Señor Dios, Padre Santo, ahora y para siempre seas bendito, que así como tú quieres ha sido hecho, y lo que haces es bueno. Alégrese tu siervo en ti, no en sí, ni en otro alguno; porque tú solo eres la alegría verdadera; tú mi esperanza y mi corona; tú mi gozo y mi honra. ¿Qué tiene tu siervo, sino lo que recibió de ti aún sin merecerlo? Tuyo es todo lo que me has dado y hecho conmigo. Pobre soy, y en trabajos desde mi mocedad; y mi alma se entristece algunas veces hasta llorar, y otras se turba en sí mismo por las pasiones que se levantan.
Deseo el gozo de la paz; pido la paz de tus hijos, que son apacentados por ti en la luz de la consolación. Si me das paz, si derramas en mí tu santo gozo, estará el alma de tu siervo llena de alegría y devota para alabarte. Mas si te apartares, como muchísimas veces lo haces, no podrá correr el camino de tus mandamientos; antes bien hincará las rodillas para herir su pecho; porque no le va como los días pasados, cuando resplandecía tu luz sobre su cabeza, y bajo la sombra de tus alas, era defendida de las tentaciones que venían.
Padre justo y siempre digno de ser alabado, ha llegado la hora en que tu siervo sea probado. Padre digno de ser amado, justo es que tu siervo padezca algo por ti en esta hora. Padre digno de ser siempre honrado, venida es la hora que tú sabías desde la eternidad que había de venir, en la cual tu siervo esté por poco tiempo abatido en lo exterior, mas viva siempre interiormente delante de ti. Sea despreciado y humillado un poco, y desechado delante de los hombres, sea quebrantado con pasiones y enfermedades, porque resucite contigo a la aurora de la nueva luz, y sea clarificado en las cosas celestiales. Padre santo, así lo ordenaste tú, y así lo quisiste, y lo que tú mandaste se ha hecho.
Ésta es la merced que haces a tu amigo, que padezca y sea atribulado en este mundo por tu amor, cuantas veces permites que se haga y por cualquier hombre que se hiciere. Sin tu consejo y providencia y sin causa no se hace cosa en la tierra. Señor, bueno es para mí que me hayas humillado, para que aprenda tus justificaciones y destierre de mi corazón toda vanidad y presunción. Provechoso es para mí que la confusión haya cubierto mi rostro, porque así te busque para consolarme y no a los hombres. También aprendí en esto a temblar de tu inescrutable juicio; afliges al justo con el malo, mas no sin equidad y justicia.
Gracias te doy, que no dejaste sin castigo mis males, sino que me afligiste con amargos azotes, hiriéndome con dolores y enviándome angustias interiores y exteriores. No hay quien me consuele debajo del cielo sino tú, Señor Dios mío, médico celestial de las almas, que hieres y sanas, pones en graves tormentos y libras de ellos. Sea tu corrección sobre mí, y tu mismo castigo me enseñará.
Padre mío muy amado, me ves aquí en tus manos, yo me inclino a la vara de tu corrección. Hiere mis espaldas y mi cuello, para que enderece mi torcido querer a tu voluntad. Hazme piadoso y humilde discípulo, como bien sueles hacerlo, para que ande siempre según todo tu querer. Todas mis cosas y a mí te encomiendo, para que me corrijas; mejor es aquí ser corregido que en la vida futura. Tú sabes todas las cosas, en común y en particular, y no se te esconde nada en la humana conciencia. Antes que se haga sabes lo venidero, y no tienes necesidad que alguno te enseñe o avise de las cosas que se hacen en la tierra. Tú sabes lo que conviene para mi adelantamiento, y cuánto me aprovecha la tribulación para limpiar el orín de los vicios. Haz conmigo tu voluntad según tu deseo, y no deseches mi vida pecadora, a ninguno mejor ni más claramente conocida que a ti solo.
Señor, concédeme que sepa lo que debo, que ame lo que se debe amar, que alabe lo que a ti es agradable, estime lo que te parece precioso, y aborrezca lo que es feo a tus ojos. No me dejes juzgar según la vista de los ojos exteriores, ni sentenciar según el oído de los hombres ignorantes; sino que pueda discernir con verdadero juicio, entre lo visible y lo espiritual, y sobre todo buscar siempre la voluntad de tu divino beneplácito.
Muchas veces se engañan los sentidos de los hombres en juzgar, y los mundanos se engañan también en amar solamente lo visible. ¿Qué mejoría tiene el hombre porque otro le repute mayor? El falso engaña al falso, el vano al vano, el ciego al ciego, el enfermo al enfermo cuando lo ensalza; y verdaderamente más le confunde cuando vanamente le alaba; porque cuanto es cada uno en los ojos de Dios, tanto es y no más, dice el humilde San Francisco.
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