Cuando Yo he instituido los sacramentos, conocía la necesidad que los cristianos tendrían de ellos.
Esta necesidad no ha disminuido jamás, es más, se puede decir que hoy ha aumentado para vosotros en proporción a la rápida transformación de la sociedad patriarcal, agrícola y ganadera en sociedad industrial.
La industrialización ha traído mayor riqueza a los pueblos y a las familias. He dicho mayor riqueza y no mayor bienestar; os ha traído mayores comodidades materiales, pero no mayor felicidad.
Ha traído mayores y asombrosos medios de comunicación, pero no mayor unidad de corazones; es más, a través de estos medios mal usados, un contagio impresionante de males espirituales y morales aflige a la humanidad moderna.
Vosotros, nacidos y crecidos en esta sociedad en continua evolución, sois arrollados por su ritmo inexorable, muchas veces inhumano. Os habéis contagiado de su fiebre, a veces tan abrasadora, que produce un malestar espiritual tal que os hace perder de vista lo que siempre deberíais tener presente de modo vivísimo en vuestra mente: la finalidad principal de vuestra fugaz vida terrena. Así distraídos y atraídos al mismo tiempo por los frutos de la civilización de consumo, entra en vosotros el Enemigo, que con sus artes asedia las almas, oscureciéndolas, debilitándolas y privándolas del alimento necesario.
Trágica pendiente
La vida moderna no tiene tiempo para la vida interior, debilitando y a menudo matando la semilla de la Gracia, y al mismo tiempo deslumbrando a las almas con la cegadora fascinación que ejercen sobre los corazones los productos de la actual civilización.
El engaño y la mentira concurren para hacer materialista la vida y para haceros olvidar que la peregrinación terrena no se debe considerar como un fin en sí misma, sino única y exclusivamente en orden a la eternidad para la que fuisteis creados.
Con este terrible juego preparado y realizado con fina astucia, el Enemigo de Dios y del hombre ha logrado encaminar a toda la sociedad hacia una trágica pendiente, apartando a pueblos enteros de la vía del bien e implicando en este juego a la misma Iglesia.
La Santa Confirmación
En Mí, Verbo Eterno de Dios, no hay pasado ni futuro, Yo Soy el Instante en el que todo está presente. He dado a los hombres todos los medios necesarios para salvarse y defenderse de todos los males, que tienen como origen a Satanás, el Príncipe de las tinieblas que todo quiere oscurecer.
Los Sacramentos, frutos preciosos del misterio de mi Redención, los he querido y ligado al misterio de la Iglesia para vuestra salvación.
Entre estos Sacramentos he querido la santa Confirmación para hacer de cada bautizado un auténtico soldado con las armas adecuadas, con un sello y divisa indestructible llamado carácter. Esta divisa caracteriza al confirmado como soldado y lo distingue de quien no ha recibido este Sacramento.
Ahora, la crisis de fe, que ha descendido sobre la Iglesia por obra del Maligno, ha desarreglado el exterminado ejército de mis soldados.
Considerad, hijos, las consecuencias que se derivan en un ejército que ya no cree en sus oficiales y comandantes, que ya no cree en las razones por las que ha sido movilizado, que ya no cree en la eficacia de las armas con que ha sido dotado...
Imaginad el estado de ánimo de la tropa: inferiores y superiores que descuidan sus deberes; oficiales que no castigan las indisciplinas porque también ellos dudan aún de su propia razón de ser.
Medid qué potente fuerza erosiva disgrega a este ejército y considerad también la arrogancia y potencia del enemigo que conoce muy bien la situación de sus adversarios que ahora ya siente tener en sus manos.
La Iglesia, hoy
Esta es la situación de la Iglesia hoy. Todos pueden constatar la tremenda realidad. A Mí no me son imputables los males actuales, como por el Enemigo se querría hacer creer, sino a los que Yo había escogido con un acto de amor, para guiar y pastorear a mi rebaño.
Es inútil, como habían hecho los primeros padres y como tiende a hacer siempre el hombre culpable, intentar sacudirse de encima las propias culpas.
Sois responsables de esta falta de perspicacia, de esta falta de eficiencia en el ejército de los Confirmados, entre los cuales muchos ni siquiera recuerdan ser tales.
Lo que se necesita es humildad para saber reconocer las propias faltas y responsabilidades.
Te bendigo, hijo mío.
("Confidencias de Jesús a un Sacerdote" 25 de Mayo de 1976 - Mons. Ottavio Michelini)
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