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Jesús vuelve por amor, ese es el gran regalo de estos días de Pascua
Busco que me paguen por mis logros y me admiren por mis conquistas. Mi corazón se aferra desesperado a todo lo que brilla, a lo que no desluce, a lo que no tiene ni una sola mancha. Se aferra torpemente a lo perfecto, a lo que no tiene defecto alguno.
¡Cuánto me pesan mis pecados, mis caídas, mis errores! ¡Cuánto me pesa la mancha en mi historial! La huella que queda grabada en el alma para siempre. Me siento tan pobre al mirar las manchas de mi vida. Las heridas que siguen doliendo en lo más profundo.
Tiemblo al contemplar mi propia debilidad. Como los discípulos en el cenáculo. Como Tomás al volver Jesús al octavo día y poder tocar sus heridas. No he sido tan fiel como soñaba. He caído. Y esa experiencia grita en mi interior.
Me gusta esa afirmación:
«Cuando reconozcamos que somos pecadores, sabremos que Jesús vino por nosotros»[1]. Quiero reconocerme pecador. Sólo así comprenderé que Jesús vino por mí, porque me quería.
Vino porque me amaba. Porque deseaba estar conmigo.
En este tiempo de Pascua Jesús resucitado vuelve con los discípulos. Ya no vive con ellos como cuando iban por los caminos, cuando pescaban, cuando dormían juntos al raso. Pero sale a su encuentro. No se ha ido.
Me cuesta tanto pensar que se vaya… Hago mías las palabras de una persona que rezaba: “Por favor, no te vayas del todo, quédate conmigo para siempre. Quédate en los caminos de mi vida. Quédate en mi pesca. En mi huida. En mi miedo. Quédate porque sin ti no puedo hacer nada”.
Quiero también yo retenerlo. Como esos discípulos de Emaús:“Quédate con nosotros, la tarde está cayendo”.
Pienso en la alegría de los discípulos de esos días en que Jesús va a buscarlos una y otra vez. Me cuesta pensar que se vaya otra vez y para siempre. Pienso en su alegría. En cada encuentro. Se han sentido perdonados. Amados más que antes. Más que nunca.
Esa experiencia ha llegado con la resurrección. Antes no hacía falta porque todo lo compartían con Él. Ahora Jesús les regala esa experiencia de encontrarse de nuevo. Va a buscarlos. Se encuentra con cada uno.
Jesús vuelve por amor. Pienso que ese es el gran regalo de estos días de Pascua. No se aparece para demostrar que era verdad que era Dios, que era verdad que iba a resucitar, que nadie podría acabar con Él para siempre.
No buscó aparecerse delante de multitudes. No. Sus encuentros son personales. Ocultos. Sencillos. Son encuentros de amor con nombre propio. Vuelve por amor a los que ama, a los que le aman.
Pienso que ese es mi Dios, al que yo adoro, al que amo, al que necesito. El Dios que vuelve por mí. Que no se preocupa tanto de mis resultados, de darme una lección, de corregirme. Sino que vuelve sólo por mí. Porque me ama.
Como a María Magdalena. Como a Pedro en el lago. Como a los dos discípulos de Emaús. Como a los once escondidos en el Cenáculo. Como a Tomás que no estaba la primera vez y vuelve a los ocho días.
Jesús llega. Se muestra. Me imagino la alegría de Jesús de poder alegrar a los suyos. Su emoción, tan humana, tan de Dios, por poder calmar su corazón y su turbación.
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