis
trabajado a conciencia. Parece un mosaico. Tito: ¿tú dices que era éste el amor
de Alejandro*? Le daremos la noticia para que cumpla el luto. Le desatamos un
poco, ¿eh?».
30Le desatan, y
Jesús se derrumba como muerto. Le dejan ahí en el suelo, y de vez en cuando le
golpean con el pie calzado con las cáligas para ver si gime. Pero Él calla.
«¿Estará
muerto? ¿Pero es posible? Es joven. Y artesano. Eso me han dicho... Parece una
dama delicada».
«Déjalo
de mi cuenta» dice un soldado. Y le sienta con la espalda apoyada en la
columna. Donde estaba, ahora hay grumos de sangre... Luego va a una pequeña
fuente que gorgotea bajo el pórtico. Llena de agua un barreño y lo arroja sobre
la cabeza y el cuerpo de Jesús. «¡Así! A las flores les viene bien el agua».
Jesús
suspira profundamente. Intenta levantarse. Pero todavía tiene los ojos
cerrados.
«¡Eso
es! ¡Bien! ¡Arriba, majo! ¡Que te espera la dama!...».
Pero
Jesús inútilmente apoya en el suelo los puños intentando erguírse.
«¡Arriba!
¡Rápido! ¿Te sientes débil? Con esto te vas a reponer» dice otro soldado con
sonrisa socarrona. Y con el asta de su alabarda descarga un golpe en la cara de
Jesús, dándole entre el pómulo derecho y la nariz, por donde empieza a sangrar.
_____________________
* Alejandro, soldado romano
encontrado en 86 y en 115, recordado en 204.3 y en 461.19.
Jesús
abre los ojos, los vuelve. Es una mirada empañada... Mira fijamente al soldado
que le ha golpeado. Se enjuga la sangre con la mano. Luego, con mucho esfuerzo,
se pone de pie.
«Vístete.
No es decente estar así. ¡Impúdico!». Todos se ríen, en corro alrededor de Él.
Él obedece sin decir nada. Pero, mientras se encorva
‑ y sólo Él sabe lo que sufre al agacharse, estando tan magullado y con esas
llagas que al estirarse la piel se abren más todavía, y con otras que se forman
al romperse las ampollas ‑, un soldado da una patada a la ropa y la disemina y
cada vez que Jesús, tambaleándose, llega a donde ha caído la ropa, un soldado
las echa en otra dirección. Y Jesús, sufriendo agudamente, sigue a la ropa sin
decir una palabra, mientras los soldados se burlan de Él en modo repugnante.
Por fin puede vestirse. Se pone también la túnica
blanca, que estaba apartada y no se ha manchado. Parece querer ocultar su pobre
túnica roja, que ayer mismo estaba tan bonita y ahora está ensuciada de
porquerías y manchada por la sangre sudada en Getsemaní. Es más, antes de
ponerse sobre la piel la túnica corta interior, se enjuga con ella la cara, que
está mojada, limpiándola así de polvo y esputos. Y la pobre, santa faz, aparece
limpia, sólo signada de moratones y pequeñas heridas. Se ordena también el
pelo, que pendía desordenado, y la barba, por una innata necesidad de arreglo
corporal.
Y luego se acurruca al sol. Porque tiembla mi
Jesús... La fiebre empieza a serpear en Él con sus escalofríos. Y también se
pone de manifiesto la debilidad por la sangre perdida, el ayuno y el mucho
camino andado.
31Le atan de nuevo las manos. Y la cuerda
sierra de nuevo en donde ya hay un rojo aro de piel levantada.
«¿Y ahora? ¿Qué hacemos con Él? ¡Yo me aburro!».
«Espera. Los judíos quieren un rey. Vamos a dárselo.
Ése...» dice un soldado.
Y sale raudo ‑ sin duda, a un patio de detrás ‑.
Vuelve con un haz de ramas de espino albar agreste, todavía flexible porque la
primavera mantiene blandas las ramas, de espinas bien duras y aguzadas. Con la
daga, quitan hojas y florecillas. Luego hacen un círculo con las ramas y lo
acalcan en la pobre cabeza... Pero la bárbara corona penetra hasta el cuello.
«No va bien. Más pequeña. Quítasela».
