Hermanos carísimos, entre los placeres del cuerpo y los del alma hay esta diferencia: que los placeres corporales, cuando no se los tiene, avivan un gran deseo de ellos; pero cuando se los tiene y gustan con avidez, rápidamente producen fastidio por la hartura al que los saborea. Los gustos espirituales, al contrario, cuando no se los tiene, causan fastidio; mas cuando se los tiene, causan deseo, y tanto más los codicia quien los gusta cuanto más los saborea quien los goza. En aquéllos, el apetecerlos agrada, y el probarlos fastidia; éstos, apenas si se les apetece, pero, una vez probados, gustan más. En aquéllos, el apetito conduce a la hartura, y la hartura genera fastidio; pero en éstos, el apetecerlos sacia, y la saciedad causa mayor apetito. Porque los gustos espirituales, a la vez que sacian, aumentan el deseo en el alma, ya que, cuanto más se saborean, tanto más se conoce que merecen desearse con avidez; y por lo mismo, cuando no se tienen, no pueden desearse, porque se desconoce su sabor. ¿Quién puede querer lo que desconoce? Por eso nos amonesta el Salmista diciendo: “Gustad y ved cuán bueno es el Señor” (Ps 33, 9); como si claramente dijera: No conocéis su suavidad si no la gustáis; pero tocad tan sólo con el paladar del corazón este alimento de vida, para que, probándolo, podáis apetecer su dulzura.
Ahora bien, el hombre perdió estas delicias cuando pecó en el paraíso; se privó de ellas cuando cerró su boca a este alimento de eterna dulzura. De ahí que también nosotros, nacidos en la desgracia de esta peregrinación, venimos ya aquí con el gusto estragado, sin saber qué es lo que debemos apetecer; y tanto más crece la enfermedad de nuestro fastidio cuanto más se aleja el alma de comer esta dulzura; y por lo mismo que perdió la costumbre de gustarle durante tan largo tiempo, ya no apetece las delicias interiores...
Mas la divina Bondad no abandona a los que la abandonan, antes trae a nuestra alma el recuerdo de aquellas delicias despreciadas y nos las propone; prometiéndolas, sacude la pereza y, además, incita a que cumplamos el deber de rechazar nuestro fastidio, pues dice: “Un hombre dispuso una gran cena y convidó a muchos”.
(San Gregorio Magno comentando la parábola de los Invitados a las Bodas.)
Y esto lo lograremos aumentando nuestra oración, como nos lo dice la Reina de la Paz:
12-9-1983: "¡Orad! Cuando os doy este mensaje no os contentéis con sólo escucharlo. Aumentad la oración y ved lo felices que os hace...Todas las gracias están a vuestra disposición. Todo lo que tenéis que hacer es merecerlas. Para poder hacer eso, ¡orad!"
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