¿Marta o María?
Se
suele leer este texto evangélico en clave de dialéctica o confrontación
entre la acción y la contemplación, entre el compromiso activo y la
oración. Y, a juzgar por las severas palabras que Jesús dirige a Marta,
sería la oración la que saldría ganando. Algo, por cierto, que no está
muy en sintonía con la mentalidad actual. No es que Jesús descalifique
por completo la acción, pues no habla de una parte buena y otra mala,
sino de una especie de preferencia de la contemplación sobre el
servicio, ya que se refiere a aquella como “la parte mejor”. ¿Está
realmente Jesús alabando la oración y la contemplación en detrimento de
la acción en favor de los demás, en este caso, incluso, del mismo
Cristo? Si así fuera, no dejaría de resultar extraño, pues estas
palabras de Jesús parecen chocar frontalmente con otras, en las que nos
dice que para entrar en el Reino de los Cielos no basta decir “Señor,
Señor”, sino que hay que
hacer su voluntad (cf. Lc 6, 46; Mt 7,
21). Jesús exhorta en diversas ocasiones a adoptar esta actitud de
servicio (cf. Lc 22, 26), hasta el punto de hacerse él mismo servidor de
sus discípulos (cf. Lc 22, 27; Jn 13, 4-15). Y recordemos que en la
parábola del Juicio Final (cf. Mt 25, 31-46) cifra la salvación no en
específicas acciones religiosas, sino en la activa preocupación por
aliviar a los que sufren.
Tal vez haya que buscar el hilo conductor y la clave de lectura de este
texto evangélico en lo que tiene de común con la primera lectura: la
actitud de acogida. En el texto de Génesis Abraham recibe a tres
caminantes desconocidos, a los que ofrece las típicas muestras de
hospitalidad oriental. El extraño hecho de que se dirija a ellos como a
uno solo, llamándoles “Señor”, ha dado pie a que, ya desde la época
patrística, se entienda este pasaje como una primera teofanía de la
Trinidad. Acogiendo a los peregrinos, Abraham acoge al mismo Dios.
En el Evangelio Marta y María acogen a un caminante bien conocido, pues
tanto aquí como en el evangelio de Juan (cf. Jn 11, 1-44), está
atestiguada la amistad de esta familia con Jesús. La agitación de
Abraham para atender debidamente a sus desconocidos huéspedes es similar
a la de Marta, que “se multiplicaba para dar abasto con el servicio”.
Salta a la vista (y parece que esa era la intención del evangelista en
el modo de narrar los hechos) el contraste con la actitud de María, que,
sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra.
Cuando uno se multiplica es natural que pretenda que otros dividan con
él el trabajo. Y también parece natural que se reaccione con una cierta
irritación ante la aparente pasividad de los que deberían echar una
mano. La apelación de Marta a Jesús da a entender ese enfado, que
incluye un leve reproche al mismo Cristo: “¿No te importa…?” La, para
muchos, sorprendente respuesta de Jesús denota tranquilidad y paciencia,
pero también incluye una clara amonestación a la actitud de Marta (y
una defensa de la de María). ¿Está Jesús, como insinuábamos al
principio, dando prioridad a la contemplación sobre la acción?
Si la clave está en la acogida, podemos entender que hay dos formas de
acogida: la acogida material, la preocupación por el bienestar externo
del huésped; y la acogida de corazón, que abre no sólo la casa, sino que
acepta a la persona con todo su significado, y se abre completamente a
su mensaje. Jesús no critica la acción, ni rechaza en consecuencia la
primera forma de acogida. Ya hemos dicho que nos avisa de que nuestra
acogida de su persona no sea sólo de palabra (de boquilla, decimos en
castellano), sino con actos. Pero, ¿cómo podemos hacer
su
voluntad, prolongando su misma actitud de servicio, si previamente no
nos hemos detenido a escuchar atentamente su palabra, dejando que nos
interpele y nos toque por dentro?