La sacan, y, al hacerlo, arañan las mejillas ‑
incluso con el peligro de cegar a Jesús ‑ y arrancan cabellos. La hacen más
pequeña. Ahora está demasiado estrecha y, aunque aprietan ‑ hincando en la
cabeza las espinas ‑, puede caerse. Otra vez afuera, arrancando más pelo. La
modifican de nuevo. Ahora va bien. Delante hay un triple cordón espinoso;
detrás, donde los extremos de las tres ramas se entrecruzan, hay un verdadero
nudo de espinas que entran en la nuca.
«¿Ves qué bien estás! Bronce natural y rubíes puros.
Mírate, rey, en mi coraza» dice, burlón, el que ha ideado el suplicio.
«No es suficiente la corona para hacerle a uno rey.
Se necesita la púrpura y el cetro. En el establo hay una caña y en la cloaca
hay una clámide roja. Ve por ellas, Cornelio».
Y,
cuando éste las trae, ponen el sucio trapajo sobre los hombros de Jesús y,
antes de ponerle entre las manos la caña, le dan con ella en la cabeza, hacen
reverencias y saludan: «¡Ave, rey de los Judíos!», y se tronchan de risa.
Jesús
no les opone resistencia. Se deja sentar en el "trono" (un barreño
colocado boca abajo, usado, sin duda, para dar de beber a los caballos), y se
deja golpear y escarnecer, sin decir nada nunca. Solamente los mira... y es una
mirada de una dulzura tan grande y de un dolor tan atroz, que no puedo mirar yo
sin sentir mi corazón traspasado.
32Los soldados
concluyen el escarnio sólo cuando oyen la voz de un superior que ordena sea
conducido el reo ante Pilato. ¡Reo! ¿De qué?
Sacan
de nuevo a Jesús al atrio, cubierto ahora éste por un valioso entrecielo para
el sol. Jesús tiene todavía la corona, la clámide y la caña.
«Acércate,
para mostrarte al pueblo».
Jesús,
ya quebrantado, se yergue con porte digno: ¡oh, verdaderamente es un rey!
«Oíd,
hebreos. Aquí está el hombre. Yo le he castigado. Pero ahora dejadle
marcharse».
«¡No,
no! ¡Queremos verle! ¡Que salga! ¡Queremos ver al blasfemo!».
«Traedle
aquí afuera. Y atentos a que no le prendan».
Y
mientras Jesús sale al vestíbulo y puede vérsele dentro del cuadrado formado
por los soldados, Poncio Pilato le señala con la mano diciendo: «He aquí al
Hombre. A vuestro rey ¿No es suficiente todavía?».
El
Sol de un día de bochorno llegado ya al medio de la tercia desciende casi
perpendicular, encendiendo y resaltando miradas y caras: ¿son hombres esa
gente? No: hienas hidrófobas. Gritan, muestran los puños, piden muerte...
Jesús
está erguido. Y le aseguro que nunca tuvo esa nobleza de ahora. Ni siquiera
cuando ejecutaba los más poderosos milagros. Nobleza de dolor. Tan divino, que
bastaría para signarle con el nombre de Dios. Pero para pronunciar ese Nombre
hay que ser, al menos, hombres, y Jerusalén hoy no tiene hombres, sólo
demonios.
Jesús
recorre con su mirada la muchedumbre y, en el mar de caras cargadas de odio,
encuentra rostros amigos. ¿Cuántos? Menos de veinte amigos entre millares de
enemigos... Y agacha la cabeza, bajo la impresión de este abandono. Una lágrima
rueda... y otra... y otra... El ver su llanto no genera piedad; antes bien, un
odio aún más sañudo.
33De nuevo le
llevan al atrio.
«¿Entonces?
Dejadle marcharse. Es justicia».
«
No. A muerte. Crucifica».
«Os
doy a Barrabás».
«No.
¡Al Cristo!».
«Pues
entonces pase a vuestras manos y crucificadle vosotros, porque yo no encuentro
en Él delito alguno para hacerlo».
«Se
ha llamado Hijo de Dios. Nuestra ley establece la muerte para el reo de una
blasfemia como ésa».
Pilato
está ahora pensativo. Vuelve a entrar. Se sienta en su pequeño trono. Pone,
mientras escruta a Jesús, una mano en la frente, y el codo encima de la
rodilla. «Acércate» dice.
Jesús
va hasta el pie de la tarima.
«¿Es
verdad? Responde».
Jesús
calla.
«¿De
dónde vienes? ¿Quién es Dios?».
«Es
el Todo».
«Y... bueno, ¿y qué quiere decir "el
Todo"? ¿Qué es el Todo para uno que muere? Estás desquiciado... Dios no
existe. Yo existo».
