Queridos hermanos:
Sobre San José apenas tenemos información; los evangelistas no investigaron ni especularon sobre él. Quizá ni conozcamos con certeza su oficio: no es seguro que quien, en la sinagoga, opinaba que Jesús era “hijo del constructor” (Mt 13,55) estuviese pensando precisamente en José; y, a juzgar por las parábolas, Jesús entendía más de agricultura que de artesanía. Un apócrifo del siglo II supone que José era el anciano esposo de la joven María; pero no tiene garantía de fiabilidad. El dato de la ascendencia davídica de José es más consistente; sin ella difícilmente habrían aceptado los primeros judeocristianos la mesianidad de Jesús; pero debió de pertenecer a una rama muy colateral de la dinastía: los reyezuelos judíos de la época no le tuvieron por contrincante.
La grandeza de José radicas en que su casa fue la de Jesús. Hablar de José es hablar de la encarnación en cuanto hecho cultural y religioso. En el hogar de José y de María Jesús se hizo verdaderamente humano e israelita. José, además de ser mediación para la legitimidad mesiánico-davídica de Jesús, tuvo el honor de ponerle el nombre, de educarle, de enseñarle oraciones y transmitirle el tesoro de fe de Israel; seguramente le acompañó a la sinagoga y presidió cenas pascuales en las que Jesús participaba. Puso, sin captar quizá el alcance de su hacer, los cimientos de algo grandioso.
Ni José ni María estaban capacitados para poner en el mundo al Mesías e Hijo de Dios; pero fueron dóciles instrumentos de Dios mismo para ello (los filósofos clásicos hablarían de su “potentia oboedientialis”). En relación con lo que de su casa tenía que salir, eran tan estériles como Abrahán y Sara (Jesús supera toda capacidad generativa humana), pero, como los viejos patriarcas, cumplieron la encomienda y llegaron a ser padres de un gran pueblo, del Pueblo de Dios que tiene en Jesús un nuevo comienzo.
San Pablo admira el poder creador de Dios, a quien designa con una expresión original: “el que llama a la existencia lo que no existe”. Gracias a esa fecundidad divina, José y María fueron también muy fecundos, y lo fueron como Abrahán: mediante su fe-obediencia. El José de los evangelios de la infancia es siempre el receptivo-obediente; Dios dirige toda la escena, y José es un actor destacado de la misma. Según la narración que hoy leemos, a José, de entrada, le estremeció la presencia de lo divino, de la obra del espíritu de Dios, en su propia casa; Dios mismo tuvo que decirle: “no temas”; y así pudo seguir adelante. Fe, obediencia, generosidad… convirtieron al que quizá era un humilde agricultor de Galilea en el segundo padre del Hijo de Dios.
A veces podemos caer en la tentación de pensar que nuestra vida es estéril, que sin nosotros todo correría exactamente igual. José nos invita a pensar de otra forma, a ponernos en manos del Dios que de la nada saca maravillas.
Vuestro hermano
Severiano Blanco cmf
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