Queridos hermanos:
El evangelio de hoy certifica lo que afirmábamos el domingo pasado: no basta con hacer una hermosa confesión de fe, sino está fundamentada en una experiencia. Pedro había confesado a Jesús como el Mesías, alabado por Jesús por su confesión de fe y puesto como piedra, fundamento de la comunidad; al poco tiempo es duramente amonestado por no ser consecuente con todo lo que está implícito en esa confesión: “Quítate de mi vista, Satanás”. Pedro pasa a ser el modelo de creyente cristiano.
Es sincero y espontáneo en lo que dice y hace, no es diplomático, es más afectivo que racional, las contradicciones son constantes en su vida: confiesa al Mesías y se opone a sus sufrimientos; saca la espada para defender a Jesús y lo niega ante una criada; no quiere que le lave los pies y luego pide que le lave entero; dice eso no puede pasarte y no está al pie de la cruz; es llamado a bautizar a una familia pagana y no se decide… Pedro es un santo humano y cercano.
Tenemos que llegar a decir con él, lo que nos dice Jeremías en la primera lectura:” Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste. Yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí. Siempre que hablo tengo que gritar “Violencia”, y proclamar “Destrucción”. La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije:”No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre”; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerlo, y no podía” (Jeremías 20, 7-9). Esta debe ser nuestra historia de seguimiento, como la de Pedro, piedra que se fue puliendo y murió en la cruz como el Maestro.
Jesús establece las condiciones para seguirle: negarse a sí mismo y tomar la propia cruz. Para escuchar el evangelio de hoy se necesitan corazones recios, pero desconfiados de sí mismos; acostumbrados a enfrentarse con la dureza de la vida y que no escapan al sufrimiento. No son situaciones especiales, son suficientes las que la vida nos trae durante años y de las que tarde o temprano, nadie escapa: problemas familiares, enfermedades, sacar adelante la familia y el trabajo, soledad, limitaciones psicológicas, vació y oscuridad durante años en la oración y celebración, apostolado generoso sin frutos… No es fácil ser cristianos adultos, porque Dios también quiere nuestra felicidad, no es un aguafiestas, quiere que tengamos gusto por la vida, el placer, la fiesta. Jesús no buscó el sufrimiento y no quiere que lo busquemos nosotros, pero lo que desea es que no huyamos de nuestra fidelidad al evangelio y el Reino y luchemos por la felicidad de los oprimidos, marginados, excluidos. Jesús no nos invita a sufrir, sino a amar, aunque nos pueda acarrear la persecución de los que viven mejor y con más privilegios.
Son los crucificados los que acaban triunfando, el que pierde la vida el que la encuentra, las paradojas de Jesús, por eso renegar de sí mismo y cargar con la cruz, no es renunciar a la vida feliz, sino aprovecharla mucho mejor, es optar por una felicidad más profunda y amplia para todos, que nace de la experiencia comunitaria y del seguimiento. Y es que en las actuales circunstancias: “¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida?”, no son buenos tiempos para la lírica.
PD.: de la felicidad podemos hablar otro día.
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