Jesús
guarda silencio. Ha dejado caer la gran palabra y ahora de nuevo se viste de
silencio.
34«Poncio: la
liberta de Claudia Prócula pide permiso para entrar. Tiene un escrito para ti».
«¡Domine!
¡Y ahora, además, las mujeres! Que pase».
Entra
una romana. Se arrodilla mientras entrega una tablilla encerada. Debe ser la
tablilla en que Prócula ruega a su marido que no condene a Jesús. La mujer se
retira caminando hacia atrás mientras Pilato lee.
«Se
me aconseja evitar el homicidio contra ti. ¿Es verdad que eres más que un
arúspice? Me causas miedo».
Jesús
guarda silencio.
«¿Pero
no sabes que tengo poder para liberarte o para crucificarte?».
«No
tendrías ningún poder, si no se te diera de arriba. Por eso el que me ha
entregado a ti es más culpable que tú».
«¿Quién
es? ¿Tu Dios? Tengo miedo...».
Jesús
calla.
Pilato
está en ascuas. Quisiera y no quisiera. Teme el castigo de Dios, teme el de
Roma, teme las venganzas judías. El miedo a Dios vence un momento. Va al
extremo frontal del atrio y dice con voz potente: «No es culpable».
«Si
dices eso, eres enemigo de César. Quien se hace rey es su enemigo. Lo que
quieres es liberar al Nazareno. Ya nos encargaremos de que lo sepa César».
Se
apodera de Pilato el miedo al hombre.
«En
definitiva, que queréis verle muerto, ¿no? Pues así sea. Pero no manche mis
manos la sangre de este justo». Pide un balde y se lava las manos ante la
presencia del pueblo, que parece ebrio de frenesí mientras grita: «Sobre
nosotros, sobre nosotros caiga su sangre; caiga sobre nosotros y sobre nuestros
hijos. No la tememos. ¡A la cruz! ¡A la cruz!».
35Poncio Pilato
vuelve a su pequeño trono, llama al centurión Longino y a un esclavo. Manda a
éste que le traiga una tabla. Sobre ésta apoya un cartel y en él manda
escribir: «Jesús Nazareno, Rey de los Judíos». Y lo muestra al pueblo.
«No.
Eso no. No "Rey de los Judíos". Sino que Él se ha llamado rey de los
Judíos». Esto gritan muchos.
«Lo
que he escrito he escrito» dice, duro, Pilato. Y, en pie, erguido, extiende la
mano con la palma hacia delante y vuelta hacia abajo y ordena: «Que vaya a la
cruz. Soldado, ve, prepara la cruz». (Ibis ad crucem! I, miles, expedi crucem).
Y baja sin siquiera volverse hacia la muchedumbre agitada, ni hacia el pálido
Condenado. Sale del atrio... en cuyo centro se queda Jesús, custodiado por los
soldados, esperando la cruz.
10
de marzo de 1944, viernes.
36Dice Jesús:
«Quiero
ofrecer a tu meditación el punto que se refiere a mis encuentros con Pilato.
Juan
‑ que, habiendo estado casi siempre presente, o por lo menos muy cercano, es el
testigo y narrador más exacto ‑ refiere cómo, una vez que salí de la casa de
Caifás, fui conducido al Pretorio. Y especifica "por la mañana
temprano". Efectivamente, has visto que apenas rayaba el alba. También
especifica Juan que "ellos (los judíos) no entraron para no contaminarse y
poder comer la Pascua".
Hipócritas
como siempre, veían peligro de contaminarse en pisar el polvo de la casa de un
gentil, pero no encontraban que fuera pecado matar a un Inocente; y con el
corazón satisfecho con el delito cumplido, pudieron saborear aún mejor la Pascua. Tienen
también ahora muchos seguidores. Todos
los que por dentro actúan mal y por fuera profesan respeto a la religión y amor
a Dios son semejantes a ellos. ¡Fórmulas, fórmulas y no religión verdadera!
Me producen repugnancia y desdén.
No
entrando los judíos en la casa de Pilato, salió éste para oír lo que pasaba con
la muchedumbre vociferante, y, siendo experto en el gobierno y en el juicio,
con una sola mirada comprendió que el reo no era Yo, sino ese pueblo ebrio de
odio. El encuentro de nuestras miradas fue recíproca lectura de nuestros
corazones. Yo juzgué al hombre en lo que él era. Él me juzgó a mí en lo que Yo
era. Yo sentí compasión por él porque era un hombre débil; él sintió compasión
de mí porque Yo era inocente. Trató de salvarme desde el primer momento. Y,
dado que únicamente a Roma se defería y reservaba el derecho de ejercer la
justicia hacia los malhechores, trató de salvarme diciendo: "Juzgadle
según vuestra ley".
