La mucha mies y los obreros pocos
La Iglesia se encuentra embarcada en un gran proceso de “Nueva evangelización”. No se trata sólo de repensar métodos y estrategias, sino sobre todo de meditar de nuevo sobre su propia misión, sobre la seriedad de la misma. Es que en ella decide la Iglesia su ser y su fidelidad a Jesucristo. El evangelio de hoy nos ayuda a centrar esta meditación que nos incumbe a todos.
Destaca, en primer lugar, la inmensidad de la tarea. Jesús nos avisa de ello al recordarnos la abundancia de la mies. Se trata del mundo entero, de toda la humanidad, de este mundo y esta humanidad llenos de problemas, tensiones, desequilibrios, injusticias, amenazas, sufrimiento… Jesús mira al mundo preocupado, pero sin pesimismo, con esperanza: no es un campo de batalla, sino un campo sembrado de buena semilla y llamado a dar fruto. La semilla buena está por doquier, no se reduce a un grupo, por ejemplo, el de los creyentes en determinada fe. Todo el mundo está grávido de bien, pues todo él es obra del Dios que todo lo hizo, y vio que estaba bien.
Además están los obreros: son los que ven la semilla buena (pues miran al mundo con los ojos de Jesús) y tratan de que no se pierdan sus frutos. Aquí sí que podemos ver la misión de los creyentes: una misión al servicio de toda la humanidad en lo que se refiere a Dios. La inmensidad de la tarea significa que es una tarea de todos sus discípulos. Jesús nos llama a salir de la pasividad. Esto es esencial para que la nueva evangelización llegue a buen puerto. Nos pide, pues, que adoptemos una actitud activa, que nos pongamos en camino: la misión no es sólo cosa de los apóstoles (obispos, sacerdotes, también religiosos), sino de todos los que creen en él. Los 72 enviados son, podemos imaginar, un grupo heterogéneo de seguidores que habían asimilado el mensaje de Cristo lo suficiente como para convertirse en heraldos suyos. Toda la vida cristiana en todas sus vocaciones y estados de vida es misión, envío, preparación del camino por el que viene Jesús.
No debemos pensar en la misión mirando al pasado: como la recuperación de una influencia perdida, o sólo como la conservación de un legado de siglos pasados, sino como la preparación de un acontecimiento futuro: Jesús está en camino y viene, y nosotros tenemos que preparar esa venida.
La misión no consiste sólo ni sobre todo en comunicar un determinado mensaje, sino en encarnar un determinado estilo de vida, en ser espejos del que viene detrás de nosotros. En las instrucciones que Jesús da a los 72 no se indica sobre todo lo que tienen que decir, sino cómo deben ir, qué actitudes deben adoptar, qué acciones deben realizar. En el preámbulo de las mismas no oculta los peligros que habrán de afrontar. Pero precisamente por ello previene: se van a encontrar lobos, pero ellos deben actuar como corderos: no van a la guerra (por lo que deben abstenerse de medios bélicos), sino en misión de paz. Han de caminar ligeros de equipaje. Siendo heraldos del que no tiene donde reclinar la cabeza, no han de ser las preocupaciones materiales las que los obsesionen. Su actitud ha de ser de confianza en la Providencia. Es cierto que no es posible vivir totalmente descuidado de lo material, y Jesús lo sabe, por eso recomienda unir sencillez y agradecimiento, aceptando lo que les ofrezcan para comer y beber, el salario merecido por los obreros.
La misión es urgente, de ahí la (para nosotros) extraña recomendación de no detenerse a saludar a nadie por el camino. Es claro que no se trata de negar el saludo, sino de no distraerse aquí y allá, en los largos y ceremoniosos ritos de salutación de aquella cultura oriental. Es la misma urgencia de la que nos hablaba el evangelio el domingo pasado. Los que vean pasar de largo y sin detenerse a los discípulos comprenderán que lo que se llevan entre manos es urgente y de gran importancia. Es, pues, una forma más de anuncio. Los cristianos no podemos dar la imagen de gentes dedicadas a sí mismas, sino de personas consagradas (por el bautismo) a una tarea que nos transciende.
Ya hemos dicho que la misión no es bélica, sino de paz. Para comunicar la paz hay llevarla dentro de sí. No se trata de saludar protocolariamente, sino de una forma de presentarse. La paz que se da y se transmite, es la paz que encontramos en el Señor, la paz que él nos deja, la que él no da, como rezamos antes de la comunión. Así pues, para poder dar esta paz tenemos que examinarnos continuamente, ver hasta qué punto estamos interiormente pacificados, de modo que podemos convertirnos en agentes de la paz de Cristo. Es una paz que procede del perdón recibido, de la salvación experimentada, del trato cotidiano con el Señor. Es, por fin, una paz que sana, que no cesa de hacer el bien. De ahí la recomendación de curar a los enfermos.
Sólo al final se da una breve indicación del mensaje: “está cerca de vosotros el reino de Dios”. Es la cercanía de la persona misma de Cristo que viene. En Él se cumplen las antiguas profecías y promesas. Podemos entender la misión de los discípulos y la nuestra a la luz de la bella utopía de paz, consuelo y alegría soñada por Isaías. En Jesús esa utopía deja de ser un sueño, se convierte en una utopía en acción. Por la misión de los discípulos, por la presencia de Cristo, se abren realmente en nuestro mundo espacios de reino de Dios, relaciones nuevas, modos novedosos de solucionar los conflictos, de responder a las necesidades de los que sufren.
Pero no debemos dejarnos llevar por el color rosa de las utopías. Recordemos que hemos sido enviados en medio de lobos. Aquí nos ilumina Pablo: la misión de Cristo y la nuestra no es una incursión victoriosa, sino una entrega que implica renuncias, hasta la de la propia vida. Así pues, la paz de la que hablamos y la que tenemos que dar procede de la Cruz de nuestro señor Jesucristo: “la paz y la misericordia de Dios vengan sobre todos los que se ajustan a esta norma”.
Pablo afirma llevar en su cuerpo las marcas de Jesús. ¿Qué significa esto? Se ha especulado sobre la posibilidad de que llevara en manos, pies y costado los estigmas de la pasión. En realidad no lo sabemos, ni tampoco es lo más importante. Lo que importa es que, al hacer propia la Cruz de Cristo (que es lo mismo que unirse a Él), sus “marcas” no pueden no reflejarse en nosotros, precisamente en un estilo de vida marcado por el Evangelio.
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