Primera lectura
Lectura del libro de Isaías (50,4-7):
Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados. El Señor me abrió el oído. Y yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.
Palabra de Dios
Salmo
Sal 21,8-9.17-18a.19-20.23-24
R/. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Al verme, se burlan de mí,
hacen visajes, menean la cabeza:
«Acudió al Señor, que lo ponga a salvo;
que lo libre, si tanto lo quiere.» R/.
Me acorrala una jauría de mastines,
me cerca una banda de malhechores;
me taladran las manos y los pies,
puedo contar mis huesos. R/.
Se reparten mi ropa,
echan a suertes mi túnica.
Pero tú, Señor, no te quedes lejos;
fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. R/.
Contaré tu fama a mis hermanos,
en medio de la asamblea te alabaré.
Fieles del Señor, alabadlo;
linaje de Jacob, glorificadlo;
temedlo, linaje de Israel. R/.
Segunda lectura
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses (2,6-11):
Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.
Palabra de Dios
Evangelio
Pasión de nuestro Señor Jesucristo según San Mateo (26,14–27,66):
C. En aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a los sumos sacerdotes y les propuso:
S. «¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?»
C. Ellos se ajustaron con él en treinta monedas. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo.
C. El primer día de los Ázimos se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron:
S. -«¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?»
C. Él contestó:
+ «Id a la ciudad, a casa de Fulano, y decidle: "El Maestro dice: Mi momento está cerca; deseo celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos."»
C. Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua.
C. Al atardecer se puso a la mesa con los Doce. Mientras comían dijo:
+ «Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar.»
C. Ellos, consternados, se pusieron a preguntarle uno tras otro:
S. «¿Soy yo acaso, Señor?»
C. Él respondió:
+ «El que ha mojado en la misma fuente que yo, ése me va a entregar. El Hijo del hombre se va, como está escrito de él; pero, ¡ay del que va a entregar al Hijo del hombre!; más le valdría no haber nacido.»
C. Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar:
S. «¿Soy yo acaso, Maestro?»
C. Él respondió:
+ «Tú lo has dicho.»
C. Durante la cena, Jesús cogió pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo:
+ «Tomad, comed: esto es mi cuerpo.»
C.. Y, cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias y se la dio diciendo:
+ «Bebed todos; porque ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos para el perdón de los pecados. Y os digo que no beberé más del fruto de la vid, hasta el día que beba con vosotros el vino nuevo en el reino de mi Padre.»
C. Cantaron el salmo y salieron para el monte de los Olivos.
C. Entonces Jesús les dijo:
+ «Esta noche vais a caer todos por mi causa, porque está escrito: "Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas del rebaño." Pero cuando resucite, iré antes que vosotros a Galilea.»
C. Pedro replicó:
S. «Aunque todos caigan por tu causa, yo jamás caeré.»
C. Jesús le dijo:
+ «Te aseguro que esta noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces.»
C . Pedro le replicó:
S. «Aunque tenga que morir contigo, no te negaré. »
C. Y lo mismo decían los demás discípulos.
C. Entonces Jesús fue con ellos a un huerto, llamado Getsemaní, y les dijo:
+ «Sentaos aquí, mientras voy allá a orar.»
C. Y, llevándose a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a entristecerse y a angustiarse. Entonces dijo:
+ «Me muero de tristeza: quedaos aquí y velad conmigo.»
C. Y, adelantándose un poco, cayó rostro en tierra y oraba diciendo:
+ «Padre mío, si es posible, que pase y se aleje de mí ese cáliz. Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres.»
C. Y se acercó a los discípulos y los encontró dormidos. Dijo a Pedro:
+ «¿No habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad para no caer en la tentación, pues el espíritu es decidido, pero la carne es débil.»
C. De nuevo se apartó por segunda vez y oraba diciendo:
+ «Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad.»
C. Y, viniendo otra vez, los encontró dormidos, porque tenían los ojos cargados. Dejándolos de nuevo, por tercera vez oraba, repitiendo las mismas palabras. Luego se acercó a sus discípulos y les dijo:
+ «Ya podéis dormir y descansar. Mirad, está cerca la hora, y el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levantaos, vamos! Ya está cerca el que me entrega.»
