Bajo la acción del Espíritu
La
solemnidad de Pentecostés cierra el largo ciclo del tiempo pascual (que
hace unidad con el tiempo de Cuaresma). Podemos tener la sensación de
que el don de Espíritu Santo es algo que acontece “al final” de este
tiempo extraordinario, y que vendría a atemperar la sensación de
orfandad por la ausencia terrena de Jesús. Pero, si escuchamos con
atención la Palabra que Dios nos ha dirigido hoy, podemos entender que
no es exactamente así. Pablo nos recuerda que “Nadie puede decir: ?Jesús
es Señor?, si no es bajo la acción del Espíritu Santo”. Por tanto, si
durante el tiempo pascual hemos podido ver a Jesús resucitado, y lo
hemos reconocido como Señor y Mesías, significa que el don del Espíritu
Santo ya ha estado actuando en nosotros. Y su actuación no permite que
nos sintamos huérfanos, sino, al contrario, nos reviste del Espíritu de
filiación que clama en nosotros “¡Abba! ¡Padre!” (cf. Gal 4, 6). El
sentido inevitablemente cronológico de la liturgia no debe llevarnos a
engaño. Los tiempos de Dios no son como los nuestros.
¿Por qué, entonces, la liturgia sitúa la venida del Espíritu
precisamente al final del tiempo pascual? Nuestra vida se da en la
distensión temporal y es en ella en la que vamos aprendiendo los
misterios de Dios, que exceden la limitación del espacio y el tiempo.
Pero Dios, al encarnarse, asume nuestra temporalidad y hace de ella
ocasión para desplegar su sabia pedagogía, dirigiendo nuestra atención,
ora a unos aspectos, ora a otros, que se iluminan y enriquecen
mutuamente. Durante el ciclo pascual (Cuaresma-Semana Santa-Pascua),
tiempo de luz, hemos contemplado los grandes misterios de la Vida, la
Muerte y la Resurrección de Jesucristo. Lo hemos contemplado a Él, y lo
hemos hecho desde la fe, es decir, bajo la acción del Espíritu. Al
concluir (sólo litúrgicamente) este gran ciclo de contemplación y de
fiesta, abrimos uno nuevo, el ciclo de la misión y el testimonio en la
vida cotidiana. Por eso, antes de ponernos en camino, la liturgia nos
invita a detenernos un momento y hacer conciencia, no sólo de lo que
hemos visto y oído, sino también de la luz y la vibración que nos ha
permitido ver, escuchar y creer, y que ahora nos tiene que llevar a
confesar y anunciar. El Espíritu Santo es la luz en la que habitualmente
no reparamos, pero gracias a la cual podemos ver. Es decir, lo
conocemos por sus frutos, por sus dones.
Tradicionalmente se ha considerado que esos dones son la sabiduría, la
inteligencia, el consejo, la fortaleza, la ciencia, la piedad y el temor
de Dios, todos ellos en relación con la compresión de los misterios de
la fe. Nosotros ahora no vamos a comentar con detalle estos dones, sino
que queremos contemplarlos a la luz de la Palabra que hemos escuchado
hoy. Ya hemos dicho que el primer don del Espíritu Santo lo hemos
experimentado durante todo este tiempo de Pascua, al contemplar a Cristo
resucitado y encontrarnos con él. A partir de él podemos discernir los
otros dones, frutos que denotan la presencia y la acción del Espíritu en
nuestras vidas y que nos habilitan para la misión que Jesús nos confía:
“Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”.
Al reflexionar sobre ellos, caemos en la cuenta que el Espíritu Santo
no actúa de manera mágica o automática, pues, siendo un Espíritu
personal, es también un Espíritu de diálogo, que no fuerza nuestra
libertad, sino que requiere nuestra cooperación. Por eso, de nuevo, la
venida del Espíritu Santo no es un hecho puntual, sino una realidad
siempre actual, siempre en curso. También por este motivo, podemos
comprobar, precisamente por sus frutos (o por la ausencia de ellos), en
qué medida estamos viviendo bajo la acción del Espíritu, y hasta qué
punto nos estamos oponiendo a ella.
Cuando en nuestra vida de relación con los demás, también en nuestra
vida eclesial, no somos capaces de entendernos entre nosotros, si,
incluso hablando un mismo idioma, no conseguimos encontrar un lenguaje
común, es que no estamos siendo dóciles al Espíritu. Porque cuando el
Espíritu viene nos inspira para comprendernos entre nosotros,
universalmente, a pesar de las diferencias, que, curiosamente, el
Espíritu no anula, sino que preserva. El Espíritu no nos uniformiza, ni
nos obliga a hablar en un mismo idioma, sino que nos enseña el lenguaje
universal del amor, que une a los distintos, sin eliminar la
originalidad de cada uno.
Por esto mismo, cuando subrayamos la división entre nosotros por lo más
variados motivos, si fomentamos la confrontación, por ejemplo, entre
jerarquía y laicado, entre acción y contemplación, entre oración y
compromiso social, entre tradición y progreso…, aunque la parte de
verdad que hay en nuestra posición parezca justificarnos, no estamos
actuando y juzgando bajo la inspiración del Espíritu Santo, que hace de
la diversidad de dones, ministerios, sensibilidades, formas de
espiritualidad, etc., manifestaciones para el bien común, para la unidad
del único cuerpo de Cristo.
A diferencia de Lucas, que distancia en el tiempo la Pascua de la
Ascensión y de Pentecostés, Juan, como queda patente en el Evangelio de
hoy, reúne estos acontecimientos en un mismo día: “el primer día de la
semana”. Y es que este primer día de la semana no es un tiempo meramente
cronológico (aunque acontezca en la historia), sino que es el tiempo de
la nueva creación, en el que, como al comienzo de la creación del mundo
(cf. Gn 1, 2) el Espíritu alienta, crea y ordena. En este texto podemos
descubrir en apretada síntesis otros frutos del Espíritu, y, por
contraste, aquellas actitudes que, por el contrario, denotan que aún no
lo hemos acogido. Allí donde dominan la cerrazón y el miedo no está
actuando el Espíritu, que, al contrario, nos abre y da coraje para salir
al mundo entero a dar testimonio de la Buena Nueva de Cristo. Junto al
miedo, atenazan los corazones de los hombres, muchas veces también de
los creyentes, la inquietud, el pesimismo, la tristeza. El Espíritu de
Jesús insufla paz y alegría, incluso allí donde vemos, sentimos y nos
duelen las heridas del cuerpo de Cristo, que él mismo nos muestra. Esas
heridas abiertas, recuerdo vivo de la Pasión de Cristo, que sigue
presente de tantas formas (en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, en
los sufrimientos de sus “pequeños hermanos”), no son heridas que claman
venganza, ni acusan con rencor, sino “las heridas que nos han curado”
(Is 53, 5; 1 P 2, 24), que hablan de perdón. Un gran don del Espíritu
que opera en la Iglesia es el perdón. El sacramento de la reconciliación
es su expresión principal, pero no la única. Todos estamos llamados a
ejercer el ministerio del perdón, precisamente en la generosidad para
perdonar a los que nos ofenden, para ser agentes de reconciliación allí
donde hoy conflictos de cualquier tipo. Cuando somos incapaces de
perdonar, cuando vivimos en el rencor, “guardándonos” las ofensas reales
o imaginarias de que hemos sido víctimas, cuando ahondamos los
conflictos, en vez de contribuir a resolverlos, entonces es claro que
nuestro corazón está cerrado a la acción del Espíritu, que tenemos que
ponernos en vela a la espera de nuestro particular Pentecostés. Podemos
decir que el verdadero perdón no es cosa fácil, especialmente cuando las
ofensas son muy graves. Pero no se trata de realizar imposibles
superiores a nuestras fuerzas, sino de abrirnos al que es más fuerte que
nosotros, al que ha resucitado a Jesucristo de la muerte, ha vencido el
mal, y nos enriquece y transforma con sus dones.
El ministerio del perdón es el fruto de un corazón reconciliado,
resucitado, nuevo. Es el gran signo de que, realmente, el Espíritu
Santo, el Espíritu del Amor, el Espíritu de Jesús ha bajado sobre
nosotros y ha encontrado espacio en nosotros, de manera que podemos
salir al mundo, sin temor, con paz y alegría para dar testimonio del
gran misterio pascual, que hemos contemplado durante este tiempo que hoy
concluye, y del que Jesús nos manda testimoniar y anunciar, enviándonos
al mundo entero.
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