De las 9 a las 10 de la noche
Primera hora de agonía en el Huerto de Getsemaní
Gracias te doy, oh Jesús, por llamarme a la unión contigo por medio de la oración, y tomando tus pensamientos, tu lengua, tu corazón y fundiéndome toda en tu Voluntad y en tu amor, extiendo mis brazos para abrazarte y apoyando mi cabeza sobre tu corazón empiezo:
Mi afligido Jesús, como por una corriente eléctrica me siento atraída a este huerto, comprendo que Tú, imán potente para mi herido corazón me llamas, y yo corro pensando entre mí: “¿Qué son estas atracciones de amor que siento en mí? ¡Ah, tal vez mi perseguido Jesús se encuentra en estado de tal amargura, que siente la necesidad de mi compañía!”
Y yo vuelo, ¿pero qué?, me siento horrorizada al entrar en este huerto, la oscuridad de la noche, la intensidad del frío, el lento moverse de las hojas, que como tristes y débiles voces, anuncian penas, tristezas y muerte para mi dolorido Jesús. El dulce centellear de las estrellas, que como ojos llorosos están todas atentas a mirarlo, y haciendo eco a las lágrimas de Jesús me reprochan por mis ingratitudes, y yo tiemblo y a tientas lo voy buscando, lo llamo:
“Jesús, ¿dónde estás? ¿Me llamas y no te dejas ver? ¿Me llamas y te escondes?” Pero todo es terror, todo es espanto y silencio profundo. Pongo atentos mis oídos y oigo un respiro afanoso, y es precisamente a Jesús a quien encuentro, pero qué cambio funesto, no es más el dulce Jesús de la cena eucarística, en donde su rostro resplandecía con una belleza deslumbrante y raptora, sino que está triste, con una tristeza mortal que desfigura su natural belleza.
Ya agoniza y me siento turbada pensando que tal vez no escucharé más su voz, porque parece que muere. Por eso me abrazo a sus pies; me hago más atrevida y me acerco a sus brazos, le pongo la mano en la frente para sostenerlo y en voz baja lo llamo: “Jesús, Jesús.” Y Él, sacudido por mi voz, me mira y me dice: “Hija, ¿estás aquí? ¡Ah! te estaba esperando, y era esta la tristeza que más me oprimía, el total abandono de todos, y te esperaba a ti para hacerte ser espectadora de mis penas, y hacerte beber junto conmigo el cáliz de las amarguras que dentro de poco mi Padre Celestial me enviará por medio de un ángel.
Lo beberemos juntos, no será un cáliz de consuelo sino de amarguras intensas, y siento la necesidad de que alguna alma amante beba alguna gota al menos, por eso te he llamado, para que tú lo aceptes y compartas conmigo mis penas y me asegures que no me dejarás solo en tanto abandono”.
¡Ah! sí, mi atormentado Jesús, beberemos juntos el cáliz de tus amarguras, sufriremos juntos tus penas y no me apartaré jamás de tu lado. Y el afligido Jesús, después de habérselo asegurado, entra en agonía mortal, sufre penas jamás vistas ni entendidas, y yo, no pudiendo resistir y queriendo compadecerlo y aliviarlo le digo:
“Dime, ¿por qué estás tan triste, afligido y solo en este huerto y en esta noche? Es la última noche de tu vida sobre la tierra, pocas horas te quedan para dar principio a tu Pasión. Creí encontrar aquí al menos a la Celestial Mamá, a la amante Magdalena y a tus fieles apóstoles, en cambio te encuentro solo, en poder de una tristeza que te da muerte despiadada, sin hacerte morir.
Oh mi bien, mi todo, ¿no me respondes? ¡Háblame! Pero parece que te falta la palabra, tanta es la tristeza que te oprime. Pero, oh mi Jesús, tu mirada, llena de luz, sí, pero afligida e indagadora, que parece que buscas ayuda, tu rostro pálido, tus labios abrazados por el amor, tu Divina Persona que tiembla toda de pies a cabeza, tu corazón que late fuerte, fuerte, y aquellos latidos buscan almas y te dan tal afán que parece que de un momento a otro expires, me dicen que estás solo y por eso buscas mi compañía.”
