Hace ya casi veinte años cambió mi vida ver morir niños por
desnutrición en las montañas de Panchimalco en San Salvador. No me
lo habían contado, o era tan solo un programa de televisión,
algunos murieron en mis brazos. Desde entonces oigo el pitido de su
débil voz agonizando, el grito de los niños crucificados, el grito
de Cristo en la cruz.
Vi
niños muy pequeños en Bogotá vagando por las calles, drogándose
con pegamento. Niños en los semáforos tragando gasolina para luego
encenderla en sus bocas y así hacer de reclamo pidiendo unas
monedas… niños sometidos a abusos… no me lo contaron, lloré con
ellos. Lo mismo sucedió en Tánger, en Mozambique…
Y
mientras siguen muriendo en la cruz, mientras ellos son explotados,
tú y yo dormimos tranquilos, comemos, rezamos al mismo Dios e
incluso nos consideramos buenas personas.
He
vivido, ahora me avergüenzo, donde se tira la comida a la basura,
donde los niños van a clases particulares absurdas, juegan con
juguetes sofisticados.
Por
eso tuve que dejar España y venirme a la Selva del Amazonas del
Perú. Era mucho más que una protesta ante el mundo que hemos
destrozado. No es fácil estar a los pies de la cruz de Cristo, y
-perdón por la imagen pero es muy exacta- que la sangre del mismo
Dios caiga encima del rostro.
Necesitamos
tu ayuda. Ya se hace insostenible el cansancio físico. Imposible
atender a los niños y salir a las calles a vender comidas o a
trabajar en cualquier cosa para que el Hogar Nazaret siga abierto.
Sería alta traición regresar a España pensando que ya hice lo
suficiente.
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