Hemos pensado que puede ser bueno para todos recordar este significado, de forma que cada vez que digamos “amén”, pronunciemos esta palabra con plena conciencia de todo lo que estamos diciéndole al Señor de modo concentrado.
Nos lo explica nuestro querido Papa Emérito Benedicto XVI:
“La oración cristiana es un verdadero encuentro personal con Dios Padre, en Cristo, mediante el Espíritu Santo. En este encuentro, entran en diálogo el «sí» fiel de Dios y el «amén» confiado de los creyentes.
En la oración constante, diaria, podemos sentir concretamente el consuelo que proviene de Dios. Y esto refuerza nuestra fe, porque nos hace experimentar de modo concreto el «sí» de Dios al hombre, a nosotros, a mí, en Cristo; hace sentir la fidelidad de su amor, que llega hasta el don de su Hijo en la cruz.
San Pablo afirma: «El Hijo de Dios, Jesucristo… no fue “sí” y “no”, sino que en Él sólo hubo “sí”. Pues todas las promesas de Dios han alcanzado su “sí” en Él. Así, por medio de Él, decimos nuestro “amén” a Dios, para gloria suya a través de nosotros» (2 Co 1, 19-20).
El «sí» de Dios es un sencillo y seguro «sí». Y a este «sí» nosotros correspondemos con nuestro «sí», con nuestro «amén», y así estamos seguros en el «sí» de Dios. Toda la historia de la salvación es un progresivo revelarse de esta fidelidad de Dios, a pesar de nuestras infidelidades y nuestras negaciones, con la certeza de que «los dones y la llamada de Dios son irrevocables».
Queridos hermanos y hermanas, el modo de actuar de Dios —muy distinto del nuestro— nos da consuelo, fuerza y esperanza porque Dios no retira su «sí». Dios nunca se cansa de nosotros, nunca se cansa de tener paciencia con nosotros, y con su inmensa misericordia siempre nos precede, sale Él primero a nuestro encuentro; su «sí» es completamente fiable. En la cruz nos revela la medida de su amor, que no calcula y no tiene medida.
En el «sí» fiel de Dios se injerta el «amén» de la Iglesia que resuena en todas las acciones de la liturgia: «amén» es la respuesta de la fe con la que concluye siempre nuestra oración personal y comunitaria, y que expresa nuestro «sí» a la iniciativa de Dios.
A menudo respondemos de forma rutinaria con nuestro «amén» en la oración, sin fijarnos en su significado profundo. Este término deriva de ’aman’ que en hebreo y en arameo significa «hacer estable», «consolidar» y, en consecuencia, «estar seguro», «decir la verdad».
Si miramos la Sagrada Escritura, vemos que este «amén» se dice al final de los Salmos de bendición y de alabanza, como por ejemplo en el Salmo 41: «A mí, en cambio, me conservas la salud, me mantienes siempre en tu presencia. Bendito el Señor, Dios de Israel, desde siempre y por siempre. Amén, amén» (vv. 13-14).
O expresa adhesión a Dios, en el momento en que el pueblo de Israel regresa lleno de alegría del destierro de Babilonia y dice su «sí», su «amén» a Dios y a su Ley. En el Libro de Nehemías se narra que, después de este regreso, «Esdras abrió el libro (de la Ley) en presencia de todo el pueblo, de modo que toda la multitud podía verlo; al abrirlo, el pueblo entero se puso de pie. Esdras bendijo al Señor, el Dios grande, y todo el pueblo respondió con las manos levantadas: “Amén, amén”» (Ne 8, 5-6).
Por lo tanto, desde los inicios el «amén» de la liturgia judía se convirtió en el «amén» de las primeras comunidades cristianas. Y el libro de la liturgia cristiana por excelencia, el Apocalipsis de san Juan, comienza con el «amén» de la Iglesia: «Al que nos ama y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre, y nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (Ap 1, 5b-6). Y el mismo libro se concluye con la invocación «Amén, ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22, 20).
Queridos amigos, la oración es el encuentro con una Persona viva que podemos escuchar y con la que podemos dialogar; es el encuentro con Dios, que renueva su fidelidad inquebrantable, su «sí», a cada uno de nosotros, para darnos su consuelo en medio de las tempestades de la vida y hacernos vivir, unidos a Él, una existencia llena de alegría y de bien, que llegará a su plenitud en la vida eterna.
En nuestra oración estamos llamados a decir «sí» a Dios, a responder con este «amén» de la adhesión, de la fidelidad a Él a lo largo de toda nuestra vida. Esta fidelidad nunca la podemos conquistar con nuestras fuerzas; no es únicamente fruto de nuestro esfuerzo diario; proviene de Dios y está fundada en el «sí» de Cristo, que afirma: mi alimento es hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34).
Debemos entrar en este «sí», entrar en este «sí» de Cristo, en la adhesión a la voluntad de Dios, para llegar a afirmar con san Pablo que ya no vivimos nosotros, sino que es Cristo mismo quien vive en nosotros. Así, el «amén» de nuestra oración personal y comunitaria envolverá y transformará toda nuestra vida, una vida de consolación de Dios, una vida inmersa en el Amor eterno e inquebrantable”.
Benedicto XVI, catequesis de la audiencia del 30 de mayo de 2012
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