609.
La crucifixión, la muerte y el descendimiento.
27 de marzo de 1945.
1Cuatro
hombres fornidos, que por su aspecto me parecen judíos, y judíos
más merecedores de la cruz que los condenados, ciertamente de la
misma calaña de los flageladores, y que estaban en un sendero,
saltan al lugar del suplicio. Van vestidos con túnicas cortas y sin
mangas. Tienen en sus manos clavos, martillos y cuerdas. Y muestran
burlonamente estas cosas a los tres condenados. La muchedumbre se
excita envuelta en un delirio cruel.
El centurión ofrece a Jesús el
ánfora, para que beba la mixtura anestésica del vino mirrado. Pero
Jesús la rechaza. Los dos ladrones, por el contrario, beben mucha.
Luego, junto a una piedra grande, casi en el borde de la cima, ponen
esta ánfora de amplia boca de forma de tronco de cono invertido.
2Se
da a los condenados la orden de desnudarse. Los dos ladrones lo hacen
sin pudor alguno. Es más, se divierten haciendo gestos obscenos
hacia la muchedumbre, y especialmente hacia el grupo sacerdotal, todo
blanco con sus túnicas de lino, grupo que, a la chita callando y
haciendo uso de su condición, ha vuelto al rellano. A los sacerdotes
se han unido dos o tres fariseos y otros prepotentes personajes a
quienes el odio hace amigos entre sí. Y veo a personas ya conocidas,
como el fariseo Jocanán a Ismael, el escriba Sadoq, Elí de
Cafarnaúm...
Los verdugos ofrecen tres
trapajos a los condenados para que se los aten a la ingle. Los
ladrones los agarran mientras profieren blasfemias aún más
horrendas. Jesús, que se está desvistiendo lentamente por el agudo
dolor de las heridas, lo rehúsa. Quizás cree que conservará el
calzón corto que pudo tener durante la flagelación. Pero, cuando le
dicen que también se lo quite, tiende la mano para mendigar el
trapajo de los verdugos para cubrir su desnudez: verdaderamente es el
Anonadado, hasta el punto de tener que pedir un trapajo a unos
delincuentes.
Pero María se ha percatado y se
ha quitado el largo y sutil lienzo blanco que le cubre la cabeza por
debajo del manto obscuro; un velo en el que Ella ha derramado ya
mucho llanto. Se lo quita sin dejar caer el manto. Se lo pasa a Juan
para que se lo dé a Longino para su Hijo. El centurión toma el velo
sin poner dificultades, y cuando ve que Jesús está para desnudarse
del todo, vuelto no hacia la muchedumbre sino hacia la parte vacía
de gente mostrando así su espalda surcada de moraduras y
ampollas, sangrante por heridas abiertas o a través de obscuras
costras , le ofrece el velo materno de lino. Jesús lo reconoce
y se lo enrolla en varias veces en torno a la pelvis, asegurándoselo
bien para que no se caiga... Y en el lienzo hasta ese momento
mojado sólo de llanto caen las primeras gotas de sangre,
porque muchas de las heridas, mínimamente cubiertas de coágulo, al
agacharse para quitarse las sandalias y dejar en el suelo la ropa, se
han abierto y la sangre de nuevo mana.
3Ahora
Jesús se vuelve hacia la muchedumbre. Y se ve así que también el
pecho, los brazos, las piernas, están llenos de golpes de los
azotes. A la altura del hígado hay un enorme cardenal. Bajo el arco
costal izquierdo hay siete nítidas estrías en relieve, terminadas
en siete pequeñas laceraciones sangrantes rodeadas de un círculo
violáceo... un golpe fiero de flagelo en esa zona tan sensible del
diafragma. Las rodillas, magulladas por las repetidas caídas que ya
empezaron inmediatamente después de la captura y que terminaron en
el Calvario, están negras por los hematomas, y abiertas por la
rótula, especialmente la derecha, con una vasta laceración
sangrante.