En el suave reproche a Marta, podemos leer una crítica del activismo,
un mal que afecta a muchos en la Iglesia. Se emprende una actividad
desbordante, apremiados por las muchas necesidades, se hacen muchísimas
cosas, pero ese multiplicarse para dar abasto puede no tener el sello de
la verdadera actividad cristiana, precisamente porque ya no se alcanza
para “perder el tiempo” a los pies del Señor, en la escucha de su
palabra. Se abren las puertas de la propia casa, se dedican el tiempo y
las fuerzas a actividades religiosas, evangelizadoras, solidarias…, pero
el trato con el Señor se queda fuera, Cristo se queda al margen de esa
actividad intensísima: quiere hablar con nosotros (para eso ha venido a
nuestra casa), pero se encuentra que, inquietos y nerviosos con tantas
cosas, no le prestamos atención. Le hemos abierto las puertas exteriores
de la casa, pero nuestro corazón permanece cerrado a su palabra. Y es
que su palabra es peligrosa, nos pone en cuestión, nos llama a dar pasos
que, tal vez, no queremos dar. La actividad puede ser una forma de
autojustificación, una excusa para permanecer sordos a la palabra de
Jesús (aunque la “usemos” con frecuencia, como material de nuestra
actividad pastoral, o social). Cuando esto sucede, la mucha actividad
refleja
nuestras cualidades,
nuestro compromiso,
nuestra bondad,
nuestra voluntad,
pero ya no es el sacramento y el reflejo de lo único importante, de la
Palabra (que es el mismo Cristo), que debemos transmitir, de la que
debemos dar testimonio. ¿Cómo podemos reflejarla, si no la hemos
escuchado, si no la hemos contemplado, si no le hemos dado cabida dentro
de nosotros? Sí, Jesús quiere que hagamos, pero que hagamos
su voluntad, que pongamos en práctica
sus mandamientos, que nuestro servicio sea prolongación y testimonio
del suyo, de Él, que se ha hecho servidor de sus hermanos.
Por este motivo, no debemos ser avaros en el tiempo de la escucha y la
contemplación, en el tiempo dedicado a la aparentemente estéril oración.
Obispos y sacerdotes, religiosos y laicos, todos en la Iglesia tienen
que hacer suya esa parte mejor de María, para que en la actividad
pastoral, social, profesional, familiar, en todo lo que hagamos, seamos
un reflejo de la palabra que, como dice Pablo, amonesta, enseña, da
sabiduría, y nos hace llegar a la madurez de la vida en Cristo, cada uno
según su propia vocación dentro de la Iglesia.
Volviendo al episodio de Abraham, podemos comprender que en la aparente
esterilidad de la oración hay, sin embargo, una fecundidad que ninguna
actividad meramente humana puede alcanzar. El anciano Abraham y la
estéril Sara reciben la promesa de una descendencia humanamente
imposible. La Palabra escuchada y acogida es como una semilla que da
frutos inesperados, frutos de vida nueva, de una vida más fuerte que la
muerte.
Algo parecido se puede decir de algo tan humanamente inútil e
indeseable como el sufrimiento. Pablo nos ilumina a este respecto,
cuando hace de sus sufrimientos personales no sólo una participación en
los dolores de Cristo (que sigue sufriendo en su Iglesia y en todo
sufrimiento humano), sino también parte esencial de su ministerio
apostólico. Esta es otra forma de estar a los pies del Señor, como
María, la madre de Jesús, y las otras Marías, que “estaban junto a la
cruz” (Jn 19, 25).
Así pues, tenemos que trabajar, actuar, realizar buenas obras,
multiplicarnos como Marta (que también la Iglesia considera santa y
modelo de acogida), pero hemos de hacerlo impregnados de la palabra del
Señor, que escuchamos y contemplamos asidua y pacientemente. Es ella la
que nos hace partícipes del Misterio Pascual de Cristo, la que nos ayuda
a dar sentido cristiano a nuestras acciones y a nuestros propios
sufrimientos, haciendo fecundo lo que a los ojos del mundo es estéril e
inútil; es esa palabra, que es el mismo Cristo, la parte mejor que hemos
de aprender a elegir, para, por medio de nuestras buenas obras (cf. Mt
5, 16), revelar eficazmente hoy al mundo el misterio escondido desde
siglos y generaciones.
