Queridos hermanos:
Quizá seamos pocos los que cedamos un espacio a esta “fiesta de la cordialidad”. Las eucaristías vespertinas de hoy son ya del domingo. Es lamentable que el calendario litúrgico haya encajonado conmemoración del Corazón de María entre la solemnidad del Corazón de Jesús y los resplandores del Día del Señor, la gran fiesta de los cristianos.
La celebración del Corazón de María es reciente en la Iglesia: surge, con carácter opcional, a mediados del siglo XIX. Y su fundamento originario no respondía a la mejor teología. En efecto, en los siglos XVII-XIX, como consecuencia de la herejía llamada jansenista, se difundió un lamentable rigorismo ético y una espiritualidad del temor, quedando en penumbra la comprensión de Dios como Padre y la de Jesús como el amigo e intercesor. El creyente se quedaba como pecador desamparado y a la intemperie. Frente a ello fueron surgiendo, ya desde el mismo siglo XVII, movimientos devocionales alternativos, que encontraron una cierta culminación en la Archicofradía del Corazón de María, “refugio de pecadores”; la parroquia parisina de Nuestra Señora de las Victorias tuvo en esto un papel destacado. Y se fundaron varias congregaciones religiosas, entre ellas los claretianos, bajo el título de Hijos/Hijas del Corazón de María.
Hoy afortunadamente hemos salido de aquel contexto viciado; y la función maternal de María no se entiende como una forma de “puentear” a un Jesús y un Padre temibles por justicieros; no es un camino alternativo para la salvación. La unión de María con Dios Padre y con su Hijo hace que los latidos de sus corazones vayan acompasados, al unísono, nunca a contrapelo o desbrozando atajos tramposos.
El evangelio de la Infancia de Lucas presenta dos veces a María “guardando y meditando en su corazón” lo que va observando en relación con Jesús (Lc 2,19 y 2,51). Evidentemente no es en sí mismo nada extraordinario; ¿no recordaban y comentaban nuestras madres, al cabo de muchos años, con emoción y “cordialidad”, sucesos y detalles de nuestra infancia? Los habían guardado y meditado en su corazón.
Pero los textos bíblicos quieren llevarnos más allá de la mera experiencia cotidiana; nos invitan a fijarnos en María en cuanto modelo y síntesis de la Iglesia. Se habla de su corazón teniendo como trasfondo el sentido bíblico de la palabra, que en nuestras lenguas modernas ha sufrido un reduccionismo. La palabra hebrea que traducimos por corazón es leb, término que designa toda la riqueza interior de la persona; abarca lo intelectual y lo afectivo, el mundo de las emociones, decisiones y proyectos; implica profundidad, insondabilidad, raigambre. El hombre religioso de la Biblia piensa con el corazón; según Prov 15,28, “el corazón del justo recapacita”; y San Pablo recuerda a los romanos que el órgano de la fe no es el frío entendimiento, sino el corazón: “si tu corazón cree que Dios resucitó a Jesús de entre los muertos…” (Rm 10,9). Según el Salmo 19,9, el proyecto de Dios alegra el corazón al mismo tiempo que da luz a los ojos.
La fiesta del corazón de María nos invita, por tanto, a juntar cordialidad y profundidad, a que en nuestra vida la sensatez vaya sazonada de ternura, y que el paso de Dios deje profunda huella porque lo acogemos con ese corazón bíblico, que conserva, ama, siente y penetra.
Ojalá la Palabra de Dios que oímos o leemos cada día no se limite a “ilustrarnos”, sino que modele nuestro sentir. Ojalá no nos limitemos nosotros a una escucha precipitada de la Palabra, sino que le demos espacio y tiempo en lo más íntimo de nuestra intimidad y así, lentamente, nos transforme en criaturas nuevas.
Vuestro hermano
Severiano Blanco cmf
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