De las 9 a las 10 de la mañana
Jesús coronado de espinas. “Ecce Homo.” Jesús es condenado a muerte.
Gracias te doy, oh Jesús, por llamarme a la unión contigo por medio de la oración, y tomando tus pensamientos, tu lengua, tu corazón y fundiéndome toda en tu Voluntad y en tu amor, extiendo mis brazos para abrazarte y apoyando mi cabeza sobre tu corazón empiezo:
Mi Jesús, amor infinito, mientras más te miro más comprendo cuánto sufres. Ya estás todo lacerado y no hay parte sana en Ti; los verdugos enfurecidos al ver que Tú en medio de tantas penas los miras con tanto amor, que tu mirada amorosa formando un dulce encanto, casi como tantas voces ruegan y suplican más penas y nuevas penas, y estos, si bien inhumanos, pero también forzados por tu amor, te ponen de pie, y Tú, no sosteniéndote caes de nuevo en tu propia sangre, y ellos, irritados, con patadas y con empujones te hacen llegar al lugar donde te coronarán de espinas. Amor mío, si Tú no me sostienes con tu mirada de amor, yo no puedo continuar viéndote sufrir. Siento ya un escalofrío en los huesos, el corazón me late fuertemente, me siento morir, ¡Jesús, Jesús, ayúdame! Y mi amable Jesús me dice: “Animo, no pierdas nada de lo que he sufrido; sé atenta a mis enseñanzas. Yo debo rehacer en todo al hombre, la culpa le ha quitado la corona y lo ha coronado de oprobios y de confusión, así que no puede comparecer ante mi Majestad, la culpa lo ha deshonrado haciéndole perder todo derecho a los honores y a la gloria, por eso quiero ser coronado de espinas, para poner sobre la frente del hombre la corona y restituirle todos los derechos a cualquier honor y gloria; y mis espinas serán ante mi Padre reparaciones y voces de disculpa por los tantos pecados de pensamiento y especialmente de soberbia; y serán voces de luz y de súplica a cada mente creada para que no me ofendan; por eso, tú únete conmigo y ora y repara junto conmigo.”
Coronado Jesús, tus crueles enemigos te hacen sentar, te ponen encima un trapo de púrpura, toman la corona de espinas y con furia infernal te la ponen sobre tu adorable cabeza, y a golpes de palos te hacen penetrar las espinas en la frente, y algunas te llegan hasta los ojos, a las orejas, al cráneo y hasta detrás en la nuca. ¡Amor mío, qué desgarro, qué penas tan inenarrables! ¡Cuántas muertes crueles no sufres! La sangre te corre sobre tu rostro, de manera que no se ve más que sangre, pero bajo esas espinas y esa sangre se descubre tu rostro santísimo radiante de dulzura, de paz y de amor, y los verdugos queriendo completar la tragedia te vendan los ojos, te ponen una caña en la mano por cetro y comienzan sus burlas.
Te saludan como rey de los judíos, te golpean la corona, te dan bofetadas y te dicen: “Adivina quién te ha golpeado.” Y Tú callas y respondes con reparar las ambiciones de quienes aspiran a reinos, a las dignidades, a los honores, y por aquellos que encontrándose en estos puestos, no comportándose bien forman la ruina de los pueblos y de las almas confiadas a ellos, y cuyos malos ejemplos son causa de empujar al mal y de que se pierdan almas. Con esa caña que tienes en la mano reparas por tantas obras buenas vacías de espíritu interior, e incluso hechas con malas intenciones. En los insultos y en esa venda reparas por aquellos que ponen en ridículo las cosas más santas, desacreditándolas y profanándolas, y reparas por aquellos que se vendan la vista de la inteligencia para no ver la luz de la verdad. Con esta venda impetras para nosotros el que nos quitemos las vendas de las pasiones, de las riquezas y los placeres.
Mi rey Jesús, tus enemigos continúan sus insultos, y la sangre que escurre de tu santísima cabeza es tanta, que llegándote hasta la boca te impide hacerme oír claramente tu dulcísima voz, y por eso no puedo hacer lo que haces Tú, por eso vengo a tus brazos, quiero sostener tu cabeza traspasada y dolorida, quiero poner mi cabeza bajo esas espinas para sentir sus pinchazos. Pero mientras digo esto, mi Jesús me llama con su mirada de amor y yo corro, me abrazo a su corazón y trato de sostener su cabeza.
¡Oh, cómo es bello estar con Jesús, aun en medio de mil tormentos! Y Él me dice: “Hija mía, estas espinas dicen que quiero ser constituido rey de cada corazón; a Mí me corresponde todo dominio; tú toma estas espinas y pincha tu corazón y haz salir de él todo lo que a Mí no pertenece y deja las espinas dentro de tu corazón como señal de que Yo soy tu rey y para impedir que ninguna otra cosa entre en ti. Después gira por todos los corazones, y pinchándolos haz salir de ellos todos los humos de soberbia, la podredumbre que contienen, y constitúyeme Rey de todos.”
Amor mío, el corazón se me oprime al dejarte, por eso te ruego que ensordezcas mis oídos con tus espinas para que sólo pueda oír tu voz; que me cubras los ojos con tus espinas para poder mirarte sólo a Ti; que me llenes con tus espinas la boca, de modo que mi lengua quede muda a todo lo que pudiera ofenderte, y tenga libre la lengua para alabarte y bendecirte en todo.
Oh mi Rey Jesús, circúndame de espinas, y estas espinas me custodien, me defiendan y me tengan toda atenta a Ti. Y ahora quiero limpiarte la sangre y besarte, porque veo que tus enemigos te conducen a Pilatos, el cual te condenará a muerte. Amor mío, ayúdame a continuar tu dolorosa Vida y bendíceme.
Mi coronado Jesús, mi pobre corazón herido por tu amor y traspasado por tus penas no puede vivir sin Ti, por eso te busco y te encuentro nuevamente ante Pilatos. ¡Pero qué espectáculo conmovedor! ¡Los Cielos se horrorizan y el infierno tiembla de espanto y de rabia! Vida de mi corazón, mi mirada no puede soportar el mirarte sin sentirme morir; pero la fuerza raptora de tu amor me obliga a mirarte para hacerme comprender bien tus penas; y yo entre lágrimas y suspiros te contemplo.
Mi Jesús, estás desnudo, y en vez de vestidos te veo vestido de sangre, las carnes abiertas y destrozadas, los huesos al descubierto, tu santísimo rostro irreconocible; las espinas clavadas en tu santísima cabeza te llegan a los ojos, al rostro, y yo no veo más que sangre, que corriendo hasta la tierra forma un arroyo sanguinolento bajo tus pies. ¡Mi Jesús, no te reconozco más por como has quedado reducido! ¡Tu estado ha llegado a los excesos más profundos de las humillaciones y de los dolores!
¡Ah, no puedo soportar tu visión tan dolorosa! Me siento morir, quisiera arrebatarte de la presencia de Pilatos para encerrarte en mi corazón y darte descanso; quisiera sanar tus llagas con mi amor, y con tu sangre quisiera inundar todo el mundo para encerrar en ella a todas las almas y conducirlas a Ti como conquista de tus penas. Y Tú, oh paciente Jesús, a duras penas parece que me miras por entre las espinas y me dices: “Hija mía, ven entre mis atados brazos, apoya tu cabeza sobre mi seno y verás dolores más intensos y acerbos, porque lo que ves por fuera de mi Humanidad no es otra cosa que el desahogo de mis penas interiores. Pon atención a los latidos de mi corazón y oirás que reparo las injusticias de los que mandan, la opresión de los pobres, de los inocentes pospuestos a los culpables, la soberbia de aquellos que para conservar las dignidades, los cargos, las riquezas, no dudan en romper cualquier ley y en hacer mal al prójimo, cerrando los ojos a la luz de la verdad. Con estas espinas quiero romper el espíritu de soberbia de “sus señorías”, y con las heridas que forman en mi cabeza quiero abrirme camino en sus mentes, para reordenar en ellas todas las cosas según la luz de la verdad. Con estar así humillado ante este injusto juez, quiero hacer comprender a todos que solamente la virtud es la que constituye al hombre rey de sí mismo, y enseño a quien manda, que solamente la virtud, unida al recto saber, es la única digna y capaz de gobernar y regir a los demás, mientras que todas las otras dignidades, sin la virtud, son cosas peligrosas y deplorables. Hija mía, haz eco a mis reparaciones y sigue poniendo atención a mis penas.” Amor mío, veo que Pilatos, al verte tan malamente reducido, se siente estremecer y todo impresionado exclama: “¿Será posible tanta crueldad en los corazones humanos? ¡Ah, no era esta mi voluntad al condenarlo a los azotes!” Y queriendo liberarte de las manos de tus enemigos, para poder encontrar razones más convenientes, todo hastiado y apartando la mirada, porque no puede sostener tu visión demasiado dolorosa, vuelve a interrogarte: “Pero dime, ¿qué has hecho? Tu gente te ha entregado en mis manos, dime, ¿Tú eres rey? ¿Cuál es tu reino?” A las preguntas apresuradas de Pilatos, Tú, oh mi Jesús, no respondes, y ensimismado en Ti mismo piensas en salvar mi pobre alma a costa de tantas penas. Y Pilatos, porque no respondes, añade: “¿No sabes Tú que está en mi poder el liberarte o el condenarte?”
