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Ora todos los días muchas veces: "Jesús, María, os amo, salvad las almas".

El Corazón de Jesús se encuentra hoy Locamente Enamorado de vosotros en el Sagrario. ¡Y quiero correspondencia! (Anda, Vayamos prontamente al Sagrario que nos está llamando el mismo Dios).

ESTEMOS SIEMPRE A FAVOR DE NUESTRO PAPA FRANCISCO, ÉL PERTENECE A LA IGLESIA DE CRISTO, LO GUÍA EL ESPÍRITU SANTO.

Las cinco piedritas (son las cinco que se enseñan en los grupos de oración de Medjugorje y en la devoción a la Virgen de la Paz) son:

1- Orar con el corazón el Santo Rosario
2- La Eucaristía diaria
3- La confesión
4- Ayuno
5- Leer la Biblia.

REZA EL ROSARIO, Y EL MAL NO TE ALCANZARÁ...
"Hija, el rezo del Santo Rosario es el rezo preferido por Mí.
Es el arma que aleja al maligno. Es el arma que la Madre da a los hijos, para que se defiendan del mal."

-PADRE PÍO-

Madre querida acógeme en tu regazo, cúbreme con tu manto protector y con ese dulce cariño que nos tienes a tus hijos aleja de mí las trampas del enemigo, e intercede intensamente para impedir que sus astucias me hagan caer. A Ti me confío y en tu intercesión espero. Amén

Oración por los cristianos perseguidos

Padre nuestro, Padre misericordioso y lleno de amor, mira a tus hijos e hijas que a causa de la fe en tu Santo Nombre sufren persecución y discriminación en Irak, Siria, Kenia, Nigeria y tantos lugares del mundo.

Que tu Santo Espíritu les colme con su fuerza en los momentos más difíciles de perseverar en la fe.Que les haga capaces de perdonar a los que les oprimen.Que les llene de esperanza para que puedan vivir su fe con alegría y libertad. Que María, Auxiliadora y Reina de la Paz interceda por ellos y les guie por el camino de santidad.

Padre Celestial, que el ejemplo de nuestros hermanos perseguidos aumente nuestro compromiso cristiano, que nos haga más fervorosos y agradecidos por el don de la fe. Abre, Señor, nuestros corazones para que con generosidad sepamos llevarles el apoyo y mostrarles nuestra solidaridad. Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

sábado, 12 de octubre de 2013

Lecturas Domingo 28º del Tiempo Ordinario - Ciclo C


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Domingo 13 de Octubre del 2013

Primera lectura

Lectura del segundo libro de los Reyes (5,14-17):

En aquellos días, Naamán de Siria bajó al Jordán y se bañó siete veces, como había ordenado el profeta Elíseo, y su carne quedó limpia de la lepra, como la de un niño. Volvió con su comitiva y se presentó al profeta, diciendo: «Ahora reconozco que no hay dios en toda la tierra más que el de Israel. Acepta un regalo de tu servidor.» 
Eliseo contestó: «¡Vive Dios, a quien sirvo! No aceptaré nada.» Y aunque le insistía, lo rehusó. 
Naamán dijo: «Entonces, que a tu servidor le dejen llevar tierra, la carga de un par de mulas; porque en adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios a otros dioses fuera del Señor.»

Palabra de Dios

Salmo

Sal 97,1.2-3ab.3cd-4

R/.
 El Señor revela a las naciones su salvación

Cantad al Señor un cántico nuevo, 
porque ha hecho maravillas: 
su diestra le ha dado la victoria, 
su santo brazo. R/. 

El Señor da a conocer su victoria, 
revela a las naciones su justicia: 
se acordó de su misericordia y su fidelidad 
en favor de la casa de Israel. R/. 

Los confines de la tierra han contemplado 
la victoria de nuestro Dios. 
Aclama al Señor, tierra entera, 
gritad, vitoread, tocad. R/.

Segunda lectura

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo (2,8-13):

Haz memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David. Éste ha sido mi Evangelio, por el que sufro hasta llevar cadenas, como un malhechor; pero la palabra de Dios no está encadenada: Por eso lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación, lograda por Cristo Jesús, con la gloria eterna. Es doctrina segura: Si morimos con él, viviremos con él. Si perseveramos, reinaremos con él. Si lo negamos, también él nos negará. Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo.

Palabra de Dios

Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Lucas (17,11-19):

Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.» 
Al verlos, les dijo: «ld a presentaros a los sacerdotes.» 
Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Éste era un samaritano.
Jesús tomó la palabra y dijo: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?» 
Y le dijo: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado.»

Palabra del Señor

Comentario al Evangelio del Domingo 13 de Octubre del 2013

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José María Vegas, cmf
El poder de la desgracia y el poder de Dios
La lepra tiene hoy un protagonismo central en la Palabra de Dios. La lepra era considerada en la antigüedad no sólo la enfermedad terrible que realmente era por los estragos que producía en el cuerpo del enfermo, sino también una maldición de Dios y causa de exclusión de la comunidad humana y, en el caso de Israel, de la comunidad de la salvación. Muy posiblemente el origen de esta exclusión estaba en el muy humano temor al contagio, que luego se revestía de motivos religiosos y teológicos. Pero el eje de la lepra se cruza hoy con otro no menos importante: la calidad de extranjeros de los dos protagonistas: Naamán, el sirio, y el samaritano curado por Jesús. Los sirios eran y, por desgracia, continúan siendo hoy enemigos tradicionales de Israel; los samaritanos, a causa de su origen (colonos que ocuparon las tierras de los judíos en la época del exilio), eran a los ojos de los israelitas usurpadores, que además habían pervertido la pureza de la fe mosaica. Si los leprosos eran excluidos por causa de la enfermedad, el sirio y el samaritano lo eran además por razón de su identidad nacional y religiosa.
Pero, he aquí que la lepra opera una paradójica metamorfosis. En el caso de los diez leprosos, la enfermedad une e iguala a judíos y samaritanos, enemigos irreconciliables en circunstancias normales. La desgracia difumina las fronteras nacionales y religiosas, porque nos despoja de  identidades externas y seguridades artificiales, y deja al descubierto nuestra común condición humana. De hecho, en el caso de los diez leprosos, nos enteramos del origen samaritano de uno de ellos sólo después de la curación. Sólo en condiciones normales reemergen las diferencias “normales”, que la enfermedad había borrado. Algo parecido sucede con Naamán, hombre rico y poderoso, acostumbrado a mandar y no a pedir. La desgracia de la lepra le despoja de sus títulos y le lleva a inclinarse, suplicar y obedecer al profeta de un pueblo que él consideraba inferior.
La desgracia es poderosa, nos despoja, amenaza con destruirnos y, en esa misma medida, nos retrata, nos ayuda a comprender quiénes somos realmente: en la necesidad descubrimos mejor la desnuda humanidad que nos hermana. Ante el sufrimiento humano en cualquiera de sus versiones caen las caretas, las falsas identidades y los prejuicios, y queda al descubierto sólo el rostro sufriente del hombre. La única respuesta humana ante la realidad del sufrimiento ajeno es la compasión, la capacidad de padecer-con y tender la mano a aquel con el que, en otras circunstancias, estaría enfrentado por mil variados motivos (ideológicos, nacionales, raciales o religiosos), pero que en la situación actual se me revela como “propio”, miembro de la común humanidad.
Dios se ha acercado a nosotros compartiendo nuestra condición humana. Que la presencia del Verbo de Dios en nuestro mundo es una verdadera encarnación y no, una mera apariencia (como han afirmado todas las formas de gnosticismo antiguo y moderno como la New Age) se descubre precisamente en su capacidad de compadecer. Dios no nos salva de nuestras desgracias “desde arriba”, sino en Jesucristo, esto es desde nosotros mismos, compadeciendo, padeciendo con nosotros, tomando sobre sí nuestras desgracias. Si el poder de la desgracia actúa despojándonos, el poder creador de Dios actúa despojándose él (“se despojó de sí mismo” Flp 2, 7) para recrearnos, curarnos, perdonarnos, rehabilitarnos. Esta es la diferencia: lo que nos descubre el poder de la desgracia (nuestra común humanidad) se hace a un alto precio, que amenaza con acabar con nosotros. Lo que nos da el poder de Dios, la salvación y la vida, es gratuito.
En el caso de Naamán es inevitable ver una figura del Bautismo. Después de bañarse en el Jordán, su carne quedó limpia “como la de un niño”. Realmente se había producido un nuevo nacimiento. Y no sólo en la carne, sino también en el espíritu. Naamán experimenta la fuerza recreadora del Dios de Israel, y, llevado por su mentalidad pagana y de hombre rico, quiere “compensar” al que cree que lo ha curado, pero, iluminado por el mismo profeta, comprende la gratuidad de la acción de Dios y que la única forma válida de agradecimiento es inclinarse y adorar al Dios verdadero. La vinculación inseparable para la mentalidad antigua de religión y nación le hace llevarse consigo una “porción” de la tierra del único Dios que salva, para, sobre ella, orar y adorarle sólo a Él. La verdadera gratitud es la de un corazón que reconoce, confiesa y, en consecuencia, testimonia la salvación que ha recibido de Dios.
El detalle de la extranjería de Naamán no es banal. Lo vemos con crudeza en el caso de los diez leprosos. Podemos estar siendo depositarios de la acción salvífica de Dios, haber renacido del agua y del espíritu, hechos hijos de Dios, experimentado el perdón y participado en la mesa eucarística del Reino de Dios, y, al mismo tiempo, reducir toda esa acción gratuita y recreadora de Dios a una cuestión legal, como los nueve leprosos judíos, que se limitaron a cumplir la ley, y se olvidaron de agradecer, es decir, de alabar, adorar, confesar y testimoniar como el samaritano, que “se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias”.
Los otros nueve recibieron la gracia de la curación y “cumplieron” la prescripción legal en el templo. Dios había cumplido su parte y ellos, la suya. Todo en orden. Es, ciertamente, una forma de entender “la religión”, eso, “en orden”. “Cumplir”, más o menos, con nuestros “deberes” religiosos, ir a la iglesia los domingos, o, al menos, alguna veces, en las grandes fiestas; bueno, o cuando las circunstancias lo imponen (ya se sabe, bodas, bautizos y funerales); o “cumplir”, como muchos dicen, siendo buena persona; parece que Dios se conforma con eso, que no matemos ni robemos y paguemos nuestros impuestos… Yo cumplo mi parte, que Dios cumpla la suya… Casi resulta que es Dios el que está en deuda con nosotros, ya que somos tan cumplidores (unos con la liturgia, otros sólo con su moral de mínimos). Una fe legalista y cumplidora que no se vuelve a reconocer, a agradecer, a confesar, una fe que no grita ni se prostra ante ese Cristo, que, no lo olvidemos, ya ha actuado en nosotros, es una fe que no sabe dónde está realmente el templo vivo de Dios. Naamán se llevó tierra de la tierra prometida, “tierra santa”, para llevarse consigo en cierto modo al Dios que le había hecho volver a nacer. El samaritano fue capaz de reconocer que el verdadero templo de Dios no estaba en Jerusalén, sino en aquel rabino galileo que le había devuelto la salud y la vida. El hereje samaritano resultó ser el único verdaderamente creyente: “tu fe te ha salvado”, le dice Jesús.
Jesús nos llama hoy a reavivar nuestra fe: a no acostumbrarnos a la gracia y a la salvación, abaratándolas y banalizándolas. No nos dice que no vayamos al templo, ni que ser judío (es decir, cristiano, miembro de la Iglesia) es malo y “los de fuera son mejores” (como tantas veces oímos y decimos); sino que nos recuerda que esa pertenencia no es suficiente si la reducimos a costumbre, identidad cultural o mero cumplimiento legal, si perdemos la capacidad de sorpresa, agradecimiento y confesión, a las que a veces están mejor dispuestos quienes experimentan la novedad de Dios por vez primera.
Para evitar esa rutina que mata o entumece la fe es preciso refrescarla, esto es, como le dice Pablo a Timoteo, hacer memoria de Jesucristo. Esta memoria no es un mero y desvaído recuerdo, sino un memorial pascual, el de la muerte y resurrección de Cristo, que se realiza y en el que participamos realmente en la Eucaristía, pero que requiere por nuestra parte perseverancia y fidelidad, para que esa palabra asimilada hable en nosotros y dé testimonio con libertad (“la palabra de Dios no está encadenada”), gritando como el samaritano, que hace suyo el salmo 65: “venid a escuchar, os contaré lo que ha Dios hecho conmigo”, o como gritan y cantan Zacarías: “¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel!” (Lc 1, 68), y, mejor que nadie, María: “¡Proclama mi alma la grandeza del Señor!” (Lc 1, 46).

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