¡Heme aquí oh mi Jesús, toda para Ti, junto contigo! Mi corazón no resiste el verte tirado en la tierra; te tomo entre mis brazos y te estrecho a mi corazón, quiero numerar uno por uno tus afanes, una por una las ofensas que te hacen, para darte alivio por todo, reparación por todo, y por todo, al menos compadecerte.
Pero, oh mi Jesús, mientras te tengo entre mis brazos, tus sufrimientos se acrecientan, siento, oh vida mía, correr en tus venas un fuego, y siento que la sangre te hierve y quiere romperlas para salir fuera.
Dime amor mío, ¿qué tienes? No veo flagelos, no espinas, no clavos ni cruz, no obstante apoyando mi cabeza sobre tu corazón siento que crueles espinas te traspasan la cabeza; azotes despiadados no te dejan a salvo ninguna parte, ni dentro ni fuera de tu Divina Persona; tus manos paralizadas y contraídas más que por clavos. Dime dulce bien mío, ¿quién tiene tanto poder, aun en tu interior, que te atormenta y te hace sufrir tantas muertes por cuantos tormentos te da?
Ah, me parece que Jesús bendito abre sus labios moribundos y me dice: “Hija mía, ¿quieres saber quién me atormenta más que los mismos verdugos? Es más, estos verdugos son nada en comparación de esto. Es el Amor Eterno que queriendo el primado en todo, me está haciendo sufrir todo junto y en las partes más íntimas lo que los verdugos me harán sufrir poco a poco.
Ah, hija mía, es el amor el que prevalece en todo sobre Mí, y en Mí el amor me es clavo, el amor me es flagelo, el amor me es corona de espinas, el amor me es todo, el amor es mi Pasión perenne, mientras que la de los hombres es temporal. Ah hija mía, entra en mi corazón, ven a perderte en mi amor, pues sólo en mi amor comprenderás cuánto he sufrido y cuánto te he amado, y aprenderás a amarme y a sufrir sólo por amor.”
Oh mi Jesús, ya que Tú me llamas dentro de tu corazón para hacerme ver lo que el amor te hace sufrir, yo entro en él. Pero mientras entro veo los portentos del amor, que no te corona la cabeza con espinas materiales, sino con espinas de fuego; que no te azota con látigos de cuerdas, sino con látigos de fuego; que te crucifica no con clavos de fierro, sino de fuego; todo es fuego que penetra hasta los huesos, y en la misma médula, convirtiendo toda tu Santísima Humanidad en fuego, te da penas mortales, ciertamente más que en la misma Pasión, y prepara un baño de amor a todas las almas que querrán lavarse de cualquier mancha y adquirir el derecho de hijas del amor.
¡Oh amor sin término, yo siento retroceder ante tal inmensidad de amor, y veo que para poder entrar en el amor y comprenderlo, debería ser toda amor! ¡Oh mi Jesús, no lo soy...! Pero ya que Tú quieres mi compañía y quieres que entre en Ti, te suplico que me conviertas toda en amor.
Por eso te pido que corones mi cabeza, cada uno de mis pensamientos con la corona del amor; te suplico, oh Jesús, que me azotes con el flagelo del amor mi alma, mi cuerpo, mis potencias, mis sentimientos, mis deseos, mis afectos, en suma, todo, y en todo quede flagelada y sellada por el amor.
Haz, oh amor interminable, que no haya cosa en mí que no tome vida del amor. Oh Jesús, centro de todos los amores, te suplico que claves mis manos, mis pies con los clavos del amor, a fin de que toda clavada por el amor me convierta en amor, el amor entienda, de amor me vista, de amor me alimente, el amor me tenga toda clavada en Ti, a fin de que ninguna cosa, dentro y fuera de mí, se atreva a tocarme y desviarme y alejarme del amor, oh Jesús.
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