¡Oh dulcísimo Jesús, cuánta es la dulzura del ánima devota que come contigo en tu convite, en el cual no se da a comer otra cosa sino a ti, que eres único y solo amado suyo, muy deseado sobre todos los deseos de su corazón! ¡Oh cuán dulce sería a mí en tu presencia, con todas mis entrañas, derramar lágrimas y regar con ellas tus sagrados pies como la piadosa Magdalena!
Mas ¿dónde está ahora esta devoción? ¿Dónde está el copioso derramamiento de lágrimas santas?
Por cierto, Señor, en tu presencia y de tus santos ángeles todo mi corazón se debía encender y llorar de gozo, porque en este sacramento yo te tengo presente verdaderamente, aunque encubierto debajo de otra especie, porque no podrían mis ojos sufrir de mirarte en tu propia y divina claridad, ni todo el mundo podría sufrir el resplandor de la gloria de tu majestad. Y así, en esconderte en el sacramento has tenido respeto a mi flaqueza. Yo tengo y adoro verdaderamente aquí a quien adoran los ángeles en el cielo; mas yo ahora en fe, y ellos en clara vista, sin velo. Conviéneme a mí acá contentarme con la lumbre de la fe verdadera y andar en ella hasta que amanezca el día de la claridad eterna y se vayan las sombras de las figuras.
Cuando viniere lo que es perfecto, cesará el uso de los sacramentos. Porque los bienaventurados en la gloria celestial no han menester medicina de sacramentos, pues gozan sin fin en la presencia divina, contemplando cara a cara su gloria y transformados de claridad en claridad en el abismo de la deidad, gustan el Verbo divino encarnado, que fue en el principio y permanece para siempre.
Acordándome de estas maravillas, cualquier placer, aunque sea espiritual, se me torna en grave enojo. Porque en tanto que no veo claramente a mi Señor Dios en su gloria, no estimo en nada cuanto en el mundo veo y oigo.
Tú, Dios mío, eres testigo que cosa alguna no me puede consolar, ni criatura alguna dar descanso sino tú, Dios mío, a quien deseo contemplar eternamente. Mas esto no se puede hacer en tanto que dura la carne mortal. Por eso conviéneme tener mucha paciencia y sujetarme a ti en todos mis deseos. Porque tus santos, que ahora gozan contigo en tu reino, cuando en este mundo vivían, esperaban en fe y grande paciencia la venida de tu gloria. Lo que ellos creyeron, creo yo; lo que esperaron, espero; y a donde llegaron finalmente por tu gracia, tengo yo confianza de llegar. En tanto, andaré en fe, confortado con los ejemplos de los santos.
También tengo santos libros, que son para consolación y espejo de la vida, y, sobre todo, el Cuerpo santísimo tuyo por singular remedio y refugio. Yo conozco que tengo grandísima necesidad en esta vida de dos cosas, sin las cuales no la podría sufrir, detenido en la cárcel de este cuerpo, que son mantenimiento y lumbre. Así que me diste como a enfermo tu sagrado Cuerpo para recreación del ánima y del cuerpo, y pusiste para guiar mis pasos una candela, que es tu palabra. Sin estas dos cosas yo no podría vivir bien, porque la palabra de tu boca luz es del ánima, y tu sacramento es pan de vida.
También éstas se pueden decir dos mesas puestas en el sagrario de la santa Iglesia de una parte y de otra. La una mesa es el santo altar, donde está el pan santo, que es el cuerpo preciosísimo de Cristo; la otra es de la ley divina, que contiene la sagrada doctrina, y enseña la recta fe, y nos lleva firmemente hasta lo secreto del velo, donde está el Santo de los santos. Gracias te hago, Señor Jesús, luz de la eterna luz, por la mesa de la santa doctrina que nos administraste por tus santos siervos los profetas y apóstoles y por los otros doctores.
Gracias te hago, Criador y Redentor de los hombres, que, para declarar a todo el mundo tu caridad, aparejaste tu gran cena, en la cual diste a comer, no el cordero figurativo, sino tu santísimo cuerpo y sangre, para alegrar todos los fieles con el sacro convite, embriagándolos con el cáliz de la salud, en el cual están todos los deleites del paraíso, y comen con nosotros los santos ángeles, aunque con mayor suavidad. ¡Oh cuán grande y venerable es el oficio de los sacerdotes, a los cuales es otorgado consagrar el Señor de la majestad con palabras santas, y bendecirlo con sus labios, y tenerlo en sus manos, y recibirlo con su propia boca, y ministrarlo a otros!
¡Oh cuán limpias deben estar aquellas manos, cuán pura la boca, cuán santo el cuerpo, cuán sin mancilla el corazón del sacerdote, donde tantas veces entra el hacedor de la pureza! De la boca del sacerdote no debe salir palabra que no sea santa, honesta y provechosa, pues tan de continuo recibe el sacramento de Cristo. Sus ojos han de ser simples y castos, pues miran el cuerpo de Cristo. Las manos han de ser puras y levantadas al cielo por oración, pues suelen tocar al Criador del cielo y de la tierra. A los sacerdotes especialmente se dice en la ley: Sed santos, que yo, vuestro Señor y vuestro Dios, santo soy.
¡Oh Dios todopoderoso!, ayúdenos tu gracia para que los que recibimos el oficio sacerdotal, podamos digna y devotamente servirte con buena conciencia en toda pureza. Y si no podemos conversar en tanta inocencia de vida como debemos, otórganos llorar dignamente los males que hemos hecho, porque podamos de aquí adelante servirte con mayor fervor en espíritu de humildad y propósito de buena voluntad.
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