Reunidos para ver al Señor
Si el tiempo de Cuaresma es un camino catequético para los catecúmenos que se preparan al Bautismo, el tiempo de Pascua es el momento de la catequesis mistagógica, de profundización de la catequesis bautismal: después de habernos sumergido en la muerte de Cristo, representada en las aguas bautismales, la luz de la Resurrección nos va iluminando los lugares de encuentro con el Señor. Y el primer lugar que ilumina esa luz es la propia comunidad de los discípulos. El Bautismo supone necesariamente la pertenencia a la comunidad creyente, la inserción en la Iglesia. Ser “creyente por libre”, sin comunidad ni comunión con los otros discípulos de Jesús, es una contradicción, prácticamente un imposible. Ser creyente en Cristo al margen de la comunidad que me anuncia y proclama la Palabra, que me ha bautizado y que parte el Pan de la Eucaristía, es lo mismo que ser cristiano sin Cristo. Y los que pretenden ser cristianos al margen de la Iglesia, en realidad viven también de ella (pues de ella toman la fe que dicen, pese a todo profesar), pero a modo de parásitos, sin construirla ni mantenerla.
Es lo que, tal vez, intentó Tomás, que, quién sabe por qué motivos (por una desilusión profunda tras la muerte de Jesús, o por hartazgo de la compañía de los otros diez, que tras la muerte de Jesús se le hacía insoportable, o por cualesquiera otros motivos), se apartó del grupo y, en consecuencia, no pudo ver al Señor resucitado aquél “primer día de la semana” en que los demás discípulos estaban reunidos.
La primera lectura concluye diciendo que “Día tras día el Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando”. Pertenecer a la Iglesia y agregarse al grupo (que el Señor nos agregue) no puede entenderse simplemente como un acto jurídico o una mera pertenencia social: aquí estamos hablando de algo mucho más radical, de un acto salvífico que sólo puede suceder por la acción gratuita de Dios. Se trata de un nuevo nacimiento: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo”, nos escribe Pedro hoy. Eso es el Bautismo: una nueva vida, la nueva vida que Jesús resucitado nos comunica con su presencia.
Esa nueva vida se expresa y se manifiesta dentro y fuera de la comunidad creyente. Dentro se expresa en la escucha de la Palabra (la enseñanza de los Apóstoles), en la fracción del Pan y en la oración común, en una fe compartida que lleva a compartir también los bienes para remediar las necesidades materiales. El cuadro ideal que nos pinta el texto de los Hechos de los Apóstoles se refleja igualmente en el Evangelio, que presenta a los discípulos reunidos en torno a la mesa eucarística y recibiendo del Resucitado el saludo de paz.
Pero también se manifiesta hacia fuera, en primer lugar, en que la presencia del Señor Resucitado abre la comunidad que se escondía con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Es fácil comprender que ser discípulo de un ejecutado a muerte por blasfemo y sedicioso era muy peligroso. Pero los peligros externos, que nos pueden inducir a encerrarnos temerosos en nosotros mismos, se disuelven ante la evidencia del triunfo de la vida sobre la muerte. Jesús, presente en medio de los discípulos, abre la puertas de la comunidad, les abre las mentes y los corazones, les da su Espíritu y los envía: la comunidad de los creyentes no vive para sí misma, la Iglesia existe para anunciar el Evangelio, pues la Buena Noticia de la Resurrección no sólo es buena para el pequeño círculo de los discípulos, sino para el mundo entero. Y los creyentes que han visto al Señor salen de su cerrazón y anuncian abiertamente y sin miedo, y hacen muchos signos y prodigios; no se trata necesariamente de hechos milagrosos, en el sentido de maravillosos y sorprendentes, sino de signos de la vida nueva: hacer el bien a los extraños, curar a los enfermos, atender a los pobres, servir a Cristo en los pequeños hermanos, transmitir el perdón de los pecados en el ministerio de la reconciliación. Todas estas cosas, sin salirse del marco de la normalidad física, no dejan de ser sorprendentes, prodigiosas, pues expresan el milagro de un corazón nuevo, de una vida nueva.
