El Papa Juan Pablo II.
Hace once años, en abril de 2015,  el mundo asistió a una escena impensable en siglos de Historia: las grandes autoridades del planeta (incluidos tres presidentes norteamericanos Clinton, Bush y Bush Jr. ) rezaban juntos en San Pedro del Vaticano ante el cadáver de un anciano de 84 años.  Multitudes de personas, y singularmente jóvenes, daban su último adiós al pontífice más decisivo del siglo XX. Ese fue el mayor milagro de Juan Pablo II, que fue canonizado sólo nueve años más tarde.
Ningún papa había concitado tanto interés como Karol Wojtyla; ninguno había removido los cimientos de la Iglesia Católica como un tsunami vivificador, acaso desde los tiempos de titanes como san Pablo o Teresa de Jesús; ninguno había sido estrella informativa y mediática como él; ninguno había conmovido tanto a los jóvenes, acaso porque él mismo seguía siendo joven hasta que murió con las botas puestas, con 84 años, y sin embargo más joven que la generación de Twitter; ninguno había jugado un papel tan crucial en los avatares políticos del tiempo que le tocó vivir sin renunciar, a la vez, al anclaje sobrenatural… o quizá precisamente por ello.

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Pero quedarse con latiguillos (el atleta de Dios) sería reducirlo a un James Bond con sotana blanca. ¿Lo era?
Muchos locutores y tertulianos pedían que abdicara, que ya molestaba tanta baba, tanto Parkinson y tanto masoquismo
Si batió records, si contribuyó a cambiar la Historia, no fue gracias a su cara bonita o a que se tratara de un machote. Sino a su fidelidad a Dios. La energía que desplegaba no dependía de los huevos con tocino que se desayunaba, después de marcarse unos largos en la piscina. Pero mucho locutor de televisión y mucho tertuliano se queda ahí, en los huevos (con tocino). Por eso mucho locutor y mucho tertuliano no acababa de pillarlo, cuando el supermán se transformó en piltrafa ensotanada, que se desplazaba penosamente, y pedía que retiraran al pobre de la circulación, que ya molestaba tanta baba y tanto masoquismo.
El papa Juan Pablo II.
El papa Juan Pablo II.
Tampoco entendieron su canto a la sexualidad, una de sus mayores revoluciones (con la llamada Teología del Cuerpo) y la complementariedad de varón y mujer. Muchos años antes de que las señoras se incorporasen al mundo laboral, Karol Wojtyla escribía: “Solo gracias a la dualidad de lo masculino y lo femenino lo humano se realiza plenamente”. Y en sus documentos Mulieris dignitatem Carta a las mujeres subraya la trascendencia de la misión de la mujer.
Aquel polaco que parecía Sean Connery, aquel príncipe de la Iglesia que practicaba deportes de riesgo y tenía aspecto de galán cinematográfico, heredó una Iglesia encogida y a la defensiva frente al mundo contemporáneo y expandió el Evangelio, gracias a su personalidad arrolladora y a su mensaje: “¡No tengáis miedo!”.
Con el guión doctrinal trazado en el Concilio Juan Pablo II inició una vasta labor evangelizadora dando tres veces la vuelta al mundo; impulsó un centenar de canonizaciones -para proponer modelos de santidad al hombre contemporáneo-; y escribió 14 encíclicas y otros textos doctrinales, auténtico think tanks con el mensaje de la Iglesia sobre el destino del hombre, la familia, la verdad o el relativismo.
El leitmotiv de su largo pontificado fue la dignidad inviolable de la persona, creada a imagen y semejanza de Dios, y auténtica base de los derechos humanos. Con él denunció el sistema opresor del comunismo, pero también el carácter alienante del capitalismo.
Su perfil biográfico (soportó los totalitarismos nazi y comunista y supo lo que es un atentado terrorista) le convertían en la persona idónea para derribar muros, como el que cayó en 1989, poniendo fin a siete décadas de comunismo. Cuando nos acecha el pesimismo y creemos que esto no hay quien lo cambie, que un Occidente caduco y masoquista emula al Titanic y ya no tiene remedio, conviene recordar el milagro del Muro, una epopeya que hemos visto con nuestros propios ojos, y que nos resistimos a creer.
Los gobernantes pasan y no dejan crecer la hierta como el caballo de Atila, pero la familia permanece
No es el único milagro ante el que nos ponemos una venda. El otro gran milagro es el matrimonio. Siempre en crisis, siempre sometido a la rapacidad de los tiranos… pero permaneciendo mientras caen imperios. Los políticos pasan, y no dejan crecer la hierba como el caballo de Atila, pero la familia permanece. Cada vez que un chico deja a su padre y su madre y se hace una sola carne con una chica y promete quererla y respetarla todos los días de su vida, se repite esa escena del “principio”, al que Juan Pablo II alude en sus escritos sobre la teología del cuerpo, uno de los grandes regalos (y legados) que deja al mundo del siglo XXI.
El pontífice junto a un grupo de jóvenes.
El pontífice junto a un grupo de jóvenes.
El pontífice polaco rompió muchos tabúes reivindicando el valor del cuerpo humano, en una suerte de materialismo transfigurado, recordando que el misterio central del cristianismo tiene que ver directamente con la carne (la Encarnación).Hizo una lectura atrevida sobre la sexualidad y sobre el carácter esponsal de los cuerpos; y también sobre lo que él llamaba el “contrato más audaz y más maravilloso”, por el cual los contrayentes prometen comunicarse cuanto son y cuanto tienen.
Y sobre todo vino a recordar que el esposo y la esposa de los que estamos hablando son el hombre y la mujer redimidos. El matrimonio no es misión imposible, la familia no es una causa perdida, aunque ahora lo parezca, sometida al cerco implacable del Nuevo Orden Mundial y los tiranuelos que hacen caja con el negocio de la muerte. Ese es el leitmotiv de Juan Pablo II, un leitmotiv sumamente alentador: el mal no tiene la última palabra.