C. Todavía estaba hablando, cuando apareció Judas, uno de los Doce, acompañado de un tropel de gente, con espadas y palos, mandado por los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo. El traidor les había dado esta contraseña:
S. «Al que yo bese, ése es; detenedlo.»
C. Después se acercó a Jesús y le dijo:
S. «¡Salve, Maestro!»
C. Y lo besó. Pero Jesús le contestó:
+ «Amigo, ¿a qué vienes?»
C. Entonces se acercaron a Jesús y le echaron mano para detenerlo. Uno de los que estaban con él agarró la espada, la desenvainó y de un tajo le cortó la oreja al criado del sumo sacerdote. Jesús le dijo:
+ «Envaina la espada; quien usa espada, a espada morirá. ¿Piensas tú que no puedo acudir a mi Padre? Él me mandaría en seguida más de doce legiones de ángeles. Pero entonces no se cumpliría la Escritura, que dice que esto tiene que pasar.»
C. Entonces dijo Jesús a la gente:
+ «¿Habéis salido a prenderme con espadas y palos, como a un bandido? A diario me sentaba en el templo a enseñar y, sin embargo, no me detuvisteis.»
C. Todo esto ocurrió para que se cumpliera lo que escribieron los profetas. En aquel momento todos los discípulos lo abandonaron y huyeron. Los que detuvieron a Jesús lo llevaron a casa de Caifás, el sumo sacerdote, donde se habían reunido los escribas y los ancianos. Pedro lo seguía de lejos, hasta el palacio del sumo sacerdote, y, entrando dentro, se sentó con los criados para ver en qué paraba aquello. Los sumos sacerdotes y el sanedrín en pleno buscaban un falso testimonio contra Jesús para condenarlo a muerte y no lo encontraban, a pesar de los muchos falsos testigos que comparecían. Finalmente, comparecieron dos, que dijeron:
S. «Éste ha dicho: "Puedo destruir el templo de Dios y reconstruirlo en tres días."»
C. El sumo sacerdote se puso en pie y le dijo:
S. «¿No tienes nada que responder? ¿Qué son estos cargos que levantan contra ti?»
C. Pero Jesús callaba. Y el sumo sacerdote le dijo:
S. «Te conjuro por Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios.»
C. Jesús le respondió:
+ «Tú lo has dicho. Más aún, yo os digo: Desde ahora veréis que el Hijo del hombre está sentado a la derecha del Todopoderoso y que viene sobre las nubes del cielo.»
C. Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras, diciendo:
S. «Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué decidís?»
C. Y ellos contestaron:
S. «Es reo de muerte.»
C. Entonces le escupieron a la cara y lo abofetearon; otros lo golpearon, diciendo:
S. «Haz de profeta, Mesías; ¿quién te ha pegado?»
C. Pedro estaba sentado fuera en el patio, y se le acercó una criada y le dijo:
S. «También tú andabas con Jesús el Galileo.»
C. Él lo negó delante de todos, diciendo:
S. «No sé qué quieres decir.»
C. Y, al salir al portal, lo vio otra y dijo a los que estaban allí:
S. «Éste andaba con Jesús el Nazareno.»
C. Otra vez negó él con juramento:
S. «No conozco a ese hombre.»
C. Poco después se acercaron los que estaban allí y dijeron a Pedro:
S. «Seguro; tú también eres de ellos, te delata tu acento.»
C. Entonces él se puso a echar maldiciones y a jurar, diciendo:
S. «No conozco a ese hombre.»
C. Y en seguida cantó un gallo. Pedro se acordó de aquellas palabras de Jesús: «Antes de que cante el gallo, me negarás tres veces.» Y, saliendo afuera, lloró amargamente. Al hacerse de día, todos los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo se reunieron para preparar la condena a muerte de Jesús. Y, atándolo, lo llevaron y lo entregaron a Pilato, el gobernador. Entonces Judas, el traidor, al ver que habían condenado a Jesús, sintió remordimiento y devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y ancianos, diciendo:
