Queridos amigos:
Nos sacude hoy la pregunta que hacen a Jesús: ¿Qué signos haces tú? Se trata una pregunta fría y retadora. También ambigua, porque al dirigirla a Jesús puede esconder desconfianza malsana o, por el contrario, sincera búsqueda de verdad. Depende de la intención con que se formule. En mi relación con Jesús, ¿le exijo pruebas? ¿Qué expreso al hacerlo: asentimiento o resistencia? ¿Cómo se sitúa mi corazón ante Él?
Puede ser que como los judíos del evangelio, también nosotros pretendamos asegurar nuestra adhesión a Jesús en las arenas movedizas de prodigios extraordinarios, como los de Moisés cuando liberó a Israel de la esclavitud de Egipto. Nos gusta saciar nuestras hambres con lo extraordinario y artificioso. Nos cuesta más satisfacerlas con lo pequeño y normal.
Nuestro peligro es el de quedarnos a medias. No ir hasta el fondo de nuestros deseos para desactivar su veneno. Porque descansar en la gratificación inmediata del “ pan para hoy ” será, sin remedio, “ hambre para mañana ”. Dejemos que Dios desmorone la cáscara de nuestros deseos y purifique sus raíces más ocultas.
Vayamos a lo más hondo. Como le pasó a aquel estudiante universitario, educado en la fe cuando era niño, que regresó a su pueblo para pasar las vacaciones. El joven había aprendido algo de Freud. Un día se encontró con el párroco en la plaza. Los años de la catequesis estaban lejos. Después de intercambiar unas frases corteses, el ex-monaguillo, que también era ex-creyente, con aire autosuficiente le espetó a bocajarro su gran descubrimiento: “Querido párroco, no se engañe, la gente que viene a la Iglesia no viene por fe, sino para sublimar su impulso sexual. ¿Lo sabía?”.
El anciano párroco no se alteró. Sabía poco de Freud y el término “sublimar” no le resultaba familiar, pero sabía algo del alma humana, de sus deseos y de sus contradicciones. Y, con mucha tranquilidad, le respondió: “Y yo, ¿sabes lo que te digo? Que cuando llamas a la puerta del burdel, crees buscar la carne de una mujer; en realidad estás buscando a Dios”.
La exploración más rigurosa nos lleva así a reconocernos en aquella lúcida confesión de San Agustín que a tantas vidas ha orientado a lo largo de la historia: “ Nos has hecho para ti y nuestro corazón no tiene paz hasta que descanse en ti ” (Confesiones, I,1.1).
El Padre nos lleva por el camino más corto a saciar nuestra sed de infinito. Nos da a Jesús mismo, pan bajado del cielo y puesto a nuestro alcance en la eucaristía.
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