37Hipócritas por
segunda vez, los judíos no quisieron emitir la condena. Es verdad que Roma
tenía el derecho de justicia, pero cuando, por ejemplo, Esteban fue lapidado,
Roma seguía imperando en Jerusalén, y ellos, a pesar de todo, sin preocuparse
de Roma, definieron y consumaron el juicio y el suplicio. Conmigo, respecto a
quien sentían no amor sino odio y miedo ‑ no querían creer que fuera el Mesías,
pero, por la duda de que lo fuera, no querían quitarme materialmente la vida ‑
actuaron de forma distinta, y me acusaron de agitador contra el poder de Roma
(vosotros diríais: "rebelde") para conseguir que Roma me juzgara.
En
su aula infame, y en muchas ocasiones durante los tres años de mi ministerio,
me habían acusado de blasfemo y falso profeta, así que habría debido ser
lapidado por ellos, o, en todo caso, ejecutado. Pero en este caso, para no
llevar a cabo materialmente el delito (por el cual sentían por instinto que
habrían sido castigados), hacen que lo lleve a cabo materialmente Roma,
acusándome de ser un malhechor y un rebelde.
Nada
más fácil, cuando las muchedumbres están pervertidas y los jefes demoniados,
que acusar a un inocente, para apagar la sed de crueldad y de usurpación y
quitar de en medio a quien representa un obstáculo y un juicio. Hemos vuelto a
los tiempos de entonces. El mundo, cada cierto tiempo, después de una
incubación de ideas perversas, estalla con estas manifestaciones de perversión.
Como una inmensa gestante, la multitud, después de haber nutrido en su seno con
doctrinas de fiera a su monstruo, lo pare para que devore. Para que devore,
primero, a los mejores; luego, a ella misma.
38Pilato entra de
nuevo en el Pretorio y me dice que me acerque. Me hace preguntas.
Ya
había oído hablar de mí. Entre sus centuriones, había algunos que repetían mi
Nombre con amor agradecido, con lágrimas en los ojos y sonrisa en el corazón, y
hablaban de mí como de un benefactor. En sus informes al Pretor ‑ solicitada su
opinión sobre este Profeta que atraía hacia sí a las multitudes y predicaba una
doctrina nueva en que se hablaba de un reino extraño, inconcebible para la
mente pagana ‑ habían respondido siempre que Yo era un hombre manso, bueno, que
no buscaba honores de esta Tierra y que inculcaba y practicaba el respeto y la
obediencia hacia las autoridades. Más sinceros que los israelitas, veían y
testificaban la verdad.
El
domingo anterior, él, atraído por el clamor de la muchedumbre, se había asomado
a la calle y había visto pasar, montado en una jumenta a un hombre desarmado,
un hombre que iba bendiciendo, rodeado de niños y mujeres. Había comprendido
con claridad que no entrañaba un peligro para Roma.
Quiere,
pues, saber si Yo soy rey Movido por su irónico escepticismo pagano, quiere
reírse un poco de esa forma de regalidad que monta un asno, que tiene como
cortesanos a niños descalzos y a mujeres sonrientes, a hombres del pueblo; de
esta forma de regalidad que desde hace tres años predica el desapego por las
riquezas y el poder, y que no habla de otras conquistas sino de las de espíritu
y alma. ¿Qué es el alma para un pagano? Ni siquiera sus dioses tienen un alma.
¿Podrá tenerla el hombre? Ahora también este rey sin corona, sin palacio, sin
corte, sin soldados, le repite que su reino no es de este mundo. Tan verdadero
es eso, que ningún ministro se levanta en defensa de su rey, ningún soldado
interviene para arrancarlo de las manos de sus enemigos.
Pilato,
sentado en su sitial, me escudriña porque para él soy un enigma. Si hubiera
liberado su alma de las preocupaciones humanas, de la soberbia del cargo, del
error del paganismo, habría comprendido en seguida quién era Yo. Mas ¿cómo
podrá la luz penetrar en donde demasiadas cosas ocluyen las aperturas para que
entre?
39Siempre ha sido
así, hijos. También ahora. ¿Cómo pueden
entrar Dios y su luz en un lugar donde no hay espacio para ellos y las puertas
y ventanas están trancadas y defendidas por la soberbia, la humanidad, el
vicio, la usura, y por muchos, muchos guardianes al servicio de Satanás contra
Dios?
