Estamos en el año de la misericordia. Y la misericordia no es más que una forma de llamar al contenido central del Evangelio: el testimonio vivo, en Jesús, del amor con que Dios nos ama. A veces me ha dado la impresión de que se ha pretendido centrar el año en “confesarse”. Como si el sacramento de la reconciliación fuese casi la exclusiva manera práctica de vivir la misericordia. O de experimentar la misericordia de Dios. Es empobrecer algo que es mucho más grande.
El texto evangélico de este sábado nos muestra a un Jesús que se preocupa del bienestar de los que están con él y de los que se va encontrando en su caminar. Da lo mismo que sea un centurión romano –uno de los opresores, un oficial del ejército de ocupación–. Da lo mismo que sea su suegra que tiene fiebre. Da lo mismo que sean los muchos endemoniados que llevan a su presencia como última esperanza de salud.
En cualquier caso, Jesús se acerca a ellos, dialoga con ellos de tú a tú. Va más allá. El gesto de coger la mano de la suegra de Pedro es conmovedor. ¿Quién no ha tenido la experiencia de acercarse a una persona que sufre e, incapaz de decir una palabra, simplemente le ha tomado de la mano como un gesto de cercanía, de afecto, de apoyo? Dar la mano así es romper la distancia física, sentirse solidario. En el momento de dar la mano no pasa de Jesús a la mujer una fuerza misteriosa ni mágica. Pasa –lo que es mucho más valioso– el amor, el cariño y el afecto. Pero también hay algo que pasa en la otra dirección: de la mujer a Jesús pasa el dolor y el sufrimiento, la pena y la injusticia del que sufre. Cuando Jesús nos toca es Dios mismo quien nos toca. Es Dios mismo quien se deja tocar por nuestro dolor. En Jesús, sentimos la presencia misericordiosa de Dios que se acerca a nosotros, que no habla pero nos coge de la mano y nos acompaña en nuestro dolor. ¿Qué más queremos?
Todos estos gestos de Evangelio de hoy son gestos de cercanía, de cariño. Nos hablan de Dios a gritos. Nos dicen como es el Abbá de Jesús, como es nuestro Dios. Como dice la frase con que termina el Evangelio: “El tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades.” ¿Qué mejor expresión queremos de la misericordia de Dios?
Ahora nos toca a nosotros ser los testigos de esa misericordia de Dios en nuestro mundo, aquí y ahora. Para eso, tenemos que hacer como Jesús: estar cerca, escuchar mucho, dialogar, tocar sin miedo –y tocar no se puede hacer a distancia, ni física ni de ningún otro tipo– y dejar que nos llegue a nosotros el dolor, el sufrimiento del otro. Sólo así podremos testimoniar el amor-misericordia de Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario