… Se alejaba
La interpretación que Jesús hace del Profeta Isaías en la sinagoga de Nazaret (hoy se cumple esta Escritura, el hoy de la salvación), recibe al principio y en apariencia una respuesta positiva: sus paisanos se admiran de las palabras de gracia que salían de su boca. La admiración de los paisanos puede tener una explicación bastante localista: ¿quién no se enorgullece de que uno de la propia familia, del pueblo, un conocido, alcance la gloria y la fama? A Nazaret habían llegado noticias de su predicación y de sus acciones extraordinarias en la vecina Cafarnaún. Es normal la gran expectación con que lo recibieron: “toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él”, leíamos la semana pasada. La admiración y la sorpresa se incrementan ante el mensaje que les trasmite. No sólo que la profecía de Isaías “se cumple hoy” (se entiende, en su propia persona), sino también que esa profecía se cumple sólo en su dimensión positiva, en “lo que se refiere a la gracia”. Muy probablemente se pueda entender así la admiración de los paisanos de Jesús: se admiraban de que les hablara sólo de la gracia, de que sus palabras fueran sólo palabras de gracia, y no de castigo y de venganza; y es que Jesús lee el texto de Isaías deteniéndose justo antes de las palabras que anuncian “el día de venganza de nuestro Dios” (Is 61, 2). Y es posible también que sea aquí donde se diera la inflexión en la actitud de los paisanos, que, como tantas veces sucede en la vida humana, en sus expectativas de mejora y salvación, incluso en su dimensión religiosa, deseaban al mismo tiempo la gracia y la salvación para sí, pero para los demás, para los considerados rivales o enemigos, la venganza y el castigo.
Este provincianismo (o nacionalismo, o fundamentalismo, o como se lo quiera llamar) es por desgracia demasiado frecuente en nuestra manera de entender el bienestar, la felicidad, el bien moral y hasta la salvación religiosa. Como sucede que en nuestra experiencia cotidiana los males que padecemos están ligados a menudo a la percepción de “otros”, a los que consideramos fuente de nuestra desgracia, librarnos de ésta significa librarnos de paso de esos “otros”: excluirlos de un modo u otro, hasta el límite extremo de su destrucción. Pero si las palabras de Jesús, que anuncian que la salvación ha llegado hoy, hablan sólo de la gracia, es que no hay venganza, y que la salvación y la gracia se ofrece y alcanza a todos, también a esos “otros” que, a nuestros ojos, merecerían el castigo.
La voluntad de exclusión se puede dar a muy distintos niveles. En los reproches contra Jesús por parte de sus paisanos, que adivinamos a partir de las mismas palabras de Cristo (“sin duda, me recitaréis…”), podemos entender que las gentes de Nazaret rivalizaban con las de la vecina Cafarnaún, como pasa tantas veces entre vecinos. Si Jesús era de Nazaret, ¿a qué venía que anduviera curando y haciendo el bien en casa del rival? ¿Es que no podía hacerlo en su propia casa? ¿No tenían los propios vecinos más derecho que los forasteros a beneficiarse de los poderes del profeta local? En realidad, como parece responderles de nuevo Jesús, no es fácil realizar prodigios y curaciones a los que no están dispuestos a acogerlos: aunque existe, decíamos al principio, el orgullo por el éxito del de casa, éste choca no pocas veces con los celos, la incomprensión y los prejuicios que genera la cercanía: ¿quién se ha creído éste que es? ¿Cómo va a enseñarnos nada, si lo conocemos desde que era un mocoso?
Pero Jesús en su respuesta nos invita a mirar mucho más lejos de Cafarnaún, allende las fronteras de Israel. La salvación (la gracia, la liberación, la curación que anuncia) ni siquiera se detiene en los límites territoriales, culturales y confesionales del pueblo elegido. Jesús manifiesta y revela a un Dios Padre de todos los hombres, de los propios y los extraños, que ofrece la salvación y la gracia incluso a los tradicionales enemigos de Israel, como ya enseñaron en el pasado Elías y Eliseo.
Sin embargo, esta declaración de universalismo, por muy fundada que pudiera estar en los profetas, choca con el estrecho nacionalismo del judaísmo de entonces, que esperaba la salvación como una intervención de Dios que enalteciera a Israel y destruyera a sus enemigos. Ahí la expectación, los recelos y la desconfianza se convierten en una explosión de ira que ya no sólo rechaza la pretensión mesiánica de Jesús, sino que se revuelve contra su persona hasta intentar suprimirlo físicamente.