S. «He pecado, he entregado a la muerte a un inocente.»
C. Pero ellos dijeron:
S. «¿A nosotros qué? ¡Allá tú!»
C. Él, arrojando las monedas en el templo, se marchó; y fue y se ahorcó. Los sumos sacerdotes, recogiendo las monedas, dijeron:
S. «No es lícito echarlas en el arca de las ofrendas, porque son precio de sangre.»
C. Y, después de discutirlo, compraron con ellas el Campo del Alfarero para cementerio de forasteros. Por eso aquel campo se llama todavía «Campo de Sangre». Así se cumplió lo escrito por Jeremías, el profeta: «Y tomaron las treinta monedas de plata, el precio de uno que fue tasado, según la tasa de los hijos de Israel, y pagaron con ellas el Campo del Alfarero, como me lo había ordenado el Señor.» Jesús fue llevado ante el gobernador, y el gobernador le preguntó:
S. «¿Eres tú el rey de los judíos?»
C. Jesús respondió:
+ «Tú lo dices.»
C. Y, mientras lo acusaban los sumos sacerdotes y los ancianos, no contestaba nada. Entonces Pilato le preguntó:
S. «¿No oyes cuántos cargos presentan contra ti?»
C. Como no contestaba a ninguna pregunta, el gobernador estaba muy extrañado. Por la fiesta, el gobernador solía soltar un preso, el que la gente quisiera. Había entonces un preso famoso, llamado Barrabás. Cuando la gente acudió, les dijo Pilato:
S. «¿A quién queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, a quien llaman el Mesías?»
C. Pues sabía que se lo habían entregado por envidia. Y, mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó a decir:
S. «No te metas con ese justo, porque esta noche he sufrido mucho soñando con él.»
C. Pero los sumos sacerdotes y los ancianos convencieron a la gente que pidieran el indulto de Barrabás y la muerte de Jesús. El gobernador preguntó:
S. «¿A cuál de los dos queréis que os suelte?»
C. Ellos dijeron:
S. «A Barrabás.»
C. Pilato les preguntó:
S. «¿Y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?»
C. Contestaron todos:
S. «Que lo crucifiquen.»
C. Pilato insistió:
S. «Pues, ¿qué mal ha hecho?»
C. Pero ellos gritaban más fuerte:
S. «¡Que lo crucifiquen!»
C. Al ver Pilato que todo era inútil y que, al contrario, se estaba formando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos en presencia de la multitud, diciendo:
S. «Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros!»
C. Y el pueblo entero contestó:
S. «¡Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!»
C. Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran. Los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la compañía; lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y, trenzando una corona de espinas, se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y, doblando ante él la rodilla, se burlaban de él, diciendo:
S. «¡Salve, rey de los judíos!»
C. Luego le escupían, le quitaban la caña y le golpeaban con ella la cabeza. Y, terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron su ropa y lo llevaron a crucificar. Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a que llevara la cruz. Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir: «La Calavera»), le dieron a beber vino mezclado con hiel; él lo probó, pero no quiso beberlo. Después de crucificarlo, se repartieron su ropa, echándola a suertes, y luego se sentaron a custodiarlo. Encima de su cabeza colocaron un letrero con la acusación: «Éste es Jesús, el rey de los judíos.» Crucificaron con él a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda. Los que pasaban lo injuriaban y decían, meneando la cabeza:
S. «Tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz.»
C. Los sumos sacerdotes con los escribas y los ancianos se burlaban también, diciendo:
S. «A otros ha salvado, y él no se puede salvar. ¿No es el rey de Israel? Que baje ahora de la cruz, y le creeremos. ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libre ahora. ¿No decía que era Hijo de Dios?»
C. Hasta los bandidos que estaban crucificados con él lo insultaban. Desde el mediodía hasta la media tarde, vinieron tinieblas sobre toda aquella región. A media tarde, Jesús gritó:
+ «Elí, Elí, lamá sabaktaní.»