Sin embargo, no podemos dejar de reconocer que la inserción en la comunidad eclesial no es siempre tan fácil. Se exhiben con suma frecuencia los mil motivos por los que uno se excusa de esa pertenencia, muchos de ellos los sentimos cada uno de nosotros cotidianamente. Son motivos que nos invitan a tomar el camino de Tomás y ausentarnos de la reunión con los otros discípulos “el primer día de la semana”. También las dificultades son aquí internas y externas. Las internas tienen que ver, sobre todo, con las debilidades, defectos y pecados de los propios miembros de la comunidad. El cuadro que se nos dibuja en el texto de los Hechos es más un ideal que una realidad efectiva. Ya hemos visto que la comunidad tiene tendencia a cerrarse en sí misma, dentro de ella habitan el miedo, también la ambición, la tentación de la violencia, existen además conflictos entre distintos puntos de vista. De todos estos problemas nos informan abundantemente los Evangelios, y también el libro de los Hechos de los Apóstoles y las Cartas de Pablo. El que se inserta en la comunidad creyente experimenta con relativa facilidad una cierta decepción: soñó entrar en una comunidad regida por criterios exclusivamente evangélicos, y se encuentra con miserias humanas que hacen opaca la luz del Resucitado. La tentación del purismo empuja a salir del grupo de estos discípulos tan imperfectos, entonces igual que ahora. Aquí se revela una de las debilidades fundamentales de la vida interna de la Iglesia: la falta de fe. Tomás es, una vez más, representante de esta actitud. Así como la fe nos lleva a la comunidad, su debilidad la debilita. La fe es un tesoro que llevamos en vasijas de barro (cf. 2 Cor 4, 7) y, por eso, la comunidad cristiana se encuentra siempre en peligro de desintegración, de dispersión.
Cada vez que un miembro la abandona sufre el cuerpo de Cristo. Pero los mismos textos nos dan la clave para superar estas dificultades. En primer lugar, el hecho mismo de que es en la comunidad en donde podemos ver al Señor; en segundo lugar, se nos avisa de cuáles son las condiciones para que el Señor se haga visible: la reunión eucarística, la escucha de la Palabra y la fracción del pan; un elemento muy importante para el fortalecimiento de la fe es el testimonio interno de la comunidad. En esto han insistido constantemente los textos evangélicos de esta primera semana de Pascua, y también el evangelio de hoy. No hay que dar la fe por descontada dentro de la comunidad, es fundamental que nos comuniquemos nuestras experiencias de fe, que nos enriquezcamos mutuamente, que nos fortalezcamos unos a otros. Así se construye la comunidad. Porque, igual que la descripción de la primera comunidad cristiana es un ideal, pero, precisamente por ello, también es una tarea, una responsabilidad, la fe es un proceso (lo atestigua el mismo camino catequético y mistagógico) y de este proceso es responsable toda la comunidad cristiana. Los discípulos que vieron al Señor aquel primer día de la semana se lo comunicaron a Tomás, invitándolo a reintegrarse en el grupo. Pese a sus reticencias, y poniendo duras condiciones, Tomás accedió a participar “a los ocho días”, de nuevo “el primer día de la semana”. Las condiciones de Tomás eran razonables: no quería creer en fantasmas, ni participar en alucinaciones colectivas. Si se trataba del mismo Jesús, muerto en la cruz, tenía que tener en su cuerpo las huellas de la Pasión. “Tocar las heridas” no es sólo un desafío propio de la incredulidad, sino una exigencia de la encarnación, que se expresa en el dramático realismo de la muerte. En la imperfecta comunidad de los discípulos vive el cuerpo de Cristo, pero este cuerpo está herido. Debilidades y pecados, defectos y conflictos nos hablan de este cuerpo herido de Cristo. Y hay que tocar esas heridas para poder alcanzar la sanación y esquivar la tentación de un falso misticismo que no mira a la realidad. Del mismo modo que, hacia fuera de la comunidad, tocar las heridas significa mirar cara a cara los sufrimientos de los seres humanos, los pequeños hermanos de Jesús en los que se prolonga su pasión. Tocar esas heridas abiertas y todavía sangrantes tiene mucho que ver con los prodigios que los apóstoles y discípulos hacían como testimonio de la fe en cumplimiento del envío encargado por Cristo.
Naturalmente, fuera de la comunidad no todo son parabienes y aplausos (como sugiere el libro de los Hechos: “eran bien vistos de todo el pueblo”); también ahí hay dificultades, como nos recuerda en un contrapunto de realismo la carta de Pedro, que tiene hoy para nosotros especial actualidad: existen persecuciones y oposiciones que nos pueden hacer sufrir en pruebas diversas. Pero esas dificultades se superan precisamente por la presencia en la comunidad del Señor resucitado al que vemos por la fe, más valiosa que el oro y, por eso, necesitada de ser purificada, aquilatada y fortalecida. Así es posible la paradoja de la alegría en medio de la prueba.
Estamos viviendo en el “primer día de la semana”. No nos reunimos en el Sábado, el día en el que Dios descansó de su obra creadora, sino en el primer día, el día en el que Dios creó la luz y la separó de las tinieblas (cf. Gn 1, 3-4). Este primer día es el día de la nueva creación: Dios ha vuelto a crear la luz, la de la resurrección, y la ha separado de la oscuridad de la muerte. Y, por eso, nosotros podemos ver a Jesús vivo y en medio de nosotros, y podemos escuchar la palabra que nos dice: “Paz a vosotros”, haciendo así posible el ideal de la comunidad creyente, reconciliada y que, sin miedo y abiertamente, da testimonio ante el mundo entero.
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