La roca y fuego
Tal vez todos nos hemos hecho alguna vez la pregunta de por qué la Iglesia une en una misma fiesta a Pedro y a Pablo, los dos grandes apóstoles y columnas de la Iglesia. ¿Es qué no merecen cada uno por separado una conmemoración propia? ¿No resulta que al celebrar sus figuras el mismo día vienen como a hacerse sombra el uno al otro? De hecho, la Iglesia remedia en cierto modo esta situación dedicándoles a cada uno por separado otras dos fiestas: la conversión de san Pablo (el 25 de enero) y la de la Cátedra de San Pedro (el 22 de febrero). Pero la celebración principal, con el rango de solemnidad, es este 29 de junio, en que los recordamos juntos.
Este hecho, que puede parecernos extraño, responde a una antigua tradición romana, relacionada con el traslado de los restos de Pedro y Pablo en el año 258 a una cripta en la vía Apia (donde se erigió una basílica a los dos apóstoles, en el lugar en que hoy se levanta una iglesia a san Sebastián) para preservarlos durante la persecución de Valeriano. Los testimonios sobre los lugares en que reposaban originariamente los restos de los dos Apóstoles datan de tiempos anteriores. Sólo al llegar la paz de Constantino esos restos fueron llevados a sus emplazamientos iniciales, donde el mismo Constantino levantó dos templos en sus actuales emplazamientos de la colina Vaticana (Basílica de san Pedro) y de la vía Ostiense (Basílica de San Pablo extramuros).
Pero aquí, como tantas veces, la anécdota se eleva a categoría, y lo que puede parecer una mera coincidencia histórica revela un significado profundo, incluso providencial. Porque Pedro y Pablo, además de ser dos personalidades formidables y fundamentales en la historia de la primera Iglesia, representan dos principios esenciales e inseparables de la Iglesia universal, de la misma fe que Cristo encargó preservar y difundir a los apóstoles y, con ellos, a toda la Iglesia. El aparente antagonismo entre ellos que cree descubrir una mirada superficial esconde una profunda unidad y complementariedad.
Pedro representa la confesión firme, la roca de la fe, la seguridad en el contenido de la misma. La fe es un acto personal de adhesión; pero no es un acto meramente subjetivo, en el que poco importa lo que se crea, con tal de que se crea firmemente. Hoy somos especialmente proclives a esa forma de subjetivismo. Pero, como vemos en el evangelio de hoy, Jesús, al preguntar a los apóstoles sobre lo que las gentes piensan de Él, y sobre lo que piensan ellos mismos, está dando a entender que no cualquier opinión tiene el mismo valor, incluso si esas opiniones son favorables y positivas. En su tiempo se le tenía por profeta, por uno de los grandes profetas antiguos (como Elías) o recientes (como Juan el Bautista). Después se le ha visto, casi siempre de manera positiva, como un maestro de moral, un renovador o un revolucionario social, un adalid de la fraternidad universal, y así un largo etcétera. Pero ninguna de esas opiniones es suficiente. Pedro no emite una opinión, sino que realiza una verdadera confesión de fe, fruto de una experiencia personal que es, además, una revelación de lo alto: Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y justo porque confiesa la verdadera identidad de Jesús recibe una bendición, una nueva identidad y una misión: ser piedra y fundamento, garante de la fe.
Pablo representa el viento, el riesgo y el arrojo de la evangelización: el anuncio abierto universalmente de aquella fe confesada. Porque la fe en Cristo tiene que ser primero confesada, esto es, aceptada y asimilada hasta conformar de un modo nuevo la propia identidad. Pero no es posible quedarse ahí: como no puede esconderse la luz (cf. Mt 5, 14), la fe no puede no ser proclamada, anunciada y comunicada. Pues creer que Cristo es el Hijo de Dios y el salvador del mundo, muerto y resucitado para reunir a todos los seres humanos en la única familia de los hijos de Dios, significa que el creyente no puede guardarse esa fe para sí solo, sino que tiene que darla a conocer a todos, pues todos son llamados a ingresar en esa familia, a gozar de la misma bendición. Y Pablo, que no había conocido al Jesús histórico, pero conoció tan bien al Cristo al que había perseguido, reclama con fuerza el título de verdadero apóstol, apóstol de los gentiles, porque sabe que la fe en Cristo atraviesa épocas y también traspasa fronteras. Pablo comprendió como nadie la universalidad del Evangelio, que debe abrirse sin condiciones, ni culturales, ni raciales, ni religiosas.
De hecho, que el principio petrino (el cimiento firme y seguro) y el paulino (la evangelización abierta y sin límites) no están reñidos se echa de ver con claridad si consideramos que Pedro ya dio el primer paso hacia la apertura a los gentiles (cf. Hch 10), y que toda la actividad evangelizadora de Pablo no tiene otro centro que la confesión apasionada del Señor Jesucristo (cf., por ejemplo Flp 3, 8; 1 Cor 2, 2). Y aunque en alguna ocasión pudieran discutir o tener un enfrentamiento (cf. Gal 2, 14), esto no elimina en modo alguno la profunda amistad de los principios que representan, que, separados el uno del otro, se debilitan y mueren. Si nos quedamos sólo con la roca, resulta una identidad cerrada sobre sí misma y estéril. Pero si afirmamos sólo una apertura universal sin contenidos concretos, nos disipamos en una formalidad vacía que nada ofrece en concreto, que se disuelve en meras poses de aceptación de todo, hasta comulgar con ruedas de molino.
Encontramos, pues, en esta celebración conjunta de Pedro y Pablo, una sabia pedagogía divina, que la Iglesia ya en sus primeros siglos comprendió con clarividencia, vinculando para siempre a estos dos grandes apóstoles, a los dos principios que representan al servicio de la única fe en Jesucristo. Y la prueba principal de la unión indisoluble y necesaria de estas dos columnas de la fe se encuentra en el testimonio martirial que los hermana. Los dos por igual, en la misma persecución y en la misma ciudad, aunque de modos distintos, entregaron su vida por la fe que confesaron y difundieron, culminando de esta manera una vida de entrega sufrida y total al único Señor y Salvador. Las dos primeras lecturas dan fe de esa entrega. En la primera lectura, tras el martirio de Santiago, Pedro se encuentra también en situación de extremo peligro. La orden que recibe del ángel: “levántate, ponte el cinturón, sígueme” nos recuerdan esas otras palabras que le dirige Jesús en el evangelio de Juan: “Cuando seas viejo otro te ceñirá y te llevará a dónde no quieres. Tú sígueme” (Jn 21, 18. 19). Se ve que Pedro ha alcanzado ya la madurez del discípulo dispuesto a seguir al Maestro a donde quiera que vaya. De modo similar, el texto de la carta a Timoteo ofrece una especie de resumen final de la vida de Pablo, en el que expresa una confianza total en Aquel por el que ha combatido su combate y ha corrido hasta la meta, sabiendo que, tras librarle de toda clase de peligros, le liberará del mal radical, como rezamos en el Padre nuestro, una liberación que atraviesa también el muro de la muerte, destruido por Cristo en el altar de la Cruz.
Para nosotros hoy, como para los cristianos de todos los tiempos, conmemorar juntos a Pedro y a Pablo tiene especial significación. Mirándolos a los dos podemos vencer la tentación (digámoslo así, cediendo a los clichés en circulación) “conservadora” de una fe numantina, a la defensiva, encerrada sobre sí misma que mira al mundo sólo con temor y desconfianza; y también la otra tentación “progresista” de un aperturismo sin criterio, que acepta todo lo que va apareciendo como nuevo, sin pasarlo por el crisol de la fe confesada y personalizada. Es necesario unir en la vivencia de nuestra fe los dos principios, la inspiración de los dos Apóstoles, apoyándonos por igual en las dos columnas: confesar a Cristo sin fisuras, y, desde esa fe, abrirnos a todos sin temor: capaces de acoger con amor a todos, pero también de anunciar con convicción y sin complejos que “no existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos alcanzar la salvación” (Hch 4, 12), que sólo Jesús es “el Mesías, el Hijo de Dios vivo”, que “Dios salva al hombre no por cumplir la ley sino por la fe en Jesucristo” (Gal 2, 15). Confesión y apertura, la roca y el fuego, que se ponen a prueba y se autentifican, como en Pedro y en Pablo, en la disposición a dar la vida por Aquel en el que hemos creído y del que nos hemos fiado (cf. 2 Tim 1, 12).
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