NUESTRA MADRE DEL CIELO NOS PIDE:
“Queridos hijos, hoy deseo llamarlos a rezar diariamente por las almas del Purgatorio. Por cada alma. La oración y la gracia son necesarias para llegar a Dios y a su amor. Haciendo esto, queridos hijos, obtendrán nuevas intercesiones que los ayudarán en su vida a darse cuenta de que las cosas terrenales no son importantes para ustedes, que solo el cielo es aquello por lo que es necesario esforzarse. Por lo tanto, queridos hijos, oren sin cesar, sean capaces de ayudarse ustedes mismos y a los demás, cuyas oraciones traerán alegría. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!” (6 de noviembre de 1986).
“Hay muchas almas en el purgatorio. También personas consagradas a Dios, algunos sacerdotes y religiosos. Recen por ellos. Al menos siete Padrenuestros, Avemarías y Glorias y el Credo. Hay un gran número de almas que han estado en el purgatorio por un largo tiempo porque nadie ha rezado por ellas.” (21 de julio de 1982)
Unos días más tarde Nuestra Madre hizo hincapié en la importancia de los sacramentos para no pasar por el Purgatorio. Respondiendo a una pregunta sobre una persona que había llevado mala vida, preguntando ahora si estaba perdonada, Ella respondió: “Quien haya hecho mucho mal durante su vida, puede ir directamente al cielo si se confiesa y se arrepiente de lo que ha hecho y recibe la comunión al final de su vida.” (24 de julio, 1982)
Y HAGÁMOSLO ASÍ:
Padre eterno, yo te ofrezco la preciosísima Sangre de tu Divino Hijo Jesús, en unión con las misas celebradas hoy día a través del mundo por todas las benditas ánimas del purgatorio.
Padrenuestro, AveMaría y Gloria.
Repetir siete veces lo anterior.
Para finalizar oremos El Credo
TODA NEGLIGENCIA DEBE SER REPARADA, EN ESTA VIDA O EN LA OTRA
«El P. Fortunato Ciomei nos envió la siguiente experiencia:
“Narro el evento que me solicitan, tal como lo recuerdo después de más de medio siglo. Lo escuché de un sacerdote pasionista, ya grande, hacia el final de los años 30 del siglo pasado.
En nuestro convento de San Eutizio mártir, al principio del siglo pasado, vivía un hermano laico ya anciano, muy religioso, que después del matutino de la noche (en aquel entonces nos levantábamos a la 1:30 de la mañana para cantar el Oficio durante una hora), en lugar de regresar a dormir, con el permiso del superior se quedaba hasta la mañana en un pequeño coro que permitía el acceso del interior del convento a la parte alta de la Iglesia.
Este religioso laico se llamaba Hno. Ubaldo. Se quedaba orando devotamente en el silencio de la noche.
Durante mucho tiempo, cada noche desde ahí arriba, en un determinado momento veía abajo en la Iglesia a un sacerdote pasionista que se acercaba a preparar el altar lateral para la santa Misa: prendía las velas, abría el Misal y preparaba las vinajeras. Luego iba a la sacristía, se ponía los ornamentos y regresaba con el cáliz, listo para empezar la Misa. Bajaba un escaloncito y empezaba: ‘Introibo ad altare Dei’ (Entraré al altar de Dios). Pero nadie le contestaba. Había un silencio profundo en la Iglesia vacía. El sacerdote volvía a subir el escaloncito, tomaba el cáliz y se regresaba a la sacristía para quitarse los ornamentos; regresaba a la Iglesia, quitaba lo que había preparado para la Misa, apagaba las velas y se iba.
Después de un tiempo, el Padre general (probablemente Silvestrelli) fue a visitar el convento de San Eutizio. El Hno. Ubaldo le contó lo que veía cada noche desde hacía un buen tiempo. El P. General le preguntó: ‘¿Usted tiene miedo?’ ‘No’, le contestó el Hno. Ubaldo. ‘Entonces haga esto: cuando usted vea que el sacerdote prepara el altar, baje a la Iglesia y póngase cerca, en una banca. Cuando empiece la Misa, conteste como de costumbre’. El Hno. Ubaldo así lo hizo.
Cuando el sacerdote dijo las primeras palabras de la Misa, el Hno. Ubaldo contestó como de costumbre. El sacerdote, al oír la respuesta, siguió celebrando normalmente. Al final de la Misa, tomó el cáliz y regresó a la sacristía. El Hno. Ubaldo lo siguió y en la sacristía se arrodilló para pedir su bendición (en aquel entonces así se acostumbraba). El sacerdote lo bendijo y le dijo: ‘Le agradezco que haya servido de acólito. Yo soy un antiguo superior de este convento; por negligencia dejé de oficiar una Misa que estaba obligado a oficiar. El Señor me condenó a quedarme en el Purgatorio hasta cuando hubiera encontrado a alguien que me acolitara. Ahora me voy al Paraíso’. Y desapareció».
(Tomado del libro: “Sed del Dios viviente: Meditaciones sobre el Purgatorio en los escritos de los místicos”, Giulio Giacometti)
No hay comentarios:
Publicar un comentario