Queridos hermanos:
Cuando Dios intentó reducir a Job a la sensatez, para que no juzgase ni condenase a la ligera, entre otras cosas le preguntó con cierta sorna: “¿Dónde estabas tú cuando yo le dije al mar: ‘llegarás hasta aquí, no más allá; aquí se romperá el orgullo de tus olas’ ”? (Job 38,11).
El principal escenario de la actividad de Jesús fueron las ciudades limítrofes del lago de Galilea; quizá lo atravesó repetidas veces con sus discípulos, y en más de una ocasión tuvieron que luchar contra oleaje adverso o violento. Tales situaciones suelen resultar angustiosas, y ¿qué cosa más normal que, llevando con ellos a Jesús, a quien habían visto dar salud a enfermos y paz a desesperados, le preguntasen si no tenía poder para sacarlos de aquellos apuros? Aunque su confesión de fe fuera aún muy imperfecta, no podía caberles duda de que Jesús era un profeta de Yahvé, y muchos profetas antiguos habían realizado portentos.
Pero el pasaje evangélico que hoy se ofrece a nuestra reflexión nos proporciona mucho más que una descripción de avatares de navegación; en él resuenan multitud de textos veterotestamentarios. En la Biblia se habla con frecuencia del Dios que domina las aguas del océano, que es capaz de herirlo con fuerza; el Salmo 89,10 alaba así la grandeza de Yahvé: “Tú domeñas el orgullo del mar; cuando sus olas se encrespan las reprimes” (Salmo 89,10). Es una de las prerrogativas de Yahvé. Otra vez se nos dice: “Hacia Yahvé gritaron en su apuro y él los saco de sus angustias; a silencio redujo la borrasca, y sus olas callaron” (Salmo 107,28-29). Con no menos claridad se nos evoca la leyenda ejemplificante de Jonás: mientras las olas sacudían la nave, él dormía plácidamente; entonces los marineros le despertaron y le rogaron: “Levántate e invoca a tu Dios, quizá Dios se preocupe de nosotros y no perezcamos” (Jon 1,6).
Hay todavía otro elemento no despreciable que quizá subyace a nuestra narración. Con gran probabilidad la primera aparición del resucitado, a Pedro (1Cor 15,5), tuvo lugar mientras faenaba en el lago (cf. reminiscencias en Jn 21,7; Lc 5,4 y Mt 14,29). Y los encuentros con el Resucitado van siempre rodeados de misterio, del problema de la identificación, del temor a estar ante un fantasma… La pregunta “¿quién es éste?” debe de ser la más espontánea y normal.
Estamos, pues, ante un suceso –una travesía del lago en un día de oleaje- muy reflexionado por la comunidad cristiana de los orígenes; ésta ha sabido poner a Jesús en el lugar central e interpretar su presencia y acción desde los modelos más variados y certeros. Jesús no es como Jonás, que para domeñar al lago tiene que invocar a Yahvé, sino que él mismo da órdenes con autoridad. Y ante su palabra las fuerzas del mal se repliegan, son reducidas al silencio; Marcos narra la acción de Jesús contra las olas como si fuese una expulsión de demonio.
A lo largo de su historia, la Iglesia se ha visto siempre retratada en esta escena. Frecuentemente realiza travesías trabajosas, sufre los embates del mal…; quizá está a punto de sucumbir a la desesperanza… Pero de pronto recuerda que Cristo Resucitado la acompaña, que va en medio de ellas timón en mano, aunque de forma muy discreta… y a veces tiene que reconvenirla por su poca fe, por su cobardía… Es esa Iglesia que una y otra vez se extasía ante la gloria de su Señor, se estremece ante su majestad, le adora y se pregunta: “¿Quién es éste?”.
Vuestro hermanoSeveriano Blanco cmf
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