C. (Es decir:
+ «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»)
C. Al oírlo, algunos de los que estaban por allí dijeron:
S. «A Elías llama éste.»
C. Uno de ellos fue corriendo; en seguida, cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio a beber. Los demás decían:
S. «Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo.»
C. Jesús dio otro grito fuerte y exhaló el espíritu.
Todos se arrodillan, y se hace una pausa
C. Entonces, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se rajaron. Las tumbas se abrieron, y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron. Después que él resucitó, salieron de las tumbas, entraron en la Ciudad santa y se aparecieron a muchos. El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, el ver el terremoto y lo que pasaba, dijeron aterrorizados:
S. «Realmente éste era Hijo de Dios.»
C. Había allí muchas mujeres que miraban desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para atenderlo; entre ellas, María Magdalena y María, la madre de Santiago y José, y la madre de los Zebedeos. Al anochecer, llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era también discípulo de Jesús. Éste acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y Pilato mandó que se lo entregaran. José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia, lo puso en el sepulcro nuevo que se había excavado en una roca, rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó. María Magdalena y la otra María se quedaron allí, sentadas enfrente del sepulcro. A la mañana siguiente, pasado el día de la Preparación, acudieron en grupo los sumos sacerdotes y los fariseos a Pilato y le dijeron:
S. «Señor, nos hemos acordado que aquel impostor, estando en vida, anunció: "A los tres días resucitaré." Por eso, da orden de que vigilen el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vayan sus discípulos, roben el cuerpo y digan al pueblo: "Ha resucitado de entre los muertos." La última impostura sería peor que la primera.»
C. Pilato contestó:
S. «Ahí tenéis la guardia. Id vosotros y asegurad la vigilancia como sabéis.»
C. Ellos fueron, sellaron la piedra y con la guardia aseguraron la vigilancia del sepulcro.
Palabra del Señor
Comentario al Evangelio del domingo, 13 de abril de 2014
La victoria de la Cruz
El Domingo de Ramos, la puerta de entrada en la Semana Santa, reúne dos motivos en apariencia contradictorios: por un lado, la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén; por el otro, el fracaso de su trágica muerte en la cruz. El triunfo y la derrota. Mejor sería decir, el triunfo aparente, y la derrota real y sin paliativos. Podemos preguntarnos por qué la liturgia reúne estos dos motivos, que, pese a su cercanía temporal, no coinciden del todo. ¿Por qué anticipar al Domingo de Ramos lo que sucederá el Viernes Santo? ¿Para qué empañar este momento de gloria, aunque efímero, bajo la sombra del fracaso de la cruz? De hecho, hasta el enunciado de la solemnidad puede parecer engañoso: Domingo de Ramos, decimos, pero lo cierto es que la lectura de este episodio ocupa un lugar casi marginal en la celebración litúrgica, en la que todo el protagonismo se lo lleva la lectura dramatizada de la pasión.
La liturgia concentra en sí la experiencia cristiana de siglos, y está penetrada de una lógica profunda, que podemos ir descubriendo y comprendiendo precisamente en la pedagogía de la repetición cíclica. No se trata de una mera compresión teórica, sino vital: la liturgia nos va introduciendo en el misterio mismo de Cristo, ayudándonos a hacerlo parte de nuestra vida, a “entrar” literalmente en él, a hacernos coprotagonistas de esta historia en el mismo sentido en que lo fueron quienes acompañaban a Jesús en los relatos evangélicos, con sus mismas esperanzas, alegrías y tristezas, también con sus mismas tentaciones y confusiones.
¿Qué significa, pues, esta entrada triunfal en Jerusalén, desde el punto de vista de nuestra fe en Cristo? En ella podemos descubrir dos significados contrapuestos, uno muy comprensible y humano, pero que se acaba revelando falso; el segundo, muy difícil de asumir humanamente, pero que es el que conduce a la salvación, y que la liturgia y la Palabra hoy nos invitan a aceptar.
