Muchos piensan que sólo los ricos saben donde poner, y guardar, sus tesoros. Por eso, quizá, hay tantos que siguen jugando a la lotería con la esperanza de ser como ellos. Juegan y juegan, pensando que algún día les va a tocar y su suerte va a cambiar. Lo más probable es que no les toque nunca pero, en el caso de que les toque, lo más probable también es que su vida cambie pero a peor. Ya se conoce el caso de aquel pueblo español en el que tocó la lotería. Una lluvia de millones cayó sobre sus vecinos. Repartido pero abundante para todos. Los primeros días todo fue felicidad y alegría. Pero hubo un periódico que, al cabo de unos años, mandó un periodista a aquel pueblo para ver cómo les iba a los afortunados de la lotería. Lo que se encontró el periodista fue terrible: un pueblo destrozado por el dinero. El mucho dinero había provocado envidias, rencillas, familias divididas...
Pero vamos a poner el ejemplo contrario, que también existe. En algunos lugares de América Latina, durante lo peor de la crisis de los 80, surgieron soluciones para los más pobres pensadas desde el compartir lo poco que tenían. La gente de los barrios pobres se juntaba para organizar una cocina común para todos. El ahorro de costes hacía que, con mucho menos, todos pudiesen tener una comida decente y suficiente. Nada del otro mundo, por supuesto. Ni carta de menú. Pero sí lo necesario para cubrir esa necesidad tan básica. Es un ejemplo claro de cómo la solidaridad puede hacer milagros.
Vistos los dos ejemplos, ahora podemos preguntarnos en qué tesoros deberíamos poner nuestro corazón. Es lo que nos pregunta Jesús en el Evangelio de hoy. Es una pregunta sencilla. O lo ponemos en tener muchas cosas, en poseer, en el dinero, o lo ponemos en el cariño, en las relaciones humanas, en la justicia, en la solidaridad. A la hora de la verdad, lo más efectivo es esto segundo. Sobre todo, porque lo primero viene una crisis económica o la inflación o la polilla y la carcoma y desaparece en un santiamén.
La solidaridad, la fraternidad, la relación humana, la familia, todo eso es mucho más duradero. Todo es, en definitiva, el Reino de que nos habló Jesús. Todo eso no es más que la expresión aquí y ahora del amor con el que Dios nos ama y del que Jesús nos dio testimonio.
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