Pilato
no puede entender qué reino es este
reino mío. Y no pide - y esto
es doloroso ‑ que Yo se lo explique. Ante mi invitación a que conozca la Verdad, él, el indomable
pagano, responde: "¿Qué es la verdad?", permitiendo que se zanje la
cuestión encogiéndose de hombros.
¡Oh
hijos, hijos míos! ¡Oh mis Pilatos de ahora! También vosotros, como Poncio
Pilato, dejáis que se zanjen las cuestiones más vitales encogiéndoos de
hombros. Os parecen cosas
inútiles, superadas. ¿Qué es la
Verdad? ¿Dinero? No. ¿Mujeres? No. ¿Poder? No. ¿Salud física?
No. ¿Gloria humana? No. Entonces, mejor olvidarse; no merece la pena correr
tras una quimera. Dinero, mujeres, poder, buena salud, comodidades, honores:
éstas son cosas concretas, útiles, cosas apetecibles y que merece la pena
alcanzar cueste lo que cueste. Razonáis así. Y, peor que Esaú, trocáis los bienes
eternos por un alimento de baja calidad que perjudica a vuestra salud física y
os daña en orden a la salud eterna. ¿Por qué no persistís en preguntar:
"¿Qué es la Verdad?"?
Ella, la Verdad, sólo pide darse a conocer para instruiros
sobre sí. Está frente a vosotros como frente a Pilato, y os mira con
ojos de amor suplicante implorándoos: "Pregúntame. Te instruiré".
¿Ves
cómo miro a Pilato? Igual os miro a todos vosotros. Y, si tengo mirada de
sereno amor para el que me ama y solicita mis palabras, tengo miradas de amor
doliente para aquel que no me ama, no me busca, no me escucha. Pero amor, en
todo caso amor, porque el Amor es mi naturaleza.
40Pilato me deja
donde estoy y no sigue interrogándome. Va a los malvados, que se hacen oír más
y se imponen con su violencia. Y este hombre mísero, que no me ha escuchado a
mí y que con un gesto de encogerse de hombros ha rechazado mi invitación a
conocer la Verdad,
los escucha a ellos. Escucha a la Mentira. La idolatría, bajo cualquier forma en que se
presente, siempre tiende a venerar y a aceptar a la Mentira, comoquiera que se
presente. Y la Mentira,
aceptada por un débil, conduce al débil al delito.
También
Pilato a las puertas del delito quiere salvarme, una vez, dos veces. Es
entonces cuando me manda a Herodes. Bien sabe que el rey astuto, que se mueve
entre dos aguas, Roma y su pueblo, actuará de un modo que no perjudicará a Roma
y que no significará un choque con el pueblo hebreo. Pero, como todos los
débiles, aplaza unas horas esa decisión para la que no se ve con fuerzas,
esperando que la agitación plebeya se calme.
Yo
dije*: "Que vuestro lenguaje sea: sí, sí; no, no". Pero él no lo ha
oído, o, si alguien se lo ha repetido, ha vuelto, como de costumbre, a
encogerse de hombros. Para vencer en el
mundo, para obtener honores y lucro, hay que saber hacer del sí un no, o del no un sí, según lo que aconseje
el buen sentido (lee: sentido humano).
¡Cuántos,
cuántos Pilatos tiene el siglo veinte! ¿Dónde están los héroes del cristianismo
que decían "sí", constantemente "sí" a la Verdad y por la Verdad, y "no",
constantemente "no" por la
Mentira? ¿Dónde están los héroes que saben afrontar el
peligro y los acontecimientos con fortaleza de acero y serena prontitud, sin
dejar las cosas para otro momento, porque el Bien debe cumplirse en seguida y
del Mal hay que alejarse inmediatamente, sin ningún "pero" y sin
ningún "si"?
41Cuando regreso
del palacio de Herodes, se produce el nuevo paliativo de Pilato: la
flagelación. ¿Cuál era la esperanza de Pilato? ¿No sabía que la masa es una
fiera que en cuanto empieza a ver la sangre se vuelve más feroz? Pero Yo debía
ser quebrantado para expiar vuestros pecados de la carne. Y me quebrantan. No
habrá en todo mi cuerpo un lugar que no reciba golpes. Soy el Hombre de que
habla Isaías. Y al suplicio ordenado se añade el no ordenado, el creado por la
crueldad humana, el de las espinas.
