¿Encontrará esta fe en la tierra? ¿Qué fe es ésta?
La pregunta con la que termina Jesús hoy su breve pero densa catequesis sobre la oración es inquietante. Vivimos tiempos en los que parece que, al menos en nuestro mundo occidental, la fe va enflaqueciendo, disminuyendo a ojos vista, convirtiéndose en algo marginal incluso, para muchos, exótico y estrambótico. Pero Jesús no pregunta si cuando vuelva encontrará fe en la tierra, sino precisamente
esta fe. No le preocupan sobre todo las estadísticas religiosas, la cantidad de los que se declaran creyentes y van a la Iglesia, pues su pregunta se refiere más a la calidad (¿encontrará
esta fe?) que a la cantidad (¿encontrará fe en general?).
Se trata de si, más allá de los datos sociológicos, será posible encontrar esa fe de los que confían de verdad en Dios, de los que creen que Dios escucha sus ruegos y hace justicia a los que le gritan día y noche.
Esta afirmación tajante de Jesús suscita en muchos de nosotros una cierta desazón, pues si no fuera porque lo dice Jesús, nos sentiríamos inclinados a impugnarla o, al menos, a rebajar mucho su alcance. Todos podríamos ofrecer evidencias en contrario: la experiencia del silencio de Dios, que parece no escuchar nuestros ruegos, que no los responde, incluso cuando están hechos de manera desinteresada, en sintonía con el espíritu cristiano y con la fe de la Iglesia. El silencio de Dios resulta a veces desesperante.
Posiblemente los propios discípulos de Jesús tenían en ocasiones una impresión parecida. No es difícil imaginar que ellos oraban cotidianamente con Jesús y en torno a Él: entonaban salmos y cantaban himnos, también unirían sus voces a la de Jesús para elevar a Dios la plegaria del Padrenuestro que Él mismo les había enseñado. Y, pese a todo, no dejaban de experimentar las dificultades de la vida, las penurias del seguimiento, las oposiciones, acompañadas de fuertes amenazas y peligros. Y puede ser que se plantearan más de una vez, incluso en voz alta, la duda de si ese buen Dios y Padre del que les hablaba Jesús estaba realmente pendiente de ellos, pendiente de Aquel que se decía Hijo y enviado suyo.
Es significativo que Jesús dirige esta catequesis a sus discípulos y no a la masa; se dirige a nosotros, los creyentes, para invitarnos a comprobar la calidad de nuestra fe, si “creemos en general” o tenemos esta fe, la de los hijos que confían en que Dios está pendiente de ellos y los escucha. Para iluminar de qué fe se trata, nos cuenta una breve historia edificante. Se trata de un juez que no sólo es un mal juez, es un auténtico canalla. No es posible no atender a la extrema dureza con la que Jesús describe al primer protagonista de la historia: ni temía a Dios ni le importaban los hombres. No temer a Dios en una sociedad religiosa como aquella era un pecado extremo, y especialmente para un juez que desempeñaba una función directamente religiosa. No temer a Dios no es lo mismo que no creer en Él, pero en la práctica es casi igual: es vivir como si Dios no existiera. “Largo me lo fiáis”, dice el impío Juan Tenorio; pero tales personajes toman la voz con frecuencia en el Antiguo Testamento: “No tengo miedo a Dios ni en su presencia. Se hace la ilusión de que su culpa no será descubierta ni aborrecida” (Sal. 35); “Ellos dicen: ¿Es que Dios lo va a saber, se va a enterar el Altísimo?” (Sal. 72). Y si alguien no teme a Dios, tanto menos le han de importar los hombres. Pese a la sensibilidad actual para la solidaridad, también esta actitud de indiferencia, ignorancia culpable y hasta desprecio por los demás, incluso por aquellos con los que tenemos obligaciones concretas, abunda en nuestro tiempo. Pues bien, hasta un individuo de esta pésima catadura, modelo de maldad antigua y moderna, acaba haciendo justicia ante la insistencia de la viuda, expresión del extremo desamparo, y que, por cierto, no pide favores ni limosnas, sino que se le haga justicia. Es verdad que las motivaciones del juez no son precisamente muy limpias, pues cumple para quitarse de en medio una molestia. Pero, al fin y al cabo, en el ámbito de la ley, no importa tanto la motivación del que la imparte, sino el que lo haga de manera conforme a las leyes.
La historia del juez injusto y la pobre viuda ilustra y pone de relieve la importancia de la perseverancia y la insistencia. Es preciso orar siempre y sin desanimarse. Esa constancia y fidelidad, que desafía las evidencias, es signo de una fe que confía y espera. Si esa insistencia es eficaz incluso en el caso de los malvados, como ese juez, tanto más, ha de ser acogida por Aquel que está pendiente de los suyos que le gritan día y noche. Ante la evidencia de que a veces Dios parece no escuchar nuestras peticiones, cabe preguntar, ¿pedimos con insistencia, gritando día y noche? Pues no basta con que dirijamos ocasionalmente un leve pensamiento hacia Dios mandándole un recado, expresándole algún deseo, mientras nuestra mente y nuestro corazón están casi completamente ocupados en otros asuntos, en los que, por cierto, apenas le damos cabida a ese Dios del que exigimos pronta respuesta.