SANTÍSIMO
SACRAMENTO DEL ALTAR
EXHORTACIÓN
DEVOTA PARA LA SAGRADA COMUNIÓN.
CAPÍTULO
4: DE LOS MUCHOS BIENES QUE SE CONCEDEN
A LOS QUE DEVOTAMENTE COMULGAN.
El Alma:
1. Señor Dios mío, preven a tu siervo con las bendiciones
de tu dulzura, para que merezca llegar digna y devotamente a tu sublime
Sacramento. Mueve mi corazón hacia Ti, y sácame de este grave entorpecimiento;
visítame con tu gracia saludable para que pueda gustar en espíritu de suavidad,
cuya abundancia se halla en este Sacramento como en su fuente. Alumbra también
mis ojos para que pueda mirar tan alto misterio; y esfuérzame para creerlo con
firmísima fe. Porque obra tuya es, y no poder humano; sagrada institución tuya,
y no invención de hombres. Ninguno ciertamente es capaz por sí mismo de
entender cosas tan altas, que aun a la sutileza angélica exceden. Pues yo, pecador
indigno, tierra y ceniza, ¿qué podré escudriñar y entender de tan alto secreto?
2. Señor, con sencillez de corazón,
con fe firme y sincera, y por mandato tuyo, me acerco a Ti con reverencia y
confianza; y creo verdaderamente que estás aquí presente en el Sacramento como
Dios y como hombre. Pues quieres, Señor, que yo te reciba, y que me una contigo
en caridad. Por eso suplico a tu clemencia, y pido la gracia especial de que
todo me deshaga en Ti, y rebose de amor, y que no cuide ya de ninguna otra consolación.
Porque este altísimo y dignísimo Sacramento es la salud del alma y del cuerpo,
medicina de toda enfermedad espiritual, con la cual se curan mis vicios,
refrénanse mis pasiones, las tentaciones se vencen o disminuyen, dase mayor
gracia, la virtud comenzada crece, confirmase la fe, esfuérzase la esperanza, y
se enciende y dilata la caridad.
3. Porque muchos bienes has dado y
das siempre en este Sacramento a tus amados, que devotamente comulgan, Dios
mío, huésped de mi alma, reparador de la enfermedad humana, y dador de toda
consolación interior. Tú les infundes mucho consuelo contra diversas
tribulaciones, y de lo profundo de su propio desprecio los levantas a esperar
tu protección, y con una nueva gracia los recreas y alumbras interiormente, y
así los que antes de la Comunión estaban inquietos y sin devoción, después,
recreados con este sustento celestial, se hallan muy mejorados. Y esto lo haces
de gracia con tus escogidos, para que conozcan verdaderamente, y experimenten a
las claras cuánta flaqueza tienen en sí mismos, y cuán grande bondad y gracia
alcanzan de tu clemencia. Porque siendo por sí mismos fríos, duros e indevotos,
de Ti reciben el estar fervorosos, devotos y alegres. Pues ¿quién llegando
humildemente a la fuente de la suavidad, no vuelve con algo de dulzura? O
¿quién está cerca de algún gran fuego, que no reciba algún calor? Tú eres
fuente llena, que siempre mana y rebosa; fuego que de continuo arde y nunca se
apaga.
4. Por esto, si no me es dado sacar
agua de la abundancia de la fuente, beber hasta hartarme, pondré siquiera mis
labios a la boca del caño celestial para que a lo menos reciba de allí alguna
gotilla, para templar mi sed, y no secarme enteramente. Y si no puedo ser todo
celestial, y tan abrasado como los querubines y serafines, trabajaré a lo menos
por hacerme devoto, y disponer mi corazón para adquirir siquiera una pequeña
llama del divino incendio, mediante la humilde comunión de este vivifico
Sacramento. Pero todo lo que me falta, buen Jesús, Salvador santísimo, súplelo
Tú benigna y graciosamente por mí; pues tuviste por bien de llamar a todos,
diciendo: Venid a Mí todos los que tenéis trabajos y estáis cargados, que yo os
recrearé.