La muchedumbre le escarnece*
como en coro: «¡Qué hermoso! ¡El más hermoso de los hijos de los
hombres! Las hijas de Jerusalén lo adoran...». Y empiezan a cantar,
con tono de salmo: «Cándido y rubicundo es mi dilecto, se distingue
entre millares. Su cabeza es oro puro; sus cabellos, racimos de
palmera, sedeños como pluma de cuervo. Sus ojos son como dos palomas
chapoteando en arroyos de leche, que no de agua, en la leche de sus
órbitas. Sus mejillas son aromáticos cuadros de jardín; sus
labios, purpúreos lirios que rezuman preciosa mirra. Sus manos
torneadas como trabajo de orfebre, terminadas en róseos jacintos. Su
tronco es marfil veteado de zafiros. Sus piernas, perfectas columnas
de cándido mármol con bases de oro. Su majestuosidad es como la del
Líbano; su solemnidad, mayor que la del alto cedro. Su lengua está
empapada de dulzura. Toda una delicia es él»; y se ríen, y también
gritan: «¡El leproso! ¡El leproso! ¿Será que has fornicado con
un ídolo, si Dios lo ha castigado de este modo? ¿Has murmurado
contra los santos de Israel, como María de Moisés, pues que has
recibido este castigo? ¡Oh! ¡Oh! ¡El Perfecto! ¿Eres el Hijo de
Dios? ¡Qué va! ¡Lo que eres es el aborto de Satanás! Al menos él,
Mammona, es poderoso y fuerte. Tú... eres un andrajo impotente y
asqueroso».
4Atan
a las cruces a los ladrones y se los coloca en sus sitios, uno a la
derecha, uno a la izquierda, así: 1
+ 1
respecto
al sitio destinado para Jesús. Gritan, imprecan, maldicen; y,
especialmente cuando meten las cruces en el agujero y los descoyuntan
y las cuerdas magullan sus muñecas, sus maldiciones contra Dios,
contra la Ley, contra los romanos, contra los judíos, son
infernales.
Es ahora el turno de Jesús. Él
se extiende mansamente sobre el madero. Los dos ladrones se revelaban
tanto, que, no siendo suficientes los cuatro verdugos, habían tenido
que intervenir soldados para sujetarlos, para que no apartaran con
patadas a los verdugos que los ataban por las muñecas. Pero para
Jesús no hay necesidad de ayuda. Se extiende y pone la cabeza donde
le dicen que la ponga. Abre los brazos como le dicen que los abra.
Estira las piernas como le ordenan que lo haga. Sólo se ha
preocupado de colocarse bien su velo. Ahora su largo cuerpo, esbelto
y blanco, resalta sobre el madero obscuro y el suelo amarillo.
5Dos
verdugos se sientan encima de su pecho para sujetarle. Y pienso en
qué opresión y dolor debió sentir bajo ese peso. Un tercer verdugo
le toma el brazo derecho y lo sujeta: con una mano en la primera
parte del antebrazo; con la otra, en el extremo de los dedos. El
cuarto, que tiene ya en su mano el largo clavo de punta
______________________
*
le escarnece, con
citas de:
Salmo
45, 3; Cantar de los cantares 5, 10 16; y alusiones
a:
Números
12; Deuteronomio 24, 9.
afilada y cuerpo cuadrangular
que termina en una superficie redonda y plana del diámetro de diez
céntimos de los tiempos pasados, mira si el agujero ya practicado en
la madera coincide con la juntura del radio y el cúbito en la
muñeca. Coincide. El verdugo pone la punta del clavo en la muñeca,
alza el martillo y da el primer golpe.
Jesús, que tenía los ojos
cerrados, al sentir el agudo dolor grita y se contrae, y abre al
máximo los ojos, que nadan entre lágrimas. Debe sentir un dolor
atroz... el clavo penetra rompiendo músculos, venas, nervios,
penetra quebrantando huesos...
María responde, con un gemido
que casi lo es de cordero degollado, al grito de su Criatura
torturada; y se pliega, como quebrantada Ella, sujetándose la cabeza
entre las manos. Jesús, para no torturarla, ya no grita. Pero siguen
los golpes, metódicos, ásperos, de hierro contra hierro... y uno
piensa que, debajo, es un miembro vivo el que los recibe.
La mano derecha ya está
clavada. Se pasa a la izquierda. El agujero no coincide con el carpo.
