UNA COLUMNA PARA NUESTRA FE
Hace muchos siglos, la evangelización de los Apóstoles se inició con una certeza: Jesús, que los había enviado, los acompañaba en ese tarea. Todos los días hasta el fin del mundo. El Señor, iba por delante de ellos. El Espíritu les inspiraba la palabra oportuna y les infundía la fortaleza frente a la adversidades y sinsabores de la misión. Pero llegaban los momentos de desánimo, la sensación de fracaso: Preguntadle al Apóstol Santiago.
Los cimientos de nuestra fe se asientan sobre la roca de los apóstoles. Y,
María, la Virgen del Pilar, no es ajena a lo que vamos construyendo. Su fiesta es una invitación a fortalecer y renovar esa fe. Más en este año de la fe que ya concluye. Podemos echar una mirada hacia atrás, no por nostalgia, sino para comprobar la multitud de hermanos nuestros (Hb 12, 1) que han vivido con hondura y verdad la fe en Jesucristo. Hoy, como el Apóstol Santiago, también necesitamos ser sostenidos y acariciados por la mano de la Madre del Señor. En nuestros desvelos, luchas, fatigas, desánimos, incomprensiones y contrariedades como discípulos de Jesús, ella pone su Pilar debajo de nosotros para que no tiremos la toalla en nuestro empeño de llevar a Jesús hasta los últimos confines del orbe.
Nuestra Sra del Pilar en Zaragoza es una imagen pequeñita de una mujer con su hijo en brazos. La rodea una enorme corona que imita un sol resplandeciente. Está colocada sobre un pilar de piedra, que se ha ido desgastando por nuestros besos cariñosos, hasta hacerle casi un boquete.
Esto de la columna desgastada me sugiere que algo parecido le ha ido pasando ella. María en el Evangelio es una figura discreta, que aparece en muy pocas escenas, y de la que se nos han conservado muy pocas palabras. Con el paso de los siglos, y seguramente por el cariño y la admiración que despertó los cristianos, se convirtió en «otra cosa». Empezamos a rodearla de elementos extraños. Así, en distintas épocas de la historia, nos la han pintado arrodillada en su casa sobre un reclinatorio, rodeada continuamente de ángeles, vestida de gran dama del Renacimiento, coronada de florecitas por pajaritos que revoloteaban alrededor de su cabeza... la fuimos llenando de coronas, mantos, joyas, privilegios... Pero «no era ella». Nos la presentaban como la mujer recogida en casa, ocupada en las tareas del hogar, obediente a José y cuidando del Hijo, ¡muy pasiva!, como en las nubes... Con frecuencia se la hecho sujeto de extrañas revelaciones bien poco evangélicas, de mensajes de condena y amenazas. Hasta el punto de llegar, en algunos casos, a eclipsar, a ocupar el lugar de su propio Hijo. La fuimos convirtiendo en una mujer digna de admiración, devoción y adoración... a la vez que la alejábamos de nuestra vida real, y perdíamos su verdadero sentido y misión.
El Concilio Vaticano II y después el gran Pablo VI, ya se dieron cuenta de todo este lío, y nos hicieron una invitación a revisar nuestro culto mariano, la teología, y a suprimir todo lo legendario, fantasioso y mágico, para recuperar a María del Evangelio. Y comenzamos una tarea de demolición que ha traído dos consecuencias:
- Algunos cristianos siguen a lo suyo, y siguen tratándola como una especie de diosa, y haciéndola objeto de todo tipo de excesos e incoherencias.
- Otros, particularmente los más jóvenes, «se han quedado sin Madre». No saben qué hacer con ella. No saben relacionarla con su vida de fe, con lo que viven cada día. Se les ha perdido entre dogmas, extraños privilegios y gracias que no terminan de entender. Incluso ven en ella el tipo de mujer obediente, pasiva, callada... que muchas mujeres están tratando de superar.
El Evangelio es el que pone las cosas en su sitio. ¿Qué tenemos que buscar en esta mujer, a la que aclamamos como el “Pilar de nuestra fe”?
- María, en primer lugar, es la Mujer del «Haced lo que él os diga». Su primer empeño es que pongamos la atención en quien más se la merece: su Hijo. Cada vez que nos tomamos en serio las palabras de Jesús, le estamos dando un alegrón. Este es el mejor culto que le podemos dar.
- En segundo lugar: María es la mujer del «Hágase en mí todo lo que has dicho». Es la que escucha la Palabra con atención, y la cumple. Dios puede hacer con nosotros las obras grandes que ha soñado para nuestro bien. María, la Mujer que guardaba la Palabra en su corazón, tratando de comprenderla y aplicarla a su vida.
- En tercer lugar: Ella fue una mujer en un pueblo perdido del Imperio, que sufrió las incomprensiones de su embarazo; emigrante huida a Egipto (y ya sabemos lo mal que lo pasan muchos de ellos); no pocas veces desconcertada al no entender el comportamiento de su Hijo. Tuvo que ver cómo su Hijo iba fracasando en su tarea, y se lo quitaban clavándolo en una cruz. Su vida estuvo muy envuelta en sufrimientos y dificultades. Peregrina de la fe. No le llegaron telegramas celestiales, ni más Mensajeros angelicales que le aclarasen o resolviesen las cosas. Su realidad no fue muy distinta de la de cualquiera de nosotros. Pero sí que fue la mujer de la fe, la esperanza, y el amor incondicional.
- En cuarto lugar: Si leemos el cántico que ella misma proclama en el Evangelio (de Lucas), María no tiene nada de pasiva, callada, conformada encerrada en sí misma. Allí grita proféticamente, sin temor y orgullosa, que su Dios dispersa a los soberbios y enaltece a los humildes, que a los hambrientos los colma de bienes, y echa de su lado, vacíos, a los ricos. María destila Evangelio, compromiso con los pobres, inconformismo con la situación social, una gran sensibilidad hacia las necesidades de la gente de su pueblo. Por eso, me imagino que estaría encantada de que sus hijos la dejaran repartir lo que vamos dejando a sus pies... entre esos otros hijos que lo necesitan todo para sobrevivir.
- Para terminar, ella es, por voluntad de Jesús, nuestra Madre. Y como buena Madre, nos da orientaciones de vida, está al lado en los momentos difíciles (junto a la cruz), nos llena de confianza en nosotros mismos, se esfuerza porque seamos hermanos de todos los hombres, alrededor de la mesa del Señor; sufre cuando no hacemos caso a su Hijo. Reza, (ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte).
Arrimarse al Pilar de Zaragoza, visitarla en su Basílica, celebrarla en esta fiesta de hoy es escuchar el susurro de las aguas, no tanto las del Ebro, cuanto las del Espíritu, que nos invitan, especialmente en estos tiempos recios, a que no dejemos de avanzar en el conocimiento de Jesús, y en procurar -como Santiago y como todos los que nos llamamos discípulos de su Hijo- que todos los hombres le conozcan, le sirvan y le amen.
Enrique Martínez, cmf
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