Señor Dios mío, que me criaste a tu imagen y semejanza, concédeme esta gracia, la cual mostraste ser tan grande y necesaria para la salvación, para que yo pueda vencer mi naturaleza dañada, que me lleva a la perdición y a los pecados. Pues yo siento en mi carne la ley del pecado, que contradice a la ley de mi espíritu, me lleva cautivo a consentir en muchas cosas con la sensualidad, y no puedo resistir a sus pasiones si no me asiste tu santísima gracia, infundida con amor ardentísimo en mi corazón.
Menester es tu gracia, y muy gran gracia, para vencer la naturaleza, inclinada siempre a lo malo desde su juventud. Porque caída por el primer hombre Adán, y corrompida por el pecado, desciende en todos los hombres la pena de esta mancha; de suerte que la misma naturaleza, que fue criada por ti buena y recta, ya se cuenta por vicio y enfermedad de una naturaleza corrompida, porque el mismo movimiento suyo que le quedó, la arrastra a lo malo y a las cosas terrenas; pues una pequeña fuerza que le ha quedado es como una centellita escondida en la ceniza. Esta es la razón natural, cercada de grandes tinieblas, que tiene todavía un juicio libre del bien y del mal, y conoce la diferencia de lo verdadero y de lo falso, aunque no tiene fuerza para cumplir todo lo que le parece bueno, ni goza de la cumplida luz de la verdad, ni tiene puros sus afectos.
De aquí proviene, Dios mío, que yo, según el hombre interior, me deleito en tu ley, sabiendo que tu mandamiento es bueno, justo y santo; juzgando también que todo mal y pecado se debe huir. Mas con la carne sirvo a la ley del pecado, cuando obedezco más a la sensualidad que a la razón. De aquí es, que el querer lo bueno está en mí, mas no hallo poder para cumplirlo. De aquí procede, que propongo muchas veces hacer muchas obras buenas, mas como falta la gracia para ayudar a mi flaqueza, con poca contradicción vuelvo atrás y desfallezco. De aquí también viene, que conozco el camino de la perfección y veo claramente cómo lo debo seguir, mas agravado del peso de mi propia corrupción no me levanto a cosas más perfectas.
¡Oh Señor, cuán necesaria me es tu gracia para comenzar el bien, para aprovechar en él y perfeccionarlo! Porque sin ella ninguna cosa puede puedo hacer; mas en ti todo lo puedo confortado con la gracia. ¡Oh gracia verdaderamente celestial, sin la cual son ningunos los merecimientos propios, ni se han de estimar en algo los dones naturales! Ni las artes, ni las riquezas, ni la hermosura, ni la fortaleza, ni el ingenio o la elocuencia valen delante de ti, Señor, sin la gracia. Porque los dones naturales son comunes a los buenos y a los malos, mas la gracia y la caridad es el don propio de los escogidos, con la cual señalados, son dignos de la vida eterna. Tan encumbrada es esta gracia, que ni el don de la profecía, ni la operación de milagros, ni la más alta contemplación es estimado en algo sin ella. Aun más digo, que ni la fe, ni la esperanza, ni las otras virtudes son aceptas a ti, sin caridad y gracia.
¡Oh beatísima gracia, que haces al pobre de espíritu rico en virtudes, y al rico en lo temporal vuelves humilde de corazón! Ven, desciende a mí, y lléname de tu consolación desde muy de mañana, para que no desmaye mi alma de cansancio y sequedad de corazón. Suplícote, Señor, que halle gracia en tus ojos pues de verdad me basta, aunque me falte lo demás que la naturaleza desea. Si fuere tentado y atormentado de muchas tribulaciones, no temeré los males estando tu gracia conmigo. Ella es mi fortaleza, ella me da consejo y favor. Ella es más poderosa que todos los enemigos y mucho más sabia que cuantos saben.
Maestra es de la verdad, enseña la disciplina, ilumina el corazón, consuela en los trabajos, destierra la tristeza, quita el temor, aumenta la devoción, produce dulces lágrimas. ¿Qué soy yo sin ella, sino un madero seco y un tronco sin provecho? ¡Oh Señor! prevéngame pues tu gracia siempre, acompáñeme siempre y hágame estar continuamente aplicado a las buenas obras, por Jesucristo Hijo tuyo. Amén.
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