Pero Tú, oh amor mío, queriendo hacer resplandecer en la mente de Pilatos la luz de la verdad le respondes: “No tendrías ningún poder sobre Mí si no te viniera de lo alto, pero aquellos que me han entregado en tus manos han cometido un pecado más grave que el tuyo.” Entonces Pilatos, como movido por la dulzura de tu voz, indeciso como está, con el corazón en tempestad, creyendo que los corazones de los judíos fuesen más piadosos, se decide a mostrarte desde la terraza, esperando que se muevan a compasión al verte tan desgarrado, y así poderte liberar. Dolorido Jesús mío, mi corazón desfallece al verte seguir a Pilatos, con trabajos caminas y encorvado bajo aquella horrible corona de espinas, la sangre marca tus pasos, y en cuanto sales fuera escuchas a la muchedumbre escandalosa que, ansiosa espera tu condena. Pilatos imponiendo silencio para llamar la atención de todos y hacerse escuchar por todos, toma con repugnancia los dos extremos de la púrpura que te cubre el pecho y los hombros, los levanta para hacer que todos vean a qué estado has quedado reducido, y en voz alta dice: “¡Ecce Homo! Mírenlo, no tiene más figura de hombre, observen sus llagas; ya no se le reconoce; si ha hecho mal ya ha sufrido suficiente, más bien demasiado; yo estoy arrepentido de haberle hecho sufrir tanto, por eso dejémoslo libre.” Jesús, amor mío, deja que te sostenga, porque veo que no sosteniéndote en pie bajo el peso de tantas penas, vacilas. Ah, en este momento solemne se decide tu suerte, a las palabras de Pilatos se hace un profundo silencio en el Cielo, en la tierra y en el infierno. Y después, como en una sola voz oigo el grito de todos: “¡Crucifícalo, crucifícalo, a cualquier costo lo queremos muerto!” Vida mía, Jesús, veo que tiemblas, el grito de muerte desciende en tu corazón, y en estas voces descubres la voz de tu amado Padre que dice: “¡Hijo mío, te quiero muerto, y muerto crucificado!”
Ah, oyes también a tu Mamá, que si bien traspasada, desolada, hace eco a tu amado Padre: “¡Hijo, te quiero muerto!” Los ángeles, los santos, el infierno, todos a voz unánime gritan: “¡Crucifícalo, crucifícalo!” Así que no hay alma que te quiera vivo. Y, ay, ay, con mi mayor rubor, dolor y horror, también yo me siento obligada por una fuerza suprema a gritar: “¡Crucifícalo!”
Mi Jesús, perdóname si también yo, miserable alma pecadora, te quiero muerto. Sin embargo te ruego que me hagas morir junto contigo. Y Tú, mientras tanto, oh mi destrozado Jesús, movido por mi dolor parece que me dices: “Hija mía, estréchate a mi corazón y toma parte en mis penas y en mis reparaciones; el momento es solemne, se debe decidir, o mi muerte, o la muerte de todas las criaturas. En este momento dos corrientes se vierten en mi corazón, en una están las almas que, si me quieren muerto es porque quieren hallar en Mí la Vida, y así, al aceptar Yo la muerte por ellas son absueltas de la condenación eterna y las puertas del Cielo se abren para recibirlas; en la otra corriente están aquellas que me quieren muerto por odio y como confirmación de su condenación y mi corazón está lacerado y siente la muerte de cada una de éstas y sus mismas penas del infierno. Mi corazón no soporta estos acerbos dolores; siento la muerte a cada latido y a cada respiro, y voy repitiendo: “¿Por qué tanta sangre será derramada en vano? ¿Por qué mis penas serán inútiles para tantos? ¡Ah, hija, sostenme que no puedo más, toma parte en mis penas, tu vida sea un continuo ofrecimiento para salvar las almas y para mitigarme penas tan desgarradoras!”
Corazón mío, Jesús, tus penas son las mías y hago eco a tus reparaciones. Pero veo que Pilatos queda atónito y se apresura a decir: “¿Cómo? ¿Debo crucificar a vuestro rey? Yo no encuentro culpa en Él para condenarlo.” Y los judíos haciendo escándalo gritan: “No tenemos otro rey que el Cesar, y si tú no lo condenas no eres amigo del Cesar; loco, insensato, crucifícalo, crucifícalo.” Pilatos, no sabiendo qué más hacer, por temor a ser destituido hace traer un recipiente con agua y lavándose las manos dice: “Yo soy inocente de la sangre de este Justo.” Y te condena a muerte. Pero los judíos gritan: “¡Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos! Y al verte condenado estallan en fiesta, aplauden, silban, gritan; mientras Tú, oh Jesús, reparas por aquellos que encontrándose en el poder, por vano temor y por no perder su puesto rompen las leyes más sagradas, no importándoles la ruina de pueblos enteros, favoreciendo a los impíos y condenando a los inocentes; reparas también por aquellos que después de la culpa instigan a la Ira Divina a castigarlos.
Pero mientras reparas todo esto, el corazón te sangra por el dolor de ver al pueblo escogido por Ti, fulminado por la maldición del Cielo, que ellos mismos con plena voluntad han querido, sellándola con tu sangre que han imprecado. Ah, tu corazón desfallece, déjame que lo sostenga entre mis manos haciendo mías tus reparaciones y tus penas; pero tu amor te empuja aun más alto, e impaciente ya buscas la cruz.
Vida mía, te seguiré, pero por ahora repósate en mis brazos, y después llegaremos juntos al monte Calvario; por eso permanece en mí y bendíceme.
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