Juan va a recoger a la Madre.
110,30
del Viernes Santo de 1944 (7 4 44): hora que mi interno
consejero me señala como la hora en que Juan fue donde María.
Veo al predilecto, más pálido
aún que cuando estaba con Pedro en el patio de Caifás. Quizás
porque allí la luz del fuego proyectaba un cálido reflejo en su
cara. Ahora se le ve ajado, como por causa de una grave enfermedad, y
como exangüe. Su cara está tan intensamente pálida lívida
palidez , que emerge de la túnica malva como la de un ahogado.
Y tiene los ojos empañados. El pelo, mate; despeinado. La barba, que
ha asomado en esas horas, le pone un velo claro en las mejillas y el
mentón, y, siendo rubia clara, da a aquéllas un aspecto aún más
pálido. No queda en él nada del dulce y alegre Juan, como tampoco
del inquieto Juan que poco antes, con un acceso encendido de desdén
en el rostro, a duras penas se ha contenido de pegar a Judas.
Llama a la puerta de la casa y,
como si desde dentro alguien, temeroso de encontrarse otra vez a
Judas, preguntara que quién llama, responde: «Soy Juan». La puerta
se abre y él entra.
También él va inmediatamente
al cenáculo, sin responder a la dueña de la casa, que le ha
preguntado: «¿Pero qué está pasando en la ciudad?».
Se cierra
dentro y cae de rodillas contra el asiento en que estaba Jesús, y
llora llamándole con dolor. Besa el mantel en el lugar donde el
Maestro ha tenido unidas las manos. Acaricia el cáliz que ha estado
entre sus manos... Luego dice: «¡Oh, Dios Altísimo, ayúdame!
¡Ayúdame a decírselo a su Madre! ¡No tengo corazón para ello!...
Pero tengo que decírselo. ¡Tengo
que
decírselo yo,
porque
me he quedado solo!».
Se levanta y piensa. Toca
entonces el cáliz como para sacar fuerzas de ese objeto tocado por
el Maestro. Mira a su alrededor... Ve, todavía en el rincón donde
Jesús lo puso, el purificador que usó para secarse las manos
después del lavatorio, y el otro que se había puesto en la cintura.
Los coge, los dobla, los acaricia, los besa.
Sigue un momento titubeante en
medio de la vacía habitación. Dice: «¡Vamos!», pero no va hacia
la puerta, sino que vuelve a la mesa y toma el cáliz y el pan cuyo
extremo había partido Jesús para extraer el trozo que, untado, iba
a dar a Judas. Los besa y, junto con los dos purificadores, los toma
y los aprieta contra su corazón, como una reliquia. Repite:
«¡Vamos!» y suspira. Se acerca a la escalerita. Sube por ella,
encorvado, con paso reluctante y moroso. Abre, sale.
2«Juan,
¿has venido?». María aparece de nuevo en la puerta de su
habitación, apoyándose en la jamba, como quien no tiene fuerzas de
mantenerse en pie.
Juan levanta la cabeza y la
mira. Abre la boca queriendo hablar, pero no lo consigue: dos
lagrimones descienden rodando por sus mejillas. Agacha la cabeza, con
un sentido de vergüenza por su debilidad.
«Ven aquí,
Juan. No llores. Tú
no debes llorar. Tú
le has querido siempre y siempre le has hecho feliz. Que ello te
sirva de consuelo».
Estas palabras quitan todo freno
al llanto de Juan, que ahora es tan alto y ruidoso que hace que se
asomen la dueña de la casa, María Magdalena, la mujer de Zebedeo y
las otras...
«Ven conmigo, Juan». María se
separa de la jamba y toma de una muñeca al discípulo y tira de él
hacia la habitación, como si fuera un niño; luego cierra la puerta
despacio, para aislarse con él.
Juan no reacciona. Pero al
sentir en su cabeza el contacto de la mano trémula de María, cae de
rodillas, deposita en el suelo los objetos que llevaba apretados
contra su corazón, y, rostro en tierra, teniendo un borde de la
túnica de María apretado contra su convulso rostro, dice entre
sollozos: «¡Perdón! ¡Perdón! ¡Madre, perdón!».
