Pocas fiestas hay tan entrañables en el calendario para los pueblos de España como la del Corpus Christi: la mayoría la celebrará el domingo, unos pocos conservan el jueves tradicional, mañana, uno de los que «brillan más que el sol»; en cualquier caso, en todos, esta fiesta está muy arraigada. Necesitamos darle un realce y un esplendor si cabe mayor incluso que el que ha tenido en épocas anteriores. Para que tenga este esplendor es preciso que sea una fi esta donde se proclame con toda verdad gozosamente la fe que le da sentido y razón: que sea un día donde, de verdad, se renueve y confi ese con los labios y el corazón, la fe en Jesucristo, «Amor de los amores», se adore al Señor. Cuando tantos pretenden que se viva la fe como en la clandestinidad o en el anonimato, privadamente, los cristianos, este día, manifiestán en público esa fe, sin arrogancia alguna, pero con firmeza y respeto para todos. No se pueden acomplejar de la presencia real de Cristo, Evangelio vivo de Dios, fuerza de salvación para todo el que cree. No pueden ni deben ocultar lo que Jesús dice que proclamen, en las calles, o desde las terrazas: su amor, el amor de Dios entregado a los hombres en su cuerpo, en su persona, para la vida del mundo. No pueden ni deben ocultar ni silenciar al que es el Hijo de Dios venido en carne, luz, camino, verdad, vida, reconciliación, paz, salvación para todos, alivio y descanso para quien acude a Él. El día de Corpus los cristianos celebran la presencia real del Cuerpo de Cristo en la Eucaristía, recorren las calles y las plazas de nuestros pueblos y ciudades adorando al Santísimo sacramento del Altar, en el que está real y verdaderamente presente Cristo vivo, el Amor de los amores entregado por nosotros. Cristo vive para siempre y está realmente presente con toda su persona y su vida, con todo su misterio y con todo su amor redentor, en el pan y en el vino de la Eucaristía.
¿Cómo van a dejar de proclamar en público y por todas las partes, como haciendo partícipes a todos los que los vean pasar o se agolpen al paso del Señor, que Dios está ahí, que Dios nos ama a todos y a cada uno de los hombres? Para que tenga esplendor esta fiesta se requiere celebrar el verdadero culto, el culto en espíritu y verdad, el que agrada a Dios, el que el mismo Cristo ofreció al Padre: el de su vida entregada por amor y en servicio de los hombres. Por eso, el esplendor del Corpus ha de ser el esplendor y el brillo de la adoración verdadera, inseparable de la caridad y del amor fraterno, la entrega y el servicio, la solidaridad con los pobres y afligidos, la donación gratuita de cuanto somos y tenemos a los que nos necesiten –y todos nos necesitan de una manera o de otra –. Las obras de caridad, compartir el pan nuestro de cada día, son exigencia del sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor. La celebración del Corpus con esplendor reclama, por ello, superar tanto los egoísmos, como encerrarse en la propia carne, o romper la comunión y la paz, destruir la unidad, pasar de largo de los necesitados, sentirse alejado de los que tienen hambre y sed, son explotados o extranjeros, se encuentran enfermos, están amenazados en sus vidas –aunque sea no nacida, vagan sin sentido o sienten conculcada su dignidad. Se reconoce a Jesucristo en los pobres (cf. Mt. 25), los humillados, los sin techo, los tristes y desconsolados. Nos unimos a Jesucristo tal como está en la Eucaristía, amándonos como Él nos ha amado, compartiendo, acercándonos de manera real y efectiva a todos los crucificados y pobres de nuestro tiempo, en los que Cristo está también presente con esa otra presencia distinta a la Eucaristía, pero inseparable de ella. De la Eucaristía toma fuerza el amor a Dios y a los hermanos, inseparables; la participación en ella y su adoración impulsan a promover la inalienable dignidad de todo ser humano por medio de la justicia, la paz y la concordia y a compartir el pan, y ser, de alguna manera, también pan para los demás. La Eucaristía, en efecto, es la gran escuela del amor fraterno. Es siembra y exigencia de fraternidad y de servicio a todos los hombres sin excepción empezando por los más necesitados en su cuerpo y en su espíritu. Así, quienes comparten frecuentemente el pan eucarístico no pueden ser insensibles ante las necesidades de los hermanos, sino que deben comprometerse en construir todos juntos, a través de las obras, la civilización del amor. La Eucaristía conduce a vivir como hermanos, reconcilia y une.
Quienes participamos en la Eucaristía no podemos sentirnos tranquilos y satisfechos ante la situación de tantos hermanos nuestros que no cuentan con lo necesario. No obstante el indudable progreso no podemos cerrar los ojos ante los graves problemas sociales, como el fenómeno lacerante del paro que está sumiendo a tantas familias y jóvenes en situaciones angustiosas. Necesitamos que del amor que se nos entrega en la Eucaristía brote un gran movimiento de solidaridad efectiva impulsado por los cristianos que nos llama a hacer todo lo que esté en nuestras manos para luchar contra la pobreza y el paro, humanizando las relaciones laborales y económicas, y poniendo siempre a la persona humana, su dignidad y sus derechos por encima de los egoísmos e intereses de grupo. En esta hora crucial, esta fi esta eucarística de Corpus, como la misma participación en la Eucaristía, exige de los cristianos españoles un renovado esfuerzo a favor de la justicia, de la caridad, del rearme moral de nuestro pueblo, de fortalecimiento de los valores fundamentales de la convivencia social, como son la solidaridad real y efectiva, la defensa de la verdad que nos hace libres y se realiza en el amor, el desarrollo de la cultura de la vida.
La fiesta de Corpus también nos recuerda a los cristianos el alto valor que la Iglesia reconoce al culto eucarístico y a la adoración al Santísimo. Entre nosotros este culto debería fortalecerse allí donde se hubiese debilitado, fomentarse en todas comunidades e instaurar en ellas alguna forma de adoración a la Santísima Eucaristía: será siembra de caridad, solidaridad y justicia y abrirá horizontes nuevos de esperanza. Este año, en España, providencialmente en torno a esta fi esta tendremos nuevos Reyes: oremos por ellos, que el Señor les ayude y bendiga con todo bien que se contiene en la Eucaristía.
© La Razón
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