Queridos amigos y amigas:
No hay nada como estar enfermo para valorar la salud. Ni el tener sed para valorar el agua… Cuando todo va bien, damos por supuesto lo que tenemos. Sólo cuando hemos pasado por la necesidad, podemos valorar lo que se nos regala.
El Evangelio de hoy comienza con una carencia: hay un hombre postrado. Quizá nació así. Quizá llevaba muchos años. Quizá estaba tan postrado, que ni pensaba en la posibilidad de ponerse en pie. Pero hay alguien que desea algo diferente para él. Los primeros en desearlo son los que tiene cerca, que le llevan a Jesús. Y Jesús sabe reconocerlo (“viendo la fe que tenían…”). Y también Él desea algo mejor para el que está postrado: que camine erguido.
Esa es la salvación que Jesús viene a traer: liberarnos del pecado que nos hace estar postrados, vivir de lo viejo, centrarnos en lo nuestro, hacer daño a otros… El que fue semejante a nosotros, excepto en el pecado, nos ofrece el perdón y nos abre a una vida nueva, recibida en el bautismo, que necesita ser actualizada cada día.
En un mundo donde en ocasiones se confunden el bien y el mal, y donde los intereses del Reino no siempre son los que prevalecen, la palabra de Jesús sigue siendo hoy provocadora: “Levántate y anda”. Reconocer lo que hay e impulsar una nueva situación. Palabra provocadora y necesaria. Ayer, hoy y siempre.
“Levántate y anda”. Para caminar erguidos –que no engreídos-. Para eso nos ha hecho Dios. Con capacidad de mirar a los ojos de los prójimos. Con la posibilidad de elevar la vista al horizonte que nos convoca y al cielo que nos protege, para descubrir al Dios que quiere lo mejor de nosotros y a los prójimos que necesitan ser llevados ante el Maestro.
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