¿Veis,
hombres, a vuestro Salvador, a vuestro Rey, coronado de dolor para liberar
vuestra cabeza de los muchos pensamientos pecaminosos que en ella se incuban?
¿No pensáis qué dolor sufrió mi cabeza inocente por pagar por vosotros, por
vuestros cada vez más atroces pecados de pensamiento que se transforman en
acción? Vosotros, que os sentís ofendidos incluso sin motivo, mirad al Rey
ultrajado - y es Dios ‑, con su sarcástico manto de púrpura desgarrada, con el
cetro de caña y la corona de espinas. Es ya un moribundo y le siguen
abofeteando con las manos y las burlas. Y ni siquiera os compadecéis de Él.
Como los judíos, seguís mostrándome los puños y gritando: "¡Fuera, fuera,
no tenemos más Dios que a César!". ¡Oh, idólatras que no adoráis a Dios
sino que os adoráis a vosotros mismos y adoráis al que puede más entre
vosotros! No aceptáis al Hijo de Dios. No os ayuda en vuestros delitos. Más
servicial es Satanás; aceptáis, por tanto, a Satanás. Del Hijo de Dios tenéis
miedo. Como Pilato. Y, cuando sentís que se cierne sobre vosotros con su poder,
que rebulle en vosotros con la voz de la conciencia que en su nombre os
censura, preguntáis como Pilato: "¿Quién eres?".
Sabéis
quién soy. Incluso los que me niegan saben que existo y saben quién soy. No
mintáis. Veinte siglos están en torno a mí y os ilustran acerca de quién soy, y
os instruyen acerca de mis prodigios. Es más perdonable Pilato. No vosotros,
que disponéis de una herencia de veinte siglos de cristianismo para sostener
vuestra fe, o para inculcárosla, y no queréis saber nada de ello. Y fui más
severo con Pilato que con vosotros. No respondí. Con vosotros, sin
embargo, hablo. Y, no obstante, no consigo convenceros de que soy Yo y de que
me debéis adoración y obediencia.
___________________
* Yo dije: en 172.4
Ahora
también, como entonces, me acusáis de ser Yo la causa de mi propio fracaso en
vosotros porque no os escucho. Decís que perdéis la fe por esto. ¡Embusteros!
¿Dónde tenéis la fe? ¿Dónde, vuestro amor? ¿Cuándo, pero cuándo, oráis y vivís
con amor y fe? ¿Sois personas importantes? Recordad que lo sois porque Yo lo
permito. ¿Sois personas anónimas en medio de la masa? Recordad que no hay otro
Dios aparte de mí. Ninguno está por encima de mí, ninguno me precede. Dadme
pues ese culto de amor que me corresponde y Yo os escucharé, porque dejaréis de
ser bastardos para ser hijos de Dios.
42Y ahí tenéis el
último intento de Pilato para salvarme la vida, supuesto que pudiera salvarla
después de la despiadada a ilimitada flagelación. Me presenta a la multitud:
"¡Aquí tenéis al Hombre!". A él, humanamente, le inspiro compasión.
Espera en la compasión colectiva. Pero, ante la dureza que resiste y la amenaza
que avanza, no sabe llevar a cabo un acto sobrenaturalmente justo, y, por
tanto, bueno, diciendo: "Le libero porque es inocente. Vosotros sí sois
culpables. Y si no disolvéis el tumulto conoceréis el rigor de Roma". Esto
es lo que habría debido decir, si hubiera sido un justo; sin calcular el futuro
mal que ello le hubiera acarreado.
Pilato
es un falso bueno. Bueno es Longino, el cual, menos poderoso que el Pretor, y
menos protegido, en medio de la calle, rodeado de pocos soldados y de una
multitud enemiga, se atreve a defenderme, a ayudarme, a concederme descansar y
tener el consuelo de las mujeres compasivas y ser ayudado por el Cireneo y, en
fin, tener a mi Madre al pie de la Cruz. Longino fue un héroe de la justicia y vino
a ser, por esto, un héroe de Cristo.
Sabed,
hombres que os preocupáis sólo de vuestro bien material, que incluso respecto a
éste vuestro Dios interviene cuando os ve fieles a la justicia, que es
emanación de Dios. Yo premio siempre a quien actúa con rectitud. Defiendo a
quien me defiende. Le amo y le socorro. Sigo siendo Aquel que dijo*: "El
que dé un vaso de agua en mi nombre recibirá recompensa". A quien me da
amor, agua que calma la sed de mi labio de Mártir divino, le doy a mí mismo
como don, y ello significa protección y bendición».
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