Hay estrategias clave
de ataque indirecto que el enemigo de nuestras almas utiliza para alterar
significativamente nuestro progreso espiritual. Una de ellas es la
corrupción de la sexualidad humana. Y otra es insertar el ruido, que causa
estragos en la capacidad del alma para crecer en la intimidad con Dios.
En nuestra cultura, el ruido está en todas partes. Día tras
día, nuestra paz es invadida por las pantallas de televisión gritando anuncios
y programándonos a nosotros, la música en las tiendas, etc., que bombean este
veneno en nuestras almas. Pero también está el ruido interno, en nuestra mente,
que no puede acallar los problemas y las angustias.
EL RUIDO EXTERNO
Todos conocemos
personas, incluso católicos, que parece que no pueden hacer tiempo (o ejercitar
la voluntad) para incorporar
el silencio en su vida con el fin de escuchar, oír y conocer la voz de Dios. Y
ellos después se quejan que no pueden escuchar a Dios, pero cualquier
sugerencia de la necesidad de cultivar el silencio es contestada con una mirada
irritada.
Su rutina diaria se ve
algo como esto: se levantan y encienden el televisor, cuando no lo utilizan
como despertador. Desayunan viendo las noticias. Entran en el coche y encienden
la radio para escuchar música o programas de radio o para hacer llamadas
telefónicas. Una vez de vuelta a casa, encienden el televisor de nuevo
hasta que es hora de ir a dormir (o se duermen con él encendido).
He
aquí un perspicaz pensamiento de CS Lewis, a través del personaje del demonio
en su obra maestra, “The Screwtape Letters”:
Los que entienden la
realidad de cómo Dios trabaja y nos habla, saben que el silencio es fundamental para la
salud de nuestras almas y para desarrollar algún grado de intimidad con Dios.
Debemos cultivar momentos de silencio cada día si vamos a aprender a escuchar
su voz. Si el Señor parece una mera realidad distante para usted, tal vez
es porque el enemigo ha inspirado en Ud. su plan de distracción
ruidosa. Él está trabajando tiempo extra para asegurarse de que la voz de
Dios nunca sobrepase más allá del ruido que ha permitido en su vida: el ruido
del ajetreo, el ruido del entretenimiento, el ruido de las noticias, el ruido
de la música (incluso la música cristiana), e incluso el ruido de una vida de
oración limitado a la oración vocal.
Nunca se ha conocido a
nadie que haya tomado el reto de bajar el ruido y lo haya lamentado.
Irónicamente, cuando estamos
rodeados por el silencio es cuando se oye más.
Pero tan importante
como el silencio externo es el silencio interno.
¿CÓMO LLEGAR AL SILENCIO
INTERIOR?
A veces permanecemos
en silencio, pero en nuestro interior discutimos fuertemente, confrontándonos
con nuestros interlocutores imaginarios o luchando con nosotros mismos. Mantener nuestra
alma en paz supone una cierta sencillez: “No
pretendo grandezas que superan mi capacidad”. Hacer silencio es reconocer
que mis preocupaciones no pueden mucho. Hacer silencio es dejar a Dios lo que
está fuera de mi alcance y de mis capacidades. Un momento de silencio, incluso
muy breve, es como un descanso sabático, una santa parada, una tregua respecto
a las preocupaciones.
La agitación de
nuestros pensamientos se puede comparar a la tempestad que sacudió la barca de
los discípulos en el mar de Galilea cuando Jesús dormía. También a nosotros nos
ocurre estar perdidos, angustiados, incapaces de apaciguarnos a nosotros
mismos. Pero también Cristo es capaz de venir en nuestra ayuda. Así como
amenazó el viento y el mar y“sobrevino una gran calma”, él puede también
calmar nuestro corazón cuando éste se encuentra agitado por el miedo y las
preocupaciones (Marcos 4).
Al hacer silencio,
ponemos nuestra esperanza en Dios.
LA PALABRA DE DIOS: TRUENO Y
SILENCIO
En el Sinaí, Dios
habla a Moisés y a los israelitas. Truenos, relámpagos y un sonido de trompeta
cada vez más fuerte precedía y acompañaba la Palabra de Dios (Éxodo 19). Siglos
más tarde, el profeta Elías regresa a la misma montaña de Dios. Allí vuelve a
vivir la experiencia de sus ancestros: huracán, terremoto y fuego, y se
encuentra listo para escuchar a Dios en el trueno. Pero el Señor no se encuentra en los
fenómenos tradicionales de su poder. Cuando cesa el ruido, Elías oye “un susurro silencioso”, y es
entonces cuando Dios le habla. (1 Reyes 19).
¿Habla Dios con voz
fuerte o en un soplo de silencio? ¿Tomaremos como modelo al pueblo reunido al
pie del Sinaí? Probablemente sea una falsa alternativa. Los fenómenos terribles
que acompañan la entrega de los diez mandamientos subrayan su importancia.
Guardar los mandamientos o rechazarlos es una cuestión de vida o muerte. Quien
ve a un niño correr hacia un coche que está pasando tiene razón de gritar lo
más fuerte que pueda. En situaciones análogas, han habido profetas que han
anunciado la palabra de Dios de modo que resuene fuertemente a nuestros oídos.
Palabras que se dicen
con voz fuerte se hacen oír, impresionan. Pero sabemos bien que éstas no tocan
casi los corazones. En lugar de una acogida, éstas encuentran resistencia. La
experiencia de Elías muestras que Dios
no quiere impresionarnos, sino ser comprendido y acogido. Dios ha escogido “una voz de fino silencio” para hablar. Es una paradoja.
DIOS ES SILENCIOSO, Y SIN
EMBARGO HABLA
Cuando la palabra de
Dios se hace “voz de fino
silencio”, es más eficaz que nunca para cambiar nuestros corazones. El
huracán del monte Sinaí resquebrajaba las rocas, pero la palabra silenciosa de
Dios es capaz de romper los corazones de piedra. Para el propio Elías, el
súbito silencio era probablemente más temible que el huracán y el trueno. Las
manifestaciones poderosas de Dios le eran, en cierto sentido, familiares. Es el
silencio de Dios lo que le desconcierta, pues resulta tan diferente a todo
loque Elías conocía hasta entonces.
El silencio nos
prepara a un nuevo encuentro con Dios. En
el silencio, la palabra de Dios puede alcanzar los rincones más ocultos de
nuestro corazón. En el silencio, la palabra de Dios es “más cortante que una espada de dos
filos: penetra hasta la división del alma y del espíritu”. (Hébreos
4,12). Al hacer silencio, dejamos de escondernos ante Dios, y la luz de Cristo
puede alcanzar y curar y transformar incluso aquello de lo que tenemos
vergüenza.
SILENCIO Y AMOR
Cristo dice: “Éste es mi mandamiento: que os
améis los unos a los otros como yo os he amado” (Juan 15,12). Tenemos necesidad de
silencio para acoger estas palabras y ponerlas en práctica.
Cuando estamos
agitados e inquietos, tenemos muchos argumentos y razones para no perdonar y no
amar demasiado y con facilidad. Pero cuando mantenemos “nuestra alma en paz y en silencio”,
estas razones se desvanecen.
Quizás evitamos a
veces el silencio, prefiriendo en vez cualquier ruido, cualquier palabra o
distracción, porque la paz interior es un asunto arriesgado: nos hace vacíos y
pobres, disuelve la amargura y las rebeliones, y nos conduce al don de nosotros
mismos.
Silenciosos y pobres,
nuestros corazones son conquistados por el Espíritu Santo, llenos de un amor
incondicional. De manera humilde pero cierto, el silencio conduce a amar.
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