El primero es el deseo, tan humano, tan presente en todos nosotros, de que Cristo venza en su lucha contra las fuerzas del mal con un triunfo “de tejas abajo”, similar al de los vencedores de este mundo, al de las victorias bélicas, de las conquistas políticas, de los éxitos sociales o económicos. Se trata de un género de victoria que implica la derrota de los que se oponen a lo que Jesús predica y representa, que va conquistando terreno, relevancia, poder. Si la causa de Jesús es la causa de Dios, del Bien (del Amor, la Justicia, la Paz…), ¿cómo no desear ese triunfo real, como triunfan ciertas naciones, grupos, ideologías?
Pero la historia atestigua lo efímeras que son estas victorias: los imperios acaban cayendo y siendo sustituidos por otros, las ideologías envejecen rápidamente y se suceden sin solución de continuidad, las cosas que parecen más sólidas y estables (instituciones, ideas, sistemas culturales, etc.) acaban cediendo y sucumbiendo ante el inexorable desgaste del tiempo. Incluso la Iglesia, si la miramos como estructura puramente humana, conoce momentos de esplendor y de decadencia, de expansión y de retirada: también sus “victorias de tejas abajo” acaban resultando pasajeras. Nuestro tiempo está siendo generoso en ejemplos del carácter efímero de estos triunfos. Hemos visto por televisión caer imperios, y los que ahora parecen más fuertes ya sienten el aliento amenazador de otros emergentes, no sabemos si para bien o para mal. Muchos están convencidos de que la crisis de la fe y la pérdida de influencia y poder de la Iglesia en numerosos países es el principio de un fin sin vuelta atrás. Hay quien lo celebra con júbilo; otros (creyentes débiles) lo miran con temor y pesimismo; o con proyectos de “reconquista” de diverso signo (de restauración o revolucionarios, conservadores o progresistas, según la roma terminología al uso). Pero todo esto es, en definitiva, consecuencia de una mala comprensión de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, la que, casi seguro, animaba a los propios discípulos de Cristo, pues creían próxima su coronación como Rey. Una mala compresión en la que nosotros seguimos cayendo cuando buscamos sobre todo relevancia social y poder para conformar la sociedad según nuestros valores.
Pero el triunfo de Jesús, anticipado en su entrada triunfal en Jerusalén, la ciudad Santa, morada de Dios (cf. Sal 86), es de otro tipo, que poco tiene que ver con las victorias militares, políticas o sociales. Y esto es lo que explica que, tras el relato de la entrada de Jesús en Jerusalén, al inicio de la celebración, sea el relato de la Pasión el que ocupe el lugar central, porque es éste el que revela la verdad de su victoria. Éste no ha triunfado cuando ha entrado en la Jerusalén terrestre entre las aclamaciones de sus discípulos, sino justamente en la derrota humana de su muerte en la cruz, el trono de este extraño rey, el altar de este sacerdote, que es al mismo tiempo víctima. Por eso no podemos leer el relato de la entrada en Jerusalén más que sobre el trasfondo de su pasión y muerte.
No se trata simplemente de un trágico destino: el fracaso, uno más, de lo que no pasó de ser un bello sueño. Si fuera así sólo (es decir, sólo “de tejas abajo”), ¿en qué sentido podríamos hablar de triunfo? ¿No sería esto una sarcástica burla? Pero es que la muerte de Jesús es también fruto de una elección. Desde el comienzo de su ministerio, cuando sintió la voz del tentador en el desierto, Jesús ha rechazado expresamente el camino de los triunfos mundanos. Esa tentación diabólica y, al tiempo, tan humana, de usar su poder y autoridad para sacar partido, sorprender, imponerse, someter a los que se le oponen, destruir a sus enemigos. ¿Por qué no? “Si eres Hijo de Dios… significa que puedes, usa tu poder”. Esa era la tentación que sintieron también sus discípulos en tantos momentos: la del poder o la violencia (cf. Mt 20, 28-21; Mc 9, 33-34; Lc 9, 51-55); la que sentimos nosotros cuando pensamos en planes de expansión de la Iglesia que no tienen el sello del espíritu evangélico. Así le tentaron también los que le insultaban: “si eres Hijo de Dios, baja de la cruz”. También nosotros deseamos a veces que, ya que es Hijo de Dios, baje de la cruz y les dé su merecido. ¿Pero a quién, y de qué manera?
Pero Jesús, porque es el Hijo de Dios, ha vencido esa tentación en todas sus formas: ha renunciado a vencer sobre sus enemigos, sean individuos, pueblos, grupos sociales o religiosos, porque ha querido vencer sobre la raíz que da lugar a todas las enemistades. No lucha contra judíos o romanos, sino contra lo que provoca que judíos y romanos sean enemigos (y aquí, que cada uno haga su lista). Como dice la carta a los Efesios: “nuestra lucha no es contra adversarios de carne y hueso, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra el Espíritu del Mal que está en las alturas” (Ef 6, 12).
Jesús lucha contra el pecado que anida en el corazón del hombre, y sólo puede hacerlo por medio del bien, la virtud y el amor, que le lleva a la entrega total de la propia vida. Por eso, su muerte, una derrota vista humanamente, se convierte en una victoria, precisamente porque él es el Hijo de Dios: por serlo ni se aprovecha de su poder, ni destruye a sus enemigos, ni baja de la cruz, sino que atraviesa libremente la cortina de la muerte, de esa muerte que no es un mero episodio biológico, sino fruto del pecado: la negación de la vida, del bien y la verdad, la justicia y el amor. Es la muerte en Cruz su verdadero triunfo, porque por ella ha penetrado en un santuario no fabricado por mano de hombre, y no con sangre de novillos, menos aún con la sangre de sus enemigos, sino con su propia sangre (cf. Hb 9, 11-14). La verdadera entrada triunfal de Jesús es la que ha hecho, por la puerta de la Cruz, en la Jerusalén celestial, “en la que ya no habrá muerte, ni llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el viejo mundo ha pasado” (Ap 21, 4), ese viejo mundo hecho de guerras, desigualdades y enemistades, y victorias que son derrotas porque destruyen al semejante, en el que las víctimas se reivindican frecuentemente convirtiéndose en verdugos de nuevas víctimas.
Con su muerte en Cruz, Jesús ha abierto para nosotros un horizonte nuevo, para que podamos ver más allá de “tejas abajo”; es más, nos ha abierto el camino a ese santuario no construido por mano de hombre, nos ha dado acceso, en su misma persona, a la Jerusalén celestial. Dicho con otras palabras, nos ha dado la posibilidad de vivir ya en este viejo mundo según las leyes del nuevo (la ley del amor), de vencer al mal sólo a fuerza de bien, aunque eso conlleve a veces aparentes derrotas, incluso muertes, que son victorias, como considera la Iglesia el testimonio martirial.
La liturgia de hoy, por medio del contraste de los dos evangelios leídos, nos invita sabiamente a acoger con júbilo al Cristo que viene a nosotros, pero no como un rey poderoso que, al mando de sus ejércitos, infunde temor por su capacidad destructiva, sino como un rey humilde y pacífico, montado sobre un pollino. Nos invita a acoger y aceptar el camino que Jesús, Mesías e Hijo de David, ha elegido para su definitiva victoria: el camino del amor, del perdón, de la entrega de la propia vida, el camino de la Cruz. Nos invita, además, a no dejarnos seducir por victorias engañosas basadas en la fuerza o el éxito social, pero también a no dejarnos abatir por aparentes derrotas que parecen amenazar el futuro de la fe y de la Iglesia, pues “si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros” (Rm 8, 31); nos invita, en suma, a hacer nuestros los mismos sentimientos de Cristo, que “no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, … hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2, 5-8); a “revestirnos de las armas de Dios, para poder resistir las asechanzas del diablo, para resistir en los momentos adversos y superar todas las dificultades sin ceder terreno” (Ef 6, 11. 13).
Y, ¿qué otra cosa significa esto, sino confesar, como el centurión ante el Cristo muerto en la Cruz, que éste, realmente, es el Hijo de Dios?
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