Aquí entendemos que la liberación que nos trae y nos ofrece Cristo no es sólo una liberación de esclavitudes y dependencias externas (de nuestros enemigos reales o figurados), sino también de nuestras esclavitudes internas, de nuestros prejuicios, de nuestros fobias y odios excluyentes. Aceptar el año de gracia del Señor, acoger la libertad, dejarnos curar por Jesús “hoy” significa romper con nuestra estrechez de miras, abrirnos a los demás, tratar de establecer puentes, reconocer que la liberación, la sanación y la salvación las ofrece Dios gratuitamente a todos por medio de Jesucristo. El pueblo elegido no puede serlo si no comprende que la elección significa ponerlo al servicio de todos los seres humanos sin excepción.
¡Qué bien encaja en este mensaje el himno a la caridad de Pablo! Si la semana pasada nos hablaba de la diversidad de los carismas que han de servir a la edificación de todos, como Cuerpo de Cristo, hoy entendemos que el quicio de estos dones es el amor. El amor es elcemento que los une, la savia que los alimenta, la luz que los hace brillar, la fuerza que los impulsa al servicio. Es el carisma de los carismas, el corazón de la gracia. Es un camino, dice Pablo, excepcional. Pero no porque sea para unos pocos, sino porque es el nervio de todas las vocaciones y caminos, sin el que todos estos pierden sentido. La excepcionalidad del amor está en que no se trata de una “norma moral” que nos obligue, sino de la vida misma de Dios obrando en nosotros, la gratuidad de la gracia, que se nos entrega en Jesucristo sin méritos previos por nuestra parte. En este sentido, podemos entender el himno a la caridad de Pablo no, sobre todo, como el listado de actitudes que debemos acumular esforzadamente para poder “cumplir” este mandamiento, sino, sencilla y llanamente, el canto al amor con el Dios nos ama: con paciencia, con cariño, con generosidad, humildemente, con delicadeza, sin ira, olvidando el mal que hacemos, pero también sin engañarnos, llamándonos a la verdad, perdonando, confiando, esperándonos sin límites. El amor no puede pasar nunca porque es tan eterno como Dios. Si miramos a la figura del padre de la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15,11-31), tal vez podamos hacernos una idea más precisa de lo que Pablo quiere decirnos con su himno a la caridad.
Acoger la salvación y la gracia que se cumplen “hoy” significa acoger este amor de Dios, más grande que cualquier obra y mérito, don gratuito que se manifiesta en Cristo Jesús. Pero ello nos compromete a superar los límites estrechos de nuestros prejuicios y exclusiones.
El “esfuerzo del amor” consiste en ir eliminando las barreras que nos cierran en nosotros mismos (individual, pero también en los círculos colectivos a los que podemos pertenecer) para, mirando más allá de nuestro particular Nazaret, abrirnos a Cafarnaún, a Sidón y a Siria, a los extranjeros y hasta a los enemigos nuestros, entre los que Jesús quiere también revelar la salvación y realizar prodigios.
Es un reto que podemos afrontar con garantías sólo aceptando a Jesucristo, que apela a nuestra libertad para que lo acojamos o rechacemos.
Caigamos en la cuenta de que la aceptación no está exenta de riesgos. Por un lado, porque, al aceptarlo, nos exponemos a la ira de quienes siguen encerrados en sus esquemas excluyentes. El lenguaje universal del amor, que no conoce fronteras, suscita con frecuencia reacciones violentas en contra. Aceptar a Cristo significa estar dispuesto a testimoniar este amor de Dios hasta dar la vida. A través de Jeremías, Dios nos exhorta a no tener miedo. No deben ni pueden temer los que han elegido a Aquel que “ha vencido al mundo” (cf. Jn 16, 33). Pero, por otro lado, existe también un riesgo más sutil y peligroso: podemos reducir el mensaje de Jesús a una “doctrina” excluyente, que traza nuevas fronteras y sólo reconoce a los “propios” y rechaza a los “ajenos” (a los de Cafarnaún, el pueblo rival; a Sidón y Siria, a los extranjeros y enemigos). La doctrina cristiana (que tiene perfiles claros, no es una mera declaración de “buenismo” blando) se verifica, sin embargo, en el amor que la encarna. Si no se da esa traducción encarnada, aunque hagamos milagros, como dice Pablo, “no somos nada”. O, menos que nada: con nuestras actitudes cerradas podemos estar revolviéndonos contra Cristo, tratando de expulsarlo de nuestro pueblo, de acabar con él. En tal caso, puede muy bien suceder que sigamos habitando en su vecindad, en Nazaret, y considerándonos paisanos suyos (qué se yo, buenos cristianos), mientras que él, tras pasar por entre nosotros, ante la cerrazón de nuestro corazón, simplemente, se vaya alejando.
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