María, en pie, acongojada, con
una mano en el pecho y el otro brazo pendiendo relajado, con una voz
llena de aflicción, dice: «¿Qué es lo que debería perdonarte,
¡pobre hijito mío!? ¿Qué? ¡A ti?».
Juan levanta la cara,
mostrándola como es, sin huella alguna de orgullo masculino: una
cara de un pobre niño que llora, y grita: «¡El haberle abandonado!
¡El haber huido! ¡No haberle defendido! ¡Oh, Maestro mío!
¡Maestro, perdón! ¡Hubiera debido morir, antes que dejarte!
¡Madre! ¡Madre, ¿quién me quitará algún día este
remordimiento?!».
«Paz, Juan. Él te perdona. Ya
te ha perdonado. Nunca ha tenido en cuenta este momento tuyo de
desconcierto. Te quiere». María habla intercalando pausas entre las
breves frases, como en un momento de jadeo, mientras tiene una mano
puesta en su pobre corazón, que late fuerte de angustia, y la otra
sobre la cabeza de Juan.
«Pero yo no le he sabido
comprender ni siquiera ayer por la noche... y me dormí mientras Él
nos pedía el consuelo de velar. ¡Dejé solo a mi Jesús! Y luego
salí corriendo cuando vino ese maldito con esa gentuza...».
«Juan, no
maldigas. No odies, Juan. Deja al Padre ese juicio. 3Escucha:
¿Dónde está Él ahora?».
Juan vuelve a caer rostro en
tierra, y llora más fuerte.
«Responde, Juan. ¿Dónde está
mi Hijo?».
«Madre... yo... Madre, le...
Madre...».
«Le han condenado, lo sé. Lo
que te pregunto es que dónde está en este momento».
«He hecho todo lo posible
porque me viera... He tratado de recurrir a alguien influyente para
obtener piedad, para que... para que le hicieran sufrir menos. No le
han hecho mucho daño...».
«No mientas,
Juan. Ni siquiera por compasión hacia una madre. No lo conseguirías.
Y sería inútil. Yo
sé.
Desde ayer noche le he seguido en su dolor. Tú no lo ves, pero mi
carne está magullada por los mismos azotes que Él ha recibido, y en
mi frente están las espinas; he sentido los golpes... todo. Pero
ahora... ya no veo. ¡Ahora ignoro dónde está mi Hijo, mi Hijo
condenado a la cruz!... ¡A la cruz!... ¡A la cruz!... ¡Oh, Dios,
dame fuerzas! Él tiene
que
verme. No
debo sentir
mi
dolor mientras Él esté sintiendo el suyo. Después, cuando todo
haya terminado, déjame morir, ¡oh Dios!, si Tú lo quieres. Ahora,
no. Por Él, porque me vea. Vamos, Juan. 4¿Dónde
está Jesús?».
«Está saliendo de la casa de
Pilato. Ese clamor es la turba que grita en torno a Él, atado, en
los escalones del Pretorio, esperando la cruz o ya caminando hacia el
Gólgota».
«Avisa a tu madre, Juan, y a
las otras mujeres. Vamos. Recoge ese cáliz, ese pan, esos paños...
Mételos aquí. Nos servirán de consuelo... más adelante... Vamos».
Juan recoge los objetos que
estaban en el suelo y sale para llamar a las mujeres. María le
espera, pasando por su cara esos paños, como buscando en ellos la
caricia de la mano de su Hijo, y besa el cáliz y el pan, y pone todo
encima de un vasar. Se envuelve estrechamente en su manto, y se cubre
con él hasta los ojos, por encima del velo que le envuelve la cabeza
y el cuello. No llora, pero sí tiembla. Y jadea tanto, con la boca
abierta, que parece faltarle el aire.
Juan entra de nuevo, seguido por
las mujeres, que lloran.
«¡Hijas! ¡Callad! ¡Ayudadme
a no llorar! Vamos». Y se apoya en Juan, que la guía y la sostiene
como si se tratara de una ciega.
La visión cesa así. Son las
12,30 de ahora, o sea, las 11,30 de la hora solar.
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