Señor, confiando en tu bondad y en tu gran misericordia, vengo enfermo al Salvador, hambriento y sediento a la fuente de la vida, pobre al Rey del cielo, siervo al Señor, criatura al Criador, desconsolado a mi piadoso consolador. Mas ¿dónde a mí tanto bien que tú vengas a mí? ¿Quién soy yo para que te me des a ti mismo? ¿Cómo osa el pecador parecer ante ti? Y ¿cómo tú tienes por bien de venir al pecador? Tú conoces a tu siervo, y sabes que ningún bien hay en el porque merezca que tú le hagas tan grandísima merced. Yo confieso, Señor, mi vileza, y reconozco tu bondad; loo tu piedad, gracias te hago por tu excelentísima caridad.
Por cierto por ti mismo haces todo esto, no por mis merecimientos, mas porque tu bondad me sea más manifiesta y me sea comunicada mayor caridad, y la humildad sea loada más cumplidamente. Y pues así te place, Señor, y así lo mandaste hacer, también me agrada a mí que tú hayas tenido por bien. Plégate, Señor, que no lo impida mi maldad. ¡Oh dulcísimo y benignísimo Jesús, cuánta reverencia y gracia con perpetua alabanza te son debidas por la comunión de tu sacratísimo cuerpo, cuya dignidad ninguno se halla que la pueda explicar!
Mas querría saber: ¿qué pensaré en esta comunión, cuando me quiero llegar a ti, Señor, pues no te puedo honrar debidamente, y deseo recibirte con devoción? ¿Qué cosa mejor y más saludable pensaré, sino humillarme del todo ante ti y ensalzar tu infinita bondad sobre mí? Despréciome y sujétome a ti en el abismo de mi vileza. Tú eres el Santo de los santos, y yo el más vil de los pecadores, e inclínaste a mí, que no soy digno de alzar los ojos a ti.
Veo, Señor, que tú vienes a mí y quieres estar conmigo, tú me convidas a tu mesa y me quieres dar a comer el manjar celestial, el pan de los ángeles, que no es otra cosa, por cierto, sino tú mismo, pan vivo que descendiste del cielo y das vida al mundo. He aquí, Señor, de dónde procede este amor y se declara que lo tienes por bien. Esta bondad tuya, Señor, es la causa por que tal amor nos tienes y por que tan gran benignidad nos muestras.
¡Cuán grandes gracias y loores se te deben por tales mercedes! ¡Oh cuán saludable fue tu consejo cuando ordenaste este altísimo sacramento! ¡Cuán suave y alegre convite cuando a ti mismo te diste en manjar! ¡Oh cuán admirable es tu obra, Señor, cuán poderosa tu virtud, cuán inefable tu verdad! Por cierto, tú dijiste, y fue hecho todo el mundo; así esto es hecho porque tú mismo lo mandaste.
Maravillosa cosa y digna de creer, y que vence todo humano entendimiento, que tú, Señor Dios mío, verdadero Dios y hombre, eres contenido enteramente debajo de la especie de aquel poco de pan y vino, y sin detrimento eres comido por el que te recibe. Tú, Señor de todos, que no tienes necesidad de alguno, quisístete morar en nosotros por éste tu sacramento. Conserva mi corazón sin mácula, porque pueda muchas veces con limpia y alegre conciencia celebrar tus misterios y recibirlos para mi perpetua salud, los cuales ordenaste y estableciste, Señor, principalmente para honra tuya y memoria continua de tu pasión.
Alégrate, ánima mía, y da gracias a Dios por tan noble don y tan singularísimo refrigerio como te fue dejado en este valle de lágrimas. Porque cuantas veces te acuerdas de este misterio y recibes el cuerpo de Cristo tantas representas la obra de tu redención y te haces particionera de todos los merecimientos de Jesucristo; porque la caridad de Cristo nunca se apoca, y la grandeza de su misericordia nunca se gasta.
Por eso débeste disponer siempre a esto con nueva devoción de ánima y pensar con atenta consideración este gran misterio de salud. Y así te debe parecer tan grande, tan nuevo y alegre cuando celebras u oyes misa, como si fuese el mismo día en que Cristo descendió y se hizo hombre en el vientre de la Virgen, o aquél en que puesto en la cruz, padeció y murió por la salud de los hombres.