MARIA VALTORTA
Parábola del juez y la viuda.
«Escuchad esta parábola, que os expresa el valor de la oración constante.
Conocéis lo que dice el Deuteronomio* sobre los jueces y magistrados. Deberían ser justos y misericordiosos, escuchando con ecuanimidad a quien a ellos recurriera, pensando siempre en juzgar como si el caso que deben juzgar fuera suyo personal, sin tener en cuenta donativos o amenazas, sin deferencia hacia los amigos culpables y sin dureza hacia aquellos que estuvieran enemistados con los amigos del juez. Pero, si son justas las palabras de la Ley, no son igualmente justos los hombres, ni saben obedecer a la Ley. Así, se ve que la justicia humana es frecuentemente imperfecta, porque raros son los jueces que saben conservarse puros de corrupción, misericordiosos, pacientes tanto con los ricos como con los pobres; tanto con las viudas y los huérfanos como con aquellos que no lo son.
En una ciudad había un juez muy indigno de su oficio, obtenido por medio de poderosos parentescos. Era sobremanera desigual al juzgar, propendiendo siempre a dar la razón al rico y al poderoso, o a quien tenía recomendación de ricos y poderosos; o hacia el que le comprase con grandes donativos. No temía a Dios y se burlaba de las quejas del pobre y del que era débil por estar sólo y carecer de fuertes defensas. Cuando no quería escuchar a quien tenía tan claras razones de victoria contra un rico, que no se le podía contradecir en manera alguna, él hacía que le alejaran de su presencia y le amenazaba con arrojarle a la cárcel. La mayoría sufrían sus violencias y se retiraban vencidos, resignados a la derrota aun antes de tramitar la causa.
Pero en aquella ciudad había también una viuda cargada de hijos. Debía recibir una fuerte suma de un hombre poderoso por unos trabajos que su difunto esposo
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* dice el Deuteronomio, en Deuteronomio 16, 18 20.
había llevado a cabo para él. Ella, movida por la necesidad y el amor materno, había tratado de que el rico le diera esa suma que le habría permitido saciar el hambre de sus hijos y vestirlos durante el invierno que se acercaba. Pero, habiéndose hecho vanas todas las presiones y súplicas dirigidas al rico, fue al juez.
El juez era amigo del rico, el cual le había dicho: "Si me das la razón, un tercio de la suma es tuyo". Por tanto, se mostró sordo a las palabras de la viuda, que le rogaba: "Ríndeme justicia respecto a mi adversario. Tú ves que lo necesito. Todos pueden decir si tengo derecho a esa suma". Permaneció sordo y mandó a sus ayudantes que la alejaran de su presencia.
Pero la mujer volvió: una, dos, diez veces; por la mañana, a la hora sexta, a la hora nona, al atardecer... incansable. Y le seguía por la calle gritando: "Hazme justicia. Mis hijos tienen hambre y frío y no tengo dinero para comprar harina y vestidos". Allí estaba, en la puerta de la casa del juez cuando éste regresaba para sentarse a la mesa con sus hijos. Y el grito de la viuda "hazme justicia con mi adversario, que tengo hambre y frío, yo y mis criaturas" penetraba hasta dentro de la casa, hasta el comedor, hasta el dormitorio por la noche, insistente como el grito de una upupa: "¡Hazme justicia, si no quieres que Dios te castigue! Hazme justicia. Recuerda que la viuda y los huérfanos son sagrados para Dios, y ¡ay de quien los pisotee! Hazme justicia si no quieres un día sufrir lo que nosotros sufrimos. ¡Nuestra hambre! Nuestro frío te lo encontrarás en la otra vida, si no haces justicia. ¡Pobre de ti!".
El juez no temía a Dios ni tampoco al prójimo. Pero estaba cansado de ser molestado siempre; de ver que era objeto de risas por parte de toda la ciudad por la persecución de la viuda, y también objeto de crítica. Por eso, un día se dijo a sí mismo: "Aunque no tema a Dios ni tema las amenazas de la mujer ni lo que piense la gente de la ciudad, a pesar de ello y para poner fin a tanta molestia, voy a escuchar a la viuda y le haré justicia obligando al rico a pagar. Me basta con que me deje de perseguir y se me quite de en medio". Y, convocado el amigo rico, dijo: "Amigo mío, no puedo seguir complaciéndote. Cumple con lo deber y paga, porque ya no soporto ser molestado por causa tuya. He dicho". Y el rico tuvo que desembolsar la suma según justicia.
6Ésta es la parábola. Ahora os toca a vosotros aplicarla.
Habéis oído las palabras de un hombre inicuo: "Para poner fin a tanta molestia voy a escuchar a la mujer". Y era un inicuo. ¿Y Dios, el Padre lleno de bondad, va a ser inferior al juez malo? ¿No hará justicia a aquellos hijos suyos que saben invocarle día y noche? ¿Les hará esperar tanto el don, que su alma abatida deje de orar? Os digo que prontamente les hará justicia, para que su alma no pierda la fe. Pero antes hay que saber orar, sin cansarse después de las primeras oraciones, y saber pedir cosas buenas. Y también fiarse de Dios diciendo: "Pero hágase lo que tu Sabiduría ve más útil para nosotros".
Tened fe. Sabed orar con fe en la oración y con fe en Dios vuestro Padre. Y Él os hará justicia contra lo que os oprime, sean hombres o demonios, sean enfermedades a otras desventuras. La oración perseverante abre el Cielo, y la fe salva al alma, cualquiera que sea el modo en que la oración sea escuchada y exaudida. Vamos».
Y se encamina hacia la salida. Ya está casi fuera de la muralla cuando, alzando la cabeza para observar a los pocos que le siguen y a los muchos indiferentes u hostiles que le miran de lejos, exclama con tristeza: «¿Pero cuando vuelva el Hijo del Hombre encontrará en la Tierra todavía fe?» y, suspirando, se ciñe más estrechamente su manto y camina a grandes pasos hacia el arrabal de Ofel.
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