Hasta ahora nos hemos referido a la oración de petición. Jesús mismo nos ha dado pie a ello. Y nos ha dicho que Dios no nos dará largas, nos hará justicia sin tardar. Ante la impresión de que no siempre es así, reconociendo que nuestra oración no siempre es lo suficientemente confiada y perseverante, podemos tratar de comprender, a tenor de las palabras de Cristo, cómo nos escucha Dios.
Su aparente silencio tiene mucho que ver con los ritmos diferentes de nuestro tiempo y el tiempo de Dios (si puede hablarse así). En el silencio de Dios ante muchas de nuestras peticiones ya nos está diciendo una cosa muy importante: Él no se deja manipular por nosotros, no es un talismán mágico al servicio de nuestros intereses, ni el recurso de última instancia cuando los nuestros se han revelado insuficientes o ineficaces (si hubieran sido suficientes y eficaces, muy posiblemente hubiéramos preservado celosamente el espacio de nuestra autonomía a cualquier intromisión, incluida la de Dios). Al fomentar nuestra perseverancia, Dios favorece que le abramos el alma, de manera que nos pueda dar mucho más de lo que podemos pedir o imaginar. De este modo, Dios va respondiendo a nuestras necesidades más hondas, no siempre expresadas en la oración: nos va transformando poco a poco en la medida en que le damos acceso a nuestro interior.
El ensanchamiento del alma y del corazón nos abre además a las necesidades de los demás. Esto nos cura del egoísmo que también puede darse en la vida espiritual, cuando nos ocupamos de pedirle a Dios por nosotros y por los nuestros, mientras permanecemos indiferentes a las necesidades de los demás, del mundo, de la Iglesia, de los que sufren de múltiples formas. Y es que la verdadera oración de petición no puede no ser, al mismo tiempo, una oración de intercesión, en la que nos ponemos ante Dios como intermediarios de la humanidad entera.
Al contemplar a Moisés intercediendo ante Dios por su pueblo en peligro, en la cima de la montaña con los brazos en cruz, no podemos no descubrir en él la figura del gran y único intercesor entre Dios y los hombres, Jesucristo, que en la cima del monte, clavados sus brazos en la cruz, intercede ante el Padre por todos nosotros, invocando el perdón para sus verdugos, gritando la desesperación y la oscuridad de los que se creen abandonados de Dios, entregando finalmente su espíritu confiadamente en las manos del Padre. Jesús es para nosotros modelo de oración en toda su vida, desde el nacimiento hasta la muerte. Al contemplarlo, especialmente al considerar su trágico final, podríamos preguntarnos si no le pasó a él, que nos exhorta a orar sin desfallecer, lo que nos pasa a nosotros: que “habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte” (Hb 5, 7), finalmente no fue escuchado, puesto que acabó muriendo ignominiosamente en la cruz. Y, sin embargo, la carta a los Hebreos dice que “fue escuchado por su actitud reverente”. Los ruegos y súplicas de Jesús hallaron respuesta no en una salvación provisional del suplicio de la cruz, sino en la victoria definitiva sobre el mal y la muerte en la Resurrección.
Así pues, si queremos orar con perseverancia, sin desfallecer, con plena confianza, tenemos que orar en Cristo, identificándonos con Él, haciendo nuestros sus mismos sentimientos, “que siendo de condición divina… se despojó de su rango… y se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2, 6-8). Haciendo nuestros los sentimientos de Cristo aprenderemos a pedir a Dios lo que Él quiere que le pidamos, y también a pedirle en nuestra necesidad, pero con la disposición con que pedía Cristo en la suya: “Padre, si es posible aparte de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Mt 26, 39; Lc 22, 42); es decir, en una actitud de confianza plena, que es más fuerte que la desgracia y que la misma muerte.
Hemos de reconocer que tenemos que aprender a orar. Si ya lo hacemos, hemos de mejorar la calidad de nuestra oración, para orar con esa fe que Jesús quiere encontrar a su venida. Si no tenemos el hábito de la oración, siempre estamos a tiempo de iniciar este camino, exigente, duro (la perseverancia no es una virtud fácil), pero fascinante y que esconde tesoros que superan nuestra imaginación. La escuela de la oración, de toda oración, de petición, de intercesión, de acción de gracias, alabanza y adoración es la contemplación y la escucha del Maestro, de Jesucristo. Y lugar privilegiado de este aprendizaje es su Palabra, la Escritura inspirada que, como nos recuerda Pablo, nos da la sabiduría de la fe, que conduce a la salvación, que nos enseña, a veces nos reprende y corrige, nos educa en la virtud, nos equipa para toda obra buena. En la escucha y acogida de la Palabra aprendemos a orar como conviene, y esa oración no nos encierra en nosotros mismos, sino que nos envía a proclamarla, a testimoniarla, a ponerla en práctica. Y, así como en la oración aprendemos a ser perseverantes, así en la práctica de las buenas obras y en el trato con los demás, además de la proclamación y el testimonio sin miedo y sin compromisos (a tiempo y a destiempo), la Palabra nos enseña también la paciencia, pues no somos nosotros los que tenemos que cambiar a los demás, sino que también aquí hay que confiar en la sabia pedagogía de Dios.
De esta manera, siendo constantes en la oración confiada, en el testimonio y en las buenas obras, conservaremos la fe y la transmitiremos a las generaciones futuras, de modo que, cuando vuelva, el Hijo del hombre encuentre esta fe en la tierra.
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