Entonces agarran una cuerda, atan la muñeca izquierda y tiran hasta
dislocar la juntura, hasta arrancar tendones y músculos, además de
lacerar la piel ya serrada por las cuerdas de la captura. También la
otra mano debe sufrir porque está estirada por reflejo y en torno a
su clavo se va agrandando el agujero. Ahora a duras penas se llega al
principio del metacarpo, junto a la muñeca. Se resignan y clavan
donde pueden, o sea, entre el pulgar y los otros dedos, justo en el
centro del metacarpo. Aquí el clavo entra más fácilmente, pero con
mayor espasmo porque debe cortar nervios importantes (tanto que los
dedos se quedan inertes, mientras los de la derecha experimentan
contracciones y temblores que ponen de manifiesto su vitalidad). Pero
Jesús ya no grita, sólo emite un ronco quejido tras sus labios
fuertemente cerrados, y lágrimas de dolor caen al suelo después de
haber caído en la madera.
6Ahora
les toca a los pies. A unos dos metros un poco más del
extremo de la cruz hay un pequeño saliente cuneiforme, escasamente
suficiente para un pie. Acercan a él los pies para ver si va bien la
medida. Y, dado que está un poco bajo y los pies llegan mal,
estirajan por los tobillos al pobre Mártir. Así, la madera áspera
de la cruz raspa las heridas y menea la corona, de forma que ésta se
descoloca, arrancando otra vez cabellos, y puede caerse; un verdugo,
con mano violenta, vuelve a incrustársela en la cabeza...
Ahora los que estaban sentados
en el pecho de Jesús se alzan para ponerse sobre las rodillas, dado
que Jesús hace un movimiento involuntario de retirar las piernas al
ver brillar al sol el larguísimo clavo, el doble de largo y de ancho
de los que han sido usados para las manos. Y cargan su peso sobre las
rodillas excoriadas, y hacen presión sobre las pobres tibias
contusas, mientras los otros dos llevan a cabo la operación, mucho
más difícil, de enclavar un pie sobre el otro, tratando de hacer
coincidir las dos junturas de los tarsos.
A pesar de que miren bien y
tengan bien sujetos los pies, por los tobillos y los dedos, contra el
apoyo cuneiforme, el pie de abajo se corre por la vibración
del
clavo, y tienen que desclavarle
casi*, porque después de haber entrado en las partes blandas, el
clavo, que ya había perforado el pie derecho y sobresalía, tiene
que ser centrado un poco más. Y golpean, golpean, golpean... Sólo
se oye el atroz ruido del martillo contra la cabeza del clavo, porque
todo el Calvario es sólo ojos atentísimos y oídos aguzados, para
percibir la acción y el ruido, y gozarse en ello...
Acompaña al sonido áspero del
hierro un lamento quedo de paloma: el ronco gemido de María, quien
cada vez se pliega más, a cada golpe, como si el martillo la hiriera
a Ella, la Madre Mártir. Y es comprensible que parezca próxima a
sucumbir por esa tortura: la crucifixión es terrible: como la
flagelación en cuanto al dolor, pero más atroz de presenciar,
porque se ve desaparecer el clavo dentro de las carnes vivas; sin
embargo, es más breve que la flagelación, que agota por su
duración.
Para
mí, la agonía del Huerto, la flagelación y la crucifixión son los
momentos más atroces. Me revelan toda la tortura de Cristo. La
muerte me resulta consoladora, porque digo: «¡Se acabó!». Pero
éstas no son el final,
son el comienzo
de nuevos sufrimientos.
7Ahora
arrastran la cruz hasta el agujero. La cruz rebota sobre el suelo
desnivelado y zarandea al pobre Crucificado. Izan la cruz, que dos
veces se va de las manos de los que la levantan (una vez, de plano;
la otra, golpeando el brazo derecho de la cruz) y ello procura un
acerbo tormento a Jesús, porque la sacudida que recibe remueve las
extremidades heridas.
Y cuando, luego, dejan caer la
cruz en su agujero oscilando además ésta en todas las
direcciones antes de quedar asegurada con piedras y tierra, e
imprimiendo continuos cambios de posición al pobre Cuerpo,
suspendido de tres clavos , el sufrimiento debe ser atroz. Todo
el peso del cuerpo se echa hacia delante y cae hacia abajo, y los
agujeros se ensanchan, especialmente el de la mano izquierda; y se
ensancha el agujero practicado en los pies. La sangre brota con más
fuerza. La de los pies gotea por los dedos y cae al suelo, o
desciende por el madero de la cruz; la de las manos recorre los
antebrazos, porque las muñecas están más altas que las axilas,
debido a la postura; y surca también las costillas bajando desde las
axilas hacia la cintura. La corona, cuando la cruz se cimbrea antes
de ser fijada, se mueve, porque la cabeza se echa bruscamente hacia
atrás, de manera que hinca en la nuca el grueso nudo de espinas en
que termina la punzante corona, y luego vuelve a acoplarse en la
frente y araña, araña sin piedad.
Por fin, la cruz ha quedado
asegurada y no hay otros tormentos aparte del de estar colgado.
Levantan también a los ladrones, los cuales, puestos ya
verticalmente, gritan como si los estuvieran desollando vivos, por la
tortura de las cuerdas, que van serrando las muñecas y hacen que las
manos se pongan negras, con las venas hinchadas como cuerdas.
Jesús calla. La muchedumbre ya
no calla; antes bien, reanuda su vocerío infernal.
______________________
*
desclavarle casi. MV,
en
una copia mecanografiada, lo corrige así: desclavar
invirtiendo la posición, o sea, poniendo debajo el pie derecho y
encima el izquierdo.
Ahora la cima del Gólgota tiene
su trofeo y su guardia de honor. En el extremo más alto (lado A), la
cruz de Jesús; en los lados B y C, las otras dos. Media centuria de
soldados con las armas al pie rodeando la cima. Dentro de este
círculo de soldados, los diez desmontados del caballo jugándose a
los dados los vestidos de los condenados. En pie, erguido, entre las
cruz de Jesús y la de la derecha, Longino, que parece montar guardia
de honor al Rey Mártir. La otra media centuria, descansando, está a
las órdenes del ayudante de Longino, en el sendero de la izquierda y
en el rellano más bajo, a la espera de ser utilizados si hubiera
necesidad de hacerlo. Los soldados muestran una casi total
indiferencia; sólo alguno, de vez en cuando, alza la cabeza hacia
los crucificados.
8Longino,
sin embargo, observa todo con curiosidad e interés; compara y
mentalmente juzga: compara a los crucificados especialmente a
Cristo con los espectadores. Su mirada penetrante no se pierde
ni un detalle, y para ver mejor se hace visera con la mano porque el
Sol debe molestarle.
Es, efectivamente, un Sol
extraño; de un amarillo rojo de llama. Y luego esta llama
parece apagarse de golpe por un nubarrón de pez que aparece tras las
cadenas montañosas judías y que corre veloz por el cielo para
desaparecer detrás de otros montes. Y cuando el Sol vuelve a
aparecer es tan intenso, que a duras penas lo soportan los ojos.
Mirando, ve a María, justo al
pie del escalón del terreno, alzado hacia su Hijo el rostro
atormentado. Llama a uno de los soldados que están jugando a los
dados y le dice: «Si la Madre quiere subir con el hijo que la
acompaña, que venga. Escóltala y ayúdala».
Y María con Juan tomado
por hijo sube por los escalones incididos en la roca tobosa -
creo y traspasa el cordón de los soldados para ir al pie de
la cruz, aunque un poco separada, para ser vista por su Jesús y
verlo a su vez.
La turba, en seguida, le propina
los más oprobiosos insultos, uniéndola a su Hijo en las blasfemias.
Pero Ella, con los labios temblorosos y blanquecidos, sólo busca
consolarle con una sonrisa acongojada en que se enjugan las lágrimas
que ninguna fuerza de voluntad logra retener en los ojos.
9La
gente, empezando por los sacerdotes, escribas, fariseos, saduceos,
herodianos y otros como ellos, se procura la diversión de hacer como
un carrusel: subiendo por el camino empinado, orillando el escalón
final y bajando por el otro sendero, o viceversa; y, al pasar al pie
de la cima, por el rellano inferior, no dejan de ofrecer sus palabras
blasfemas como don para el Moribundo. Toda la infamia, la crueldad,
el odio, la vesania de que, con la lengua, son capaces los hombres
quedan ampliamente testificadas por estas bocas infernales. Los que
más se ensañan son los miembros del Templo, con la ayuda de los
fariseos.
