Renacer a la Vida nueva
“Betania dista poco de Jerusalén unos quince estadios” se dice en la versión larga de este evangelio. Es decir, en el camino cuaresmal, “ya están pisando nuestro pies tus umbrales Jerusalén”. Y todo nos habla del misterio de muerte y vida que estamos a punto de contemplar. Por eso, tras la purificación del desierto y el agua (primer y tercer domingos de Cuaresma) y de la iluminación (segundo y cuarto domingos) se nos invita a mirar cara a cara la muerte. Es preciso confrontarse con ella porque es inútil tratar de esconderse. Por tanto, también y especialmente la experiencia religiosa tiene que mirar a esta realidad y tratar de encontrar una respuesta. En la muerte sentimos de manera especialmente intensa la lejanía de Dios, su silencio, y tenemos tal vez la impresión de su indiferencia hacia nuestro destino.
Es lo que parece transmitir el arranque extraño del evangelio que se nos propone este domingo. Una petición de ayuda, una súplica hecha con angustia y urgencia, y que aparentemente no obtiene respuesta. En efecto, con frecuencia tenemos la sensación de que Dios no nos escucha, de que permanece indiferente a nuestras súplicas, que obtienen el silencio persistente por toda respuesta. Dios, Jesús, no se dan prisa, parecen no preocuparse de llegar tarde.
Nuestra sensación de abandono y de falta de respuesta en tantas ocasiones hace que surja en nosotros a veces la tentación o la realidad del reproche contra Dios: “si hubieras estado aquí…”. Es un reproche que puede revestirse de muchas otras formas: ¿por qué Dios consiente el mal?, ¿qué hace contra la injusticia? Y así un largo etcétera. Con razón dice Benedicto XVI en su encíclica “Spe salvi” (n. 42) que el ateísmo de los siglos XIX y XX, por sus raíces y finalidad, es un moralismo, una protesta contra las injusticias del mundo y de la historia universal.
Y, en principio, la respuesta que Jesús da a Marta (“tu hermano resucitará en la resurrección del último día”) no resulta muy satisfactoria. Marta misma lo reconoce y al hacerlo parece decirle a Jesús que sí, que vale, pero que ella le pedía otra cosa, más inmediata. La respuesta religiosa que remanda la solución “a la otra vida” es también objeto de impugnación por parte de la crítica de la religión.
En suma, henos aquí confrontados por la muerte. Ya sabemos que la muerte es algo natural, pero, sin embargo, algo se alza en nosotros como protesta contra ella. El texto de hoy parece querer que miremos de cerca a la muerte, que no ocultemos su feo rostro, su mal olor, antes de darnos una respuesta.
Respecto del carácter natural de la muerte, es muy iluminador lo que, de nuevo, el papa Ratzinger dice en esa misma encíclica (nn. 10 y 11): hay en ella un elemento liberador pues, pensándolo bien, una “vida eterna” en las condiciones de vida en la tierra no es en absoluto deseable; de modo que “es cierto que la eliminación de la muerte [biológica], como también su aplazamiento casi ilimitado, pondría a la tierra y a la humanidad en una condición imposible y no comportaría beneficio alguno para el individuo mismo. Obviamente, hay una contradicción en nuestra actitud, que hace referencia a un contraste interior de nuestra propia existencia. Por un lado, no queremos morir; los que nos aman, sobre todo, no quieren que muramos. Por otro lado, sin embargo, tampoco deseamos seguir existiendo ilimitadamente, y tampoco la tierra ha sido creada con esta perspectiva. Entonces, ¿qué es realmente lo que queremos? Esta paradoja de nuestra propia actitud suscita una pregunta más profunda: ¿qué es realmente la «vida»? Y ¿qué significa verdaderamente «eternidad»?” (Spes salvi 11).
Cuando pensamos reflexivamente en nuestra voluntad de vida y en nuestra oposición a la muerte, comprendemos que la vida eterna significa una vida en plenitud. Es en este sentido en el que hemos de entender la muerte como la negación del bien y la verdad, la justicia y el amor. Es en este sentido en el que la muerte es como la síntesis de todos los males.
Uniendo el sentido natural de la muerte con el sentido moral, podemos comprender que, por un lado, Dios no responda inmediatamente a nuestra petición: la muerte es un trance necesario. Pero que, por otra, precisamente en Jesucristo nos ha dado una respuesta definitiva e inesperada. ¿Cuál?
Volvamos de momento a la escena de la resurrección de Lázaro. En realidad no se trata de una resurrección en sentido estricto, sino de una “vuelta a la vida”, de una “vivificación”, pues es claro que Lázaro volvió a morir. A propósito de esta situación dolorosa (un amigo, un hermano, alguien querido ha muerto), Jesús no nos ahorra la fealdad y la dureza de la muerte, su mal olor. Jesús la siente con sentimientos humanos, participa del duelo, siente el desgarro que todos sentimos, llora por el amigo. Y nos invita a mirar con realismo, a abrir la tumba. Al mandar con voz potente que la muerte suelte su presa, ¿cómo hemos de entender este gesto?
Por un lado, Jesús está anticipando su propia resurrección. Ante su muerte, ya cercana, nos muestra que, incluso sucumbiendo ante ella, tiene poder sobre ella. Jesús no evitó la muerte de Lázaro, como no evitó la suya propia. Y de esta manera nos da una respuesta mucho más radical y definitiva que simplemente atrasar un tiempo la muerte del amigo (del niño, de la víctima inocente, del ser querido, etc.). Jesús ha enfrentado la muerte humana muriendo, se ha hecho presente en ella y, de este modo, ha hecho de la muerte lugar de encuentro con Dios.
La cuaresma tiene su origen en la preparación inmediata de los catecúmenos al Bautismo. De ahí la llamada a la conversión, la meditación y los ritos de purificación e iluminación. Pero el bautismo es la inmersión en la muerte de Cristo para renacer a una vida nueva. De ahí que, inmediatamente antes de la celebración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo (en la Vigilia Pascual tendrá lugar el bautismo de los catecúmenos) la liturgia y la Palabra nos pongan de frente a esta realidad. Por la muerte y la resurrección de Cristo, la muerte se ha convertido en el verdadero bautismo que nos abre y ofrece la posibilidad del renacimiento a una vida plena.
Pero, si la vivificación de Lázaro anticipa la resurrección de Cristo, pero no le evita participar de la muerte biológica, significa que Lázaro, que es aquí figura del bautizado, renacido por el agua y el fuego, participa ya en esta vida y en estas condiciones mortales de la vida del resucitado. Es decir, se nos dice aquí que, aunque con limitaciones, la vida eterna ya ha comenzado. Y esto es así, precisamente, porque Betania (el lugar en que vivimos y morimos) dista poco de Jerusalén: de la nueva Jerusalén. “que baja del cielo, morada de Dios con los hombres, y (en la que) ya no habrá muerte, ni llanto” (Ap 21, 2-4). Y distan poco porque Jesús, que ha bajado del cielo y ha puesto su morada entre nosotros, ha recorrido el camino que las une.
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