5. Yo, pues, trabajo con sudor de mi
rostro, soy atormentado con dolor de mi corazón, estoy cargado de pecados,
combatido de tentaciones, envuelto y oprimido de muchas pasiones, y no hay
quien me valga, no hay quien me libre y salve, sino Tú, Señor Dios, Salvador
mío, a quien me encomiendo y todas mis cosas, para que me guardes y lleves a la
vida eterna. Recíbeme para honra y gloria de tu nombre; pues me dispusiste tu
cuerpo y sangre en manjar y bebida. Concédeme, Señor Dios, Salvador mío, que
crezca el afecto de mi devoción con la frecuencia de este soberano misterio.
CAPÍTULO
5: DE LA DIGNIDAD DEL SACRAMENTO Y DEL ESTADO DEL SACERDOCIO.
Jesucristo:
1. Aunque tuvieses la pureza de los ángeles, y la santidad
de San Juan Bautista, no serías digno de recibir ni manejar este Sacramento.
Porque no cabe en merecimiento humano que el hombre consagre y tenga en sus
manos el Sacramento de Cristo y coma el pan de los ángeles. Grande es este
misterio, y grande es la dignidad de los sacerdotes, a los cuales es dado lo
que no es concedido a los ángeles. Pues sólo los sacerdotes ordenados en la
Iglesia tienen poder de celebrar y consagrar el cuerpo de Jesucristo. El
sacerdote es ministro de Dios, cuyas palabras usa por su mandamiento y
ordenación; mas Dios es allí el principal autor y obrador invisible, a cuya
voluntad todo está sujeto, y a cuyo mandamiento todo obedece.
2. Así, pues, debes creer a Dios
todopoderoso en este sublime Sacramento más que a tus propios sentidos y a las
señales visibles. Y por eso debe el hombre llegar a este misterio con temor y
reverencia. Reflexiona sobre ti mismo, y mira qué tal es el ministerio que te
ha sido encomendado por la imposición de las manos del obispo. Has sido hecho
sacerdote y ordenado para celebrar; cuida, pues, de ofrecer a Dios este
sacrificio con fe y devoción en el tiempo conveniente, y de mostrarte irreprensible.
No has aliviado tu carga; antes bien estás atado con más estrecho vínculo, y
obligado a mayor perfección de santidad. El sacerdote debe estar adornado de
todas las virtudes, y ha de dar a los otros ejemplo de buena vida. Su porte no
ha de ser como el de los hombres comunes; sino como el de los ángeles en el
cielo, o el de los varones perfectos en la tierra.
3. El sacerdote vestido de las
vestiduras sagradas, tiene el lugar de Cristo para rogar devota y humildemente
a Dios por sí y por todo el pueblo. El tiene la señal de la cruz de Cristo
delante de sí, y en las espaldas, para que continuamente tenga memoria de su
sacratísima pasión. Delante de sí en la casulla, trae la cruz, para que mire
con diligencia las pisadas de Cristo, y estudie en seguirle con fervor. En las
espaldas está también señalado de la cruz, para que sufra con paciencia por
Dios cualquiera injuria que otro le hiciere. La cruz lleva delante, para que
llore sus pecados, y detrás la lleva para llorar por compasión los ajenos, y
para que sepa que es medianero entre Dios y el pecador, y no cese de orar ni
ofrecer el santo sacrificio hasta que merezca alcanzar la gracia y misericordia
divina. Cuando el sacerdote celebra, honra a Dios, alegra a los ángeles, y
edifica a la Iglesia, ayuda los vivos, da descanso a los difuntos, y hácese
participante de todos los bienes.
LA TENTACION Y LA GRACIA
SANTIAGO 1, 13-18
13 Nadie, al ser tentado, diga que Dios lo
tienta: Dios no puede ser tentado por el mal, ni tienta a nadie,
14 sino que cada uno es tentado por su propia
concupiscencia, que lo atrae y lo seduce.
15 La concupiscencia es madre del pecado, y
este, una vez cometido, engendra la muerte.
16 No se engañen, queridos hermanos.
17 Todo lo que es bueno y perfecto es un don
de lo alto y desciende del Padre de los astros luminosos, en quien no hay
cambio ni sombra de declinación.
18 El ha querido engendrarnos por su Palabra
de verdad, para que seamos como las primicias de su creación.