Primera lectura
Lectura del segundo libro de Samuel (11,1-4a.5-10a.13-17):
Al año siguiente, en la época en que los reyes van a la guerra, David envió a Joab con sus oficiales y todo Israel, a devastar la región de los amonitas y sitiar a Rabá. David, mientras tanto, se quedó en Jerusalén; y un día, a eso del atardecer, se levantó de la cama y se puso a pasear por la azotea del palacio, y desde la azotea vio a una mujer bañándose, una mujer muy bella.
David mandó preguntar por la mujer, y le dijeron: «Es Betsabé, hija de Alián, esposa de Urías, el hitita.»
David mandó a unos para que se la trajesen. Después Betsabé volvió a su casa, quedó encinta y mandó este aviso a David: «Estoy encinta.»
Entonces David mandó esta orden a Joab: «Mándame a Urías, el hitita.»
Joab se lo mandó. Cuando llegó Urías, David le preguntó por Joab, el ejército y la guerra.
Luego le dijo: «Anda a casa a lavarte los pies.»
Urías salió del palacio, y detrás de él le llevaron un regalo del rey. Pero Urías durmió a la puerta del palacio, con los guardias de su señor; no fue a su casa. Avisaron a David que Urías no había ido a su casa. Al día siguiente, David lo convidó a un banquete y lo emborrachó. Al atardecer, Urías salió para acostarse con los guardias de su señor, y no fue a su casa. A la mañana siguiente, David escribió una carta a Joab y se la mandó por medio de Urías. El texto de la carta era: «Pon a Urías en primera línea, donde sea más recia la lucha, y retiraos dejándolo solo, para que lo hieran y muera.» Joab, que tenía cercada la ciudad, puso a Urías donde sabía que estaban los defensores más aguerridos. Los de la ciudad hicieron una salida, trabaron combate con Joab, y hubo bajas en el ejército entre los oficiales de David; murió también Urías, el hitita.
Palabra de Dios
Salmo
Sal 50,3-4.5-6a.6bc-7.10-11
R/. Misericordia, Señor: hemos pecado
Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado. R/.
Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado:
contra ti, contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces. R/.
En la sentencia tendrás razón,
en el juicio resultarás inocente.
Mira, en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre. R/.
Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados.
Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa. R/.
Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Marcos (4,26-34):
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega.»
Dijo también: «¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas.»
Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.
Palabra del Señor
Comentario al Evangelio del Viernes 31 de Enero del 2014
Queridos hermanos:
Un grupo notable de enseñanzas de Jesús es designado como “las parábolas del contraste”. En ellas Jesús resalta la sorpresa que causa la aparente contradicción entre el comienzo y el final: un comienzo que en apariencia es nada frente a un final que es plenitud. Lo veíamos hace un par de días con la parábola del sembrador impertérrito: al comienzo sólo había fracasos, sementeras frustradas; al final apareció una cosecha superior a todo lo imaginable.
Hoy se nos ofrecen dos parábolas que tienen ese mismo sentido. No hay proporción entre la semilla pequeñísima que se siembra y el árbol que de ella llega a surgir (observemos de pasada que, aunque nuestras matas de mostaza no pasan de metro y medio y en ellas no pueden anidar los pájaros, junto al lago de Galilea crecen hasta tres metros). Y el paso de semilla a árbol es un proceso misterioso, que se realiza de manera imperceptible, pero de forma continuada e indefectible. La parábola de la semilla que crece por sí misma, sin que el hortelano perciba cómo, puede servir de explicación generalizante o comentario a la del grano de mostaza. Jesús no podía percibir allí sino el actuar sorprendente y admirable del Dios creador.
Este tipo de enseñanza tuvo que ser muy frecuente, ¡y muy necesario!, en el ministerio de Jesús. Él quería transmitir esperanza a unas gentes que se tenían por pueblo elegido pero que, fijándose en tanta tribulación como habían padecido durante los seis últimos siglos, siempre sometidas a imperios fuertes y opresores, se sentían tentadas de pensar que Dios las había dejado de su mano. Por otro lado, Jesús quiere educar también en la esperanza al pequeño grupo de seguidores; éstos debieron de manifestar muchas veces su desencanto, al sentirse perseguidos por la autoridad política (“vete de aquí, que Herodes quiere matarte”: Lc 13,31) y por la religiosa (los escribas le tildan de actuar en connivencia con el diablo: Mc 3,22), y al percibir sus propias limitaciones como grupo, siempre propenso a pretensiones, (“quién era el mayor”: Mc 9,34), envidias (“los diez se indignaron contra Santiago y Juan”: Mc 10,21), y rencores (“cuántas veces hay que perdonar al hermano”: Mt 18,21). ¡Malos mimbres había elegido el Maestro para tejer su cesto!
A todos estos factores de desilusión Jesús opone la bondad y el poder ilimitado del Padre, de ese Dios que –en frase de San Pablo- es capaz de “vivificar a los muertos y llamar a lo que no existe a la existencia” (Rm 4,17).
Pero Jesús no remitió solamente al principio teológico del poder ilimitado de Dios; invitó a abrir los ojos y percibir cosas que ya estaban sucediendo en presencia de sus oyentes: “dichosos vuestros ojos por lo que ven” (Lc 10,23); “si yo por el dedo de Dios… es que el Reino ha llegado a vosotros” (Lc 11,20). Los discípulos tienen ante sus ojos ejemplos luminosos, como el del convertido Zaqueo, que reparte sus bienes (Lc 19,8), o la viejecita, que da limosna hasta quedarse sin nada (Mc 12,44), y tantos más.
Aprendamos nosotros a percibir los numerosos signos de Reino de Dios que nos rodean, y no tanto los signos del antirreino residual que nos hieren; y, cuando confesemos a Dios como creador y señor del cielo y de la tierra, hagámoslo con convicción y extraigamos las consecuencias inmediatas e ineludibles, aunque no siempre del todo perceptibles.
Vuestro hermano
Severiano Blanco cmf
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