«¿Y entonces? Tú, Salvador
del género humano, ¿por qué no te salvas? ¿Te ha abandonado tu
rey Belcebú? ¿Ha renegado de ti?» gritan tres sacerdotes.
Y una manada de judíos: «Tú,
que hace no más de cinco días, con la ayuda del Demonio, hacías
decir al Padre... ¡ja! ¡ja! ¡ja!... que te iba a glorificar, ¿cómo
es que no le recuerdas que mantenga su promesa?».
Y tres fariseos: «¡Blasfemo!
¡Ha salvado a los otros, decía, con la ayuda de Dios! ¡Y no logra
salvarse a sí mismo! ¿Quieres que la gente te crea? ¡Pues haz el
milagro! ¿Ya no puedes, eh? Ahora tienes las manos clavadas y estás
desnudo».
Y saduceos y herodianos a los
soldados: «¡Cuidado con el hechizo, vosotros que os habéis quedado
sus vestidos! ¡Lleva dentro el signo infernal!».
Una muchedumbre, en coro: «Baja
de la cruz y creeremos en ti. Tú, que destruyes el Templo...
¡Loco!... Mira, allí está el glorioso y santo Templo de Israel.
¡Es intocable, profanador! Y Tú estás muriendo».
Otros sacerdotes: «¡Blasfemo!
¿Hijo de Dios, Tú? ¡Pues baja de ahí entonces! Fulmínanos, si
eres Dios. Te escupimos, porque no te tenemos miedo».
Otros que pasan y menean la
cabeza: «Sólo sabe llorar. ¡Sálvate, si es verdad que eres el
Elegido!».
Los soldados: «¡Eso, sálvate!
¡Y reduce a cenizas a la cochambre de la cochambre! Que sois la
cochambre del imperio, judíos canallas. ¡Hazlo! ¡Roma te
introducirá en el Capitolio y te adorará como a un numen!».
Los sacerdotes con sus
cómplices: «Eran más dulces los brazos de las mujeres que los de
la cruz, ¿verdad? Pero, mira: están ya preparadas para recibirte
estas aquí dicen un término infame tuyas. Tienes a
todo Jerusalén para hacerte de prónuba». Y silban como carreteros.
Otros, lanzando piedras:
«Convierte éstas en pan, Tú, multiplicador de panes».
Otros, mimando los hosannas del
domingo de ramos, lanzan ramas y gritan: «¡Maldito el que viene en
nombre del Demonio! ¡Maldito su reino! ¡Gloria a Sión, que le
segrega de entre los vivos!».
Un fariseo se coloca frente a la
cruz y muestra el puño con el índice y el menique alzados y dice:
«¿"Te entrego al Dios del Sinaí", dijiste*? Ahora el
Dios del Sinaí te prepara para el fuego eterno. ¿Por qué no llamas
a Jonás para que te devuelva aquel buen servicio?».
Otro: «No estropees la cruz con
los golpes de tu cabeza. Tiene que servir para tus seguidores. Toda
una legión de seguidores tuyos morirá en tu madero, te lo juro por
Yeohveh. Y al primero que voy a crucificar va a ser a Lázaro.
Veremos si esta vez le resucitas».
«¡Sí! ¡Sí! Vamos a casa de
Lázaro. Clavémosle por el otro lado de la cruz» y, como
papagallos, remedan el modo lento de hablar de Jesús diciendo:
«¡Lázaro, amigo mío, sal afuera! Desatadle y dejadle andar».
«¡No! Decía a Marta y a
María, sus hembras: "Yo soy la Resurrección y la Vida".
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡La Resurrección no sabe repeler la muerte, y la
Vida muere!».
_______________________
*
dijiste,
en 109.12, repetido en 126.10.
10«Ahí
están María y Marta. Vamos a preguntarles dónde está Lázaro y
vamos a buscarle». Y se acercan, hacia las mujeres. Preguntan
arrogantemente: «¿Dónde está Lázaro? ¿En el palacio?».
Y María Magdalena, mientras las
otras mujeres, aterrorizadas, se refugian detrás de los pastores, se
adelanta, hallando en su dolor la antigua altivez