Queridos hermanos:
“Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana”, era domingo. Deberíamos recuperar el domingo como día de descanso y de encuentro con el Señor y la comunidad. De esto podremos hablar otro día, aunque os recuerdo que podéis leer el capitulo sexto de “Laudato Sí”, que nos habla sobre la importancia del día de descanso. Es la siguiente frase del evangelio de hoy la que parece determinante: “Estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos”.
Otra vez el miedo, que paraliza, encierra, aparta, pone barreras. A nivel social lo estamos experimentando estos días: cuando el terrorismo acecha, llegan a nuestras fronteras los refugiados, nos sentimos aterrorizados o simplemente blindamos las puertas. En lo eclesial: una comunidad cerrada es una comunidad muerta. Los apóstoles están juntos, se consuelan por el fracaso de sus esperanzas, no quieren que los vean, se aíslan, viven sin alegría, lo que los une es el pasado, la muerte que los desconcierta. Cuando no se mira al futuro, aunque estemos todos juntos entre cuatro paredes, en el templo o en múltiples reuniones, es difícil llamarnos comunidad cristiana, en el interior falta la presencia del Resucitado.
Por eso Jesús viene, entra, irrumpe, pero no temáis viene precisamente a abrir las puertas y ventanas de la casa que decimos que es su casa. El saludo es claro: “Paz a vosotros. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor”. La paz y la alegría son los signos de la presencia del resucitado, en Pascua nace la comunidad cristiana, en una nueva primavera que espera renacer al futuro y construir unas relaciones distintas, basadas en el amor y la alegría serena y sencilla.
Aparece en el texto nuestro Mellizo, Tomás, estuvo ausente el domingo anterior y no acaba de entender lo de la resurrección: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”. Se quedó en la muerte, la cuaresma, el Viernes Santo, como a tantos cristianos, le cuesta dar el paso, lo que le hace difícil también vivir en comunidad. La comunidad exige la alegría de la Pascua, el compromiso constante de ser testigos: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo”.
Nos lo deja claro la primera lectura de las Hechos, la llegada del Espíritu de Jesús, empuja a los que ayer estaban acobardados a dar testimonio de su fe: “Hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo”. La comunidad pascual proclama el señorío de la vida por encima de la muerte y está presente donde parece que la muerte tiene su última palabra: Cerca de los que mueren de hambre, de bala, de accidente, de enfermedades, o de los que mueren en el espíritu a través de los odios, divisiones, angustia, depresión, desaliento… Está “en medio del pueblo” y lucha por conseguir que “todos tengan Vida y Vida en abundancia”, como nos recordará San Juan más adelante.
Es Pascua, en un tiempo en el que la mayoría no cree en el cambio de las personas, las etiqueta, las culpabiliza, ni en la transformación de la sociedad, e incluso de la Iglesia. Nosotros proclamamos con la segunda lectura del Apocalipsis:”No temas: Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos; y tengo las llaves de la muerte y del infierno. Escribe, pues, lo que veas: lo que está sucediendo y lo que ha de suceder más tarde”. Y es que en nombre de este Jesús vencedor de la muerte, también nuestras comunidades parroquiales deben de disponerse a revivir la Pascua como una lucha decidida contra todas las formas de muerte.
Es tiempo de que nazcan las flores, los brotes, es tiempo de futuro, no nos encerremos entre cuatro paredes, salgamos a contar historias de misericordia, a comunicar la alegría de habernos encontrado con el Resucitado, a relatar y escribir nuestros cambios.
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