Autor: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net
La vida humana está llena de paradojas. Hay señales de bondad, pero también signos de odio y violencia. Hay médicos eficaces, pero también enfermedades incurables. Hay personas generosas y justas, pero también quienes destruyen familias y calumnian sin piedad.
Ante una vida tan confusa, donde tras momentos de luz encontramos túneles de angustia, necesitamos abrirnos a algo, a Alguien, que dé esperanza.
Sólo cuando reconocemos que hay un Dios bueno, que la Justicia triunfará sobre el mal, que la misericordia puede perdonar los pecados, empezamos a respirar un aire nuevo.
Necesitamos vivir abiertos a Dios: a su ternura, a su paciencia, a su paternidad, a su hermosura, a su interés continuo y discreto por todos y cada uno de sus hijos.
Sólo si permitimos que Dios entre en nuestras almas seremos capaces de dejar a un lado preocupaciones que asfixian, trabajos que esclavizan, miedos que paralizan, angustias que deprimen.
Vivir abiertos a Dios significa, sobre todo, descubrir su acción en la historia humana, su humilde venida entre nosotros con la Encarnación del Hijo. "Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14).
Desde entonces no sólo hay milagros (ciegos, cojos, paralíticos curados), sino una certeza: el amor es más fuerte que el pecado, la vida ha vencido a la muerte.
Este día puede ser completamente diferente. Basta con acercarme al Evangelio y escuchar. Entonces dejaré entrar a Dios, me abriré a su Amor, daré pasos nuevos que me unan a la gran familia de los que se dejan purificar por la Sangre del Cordero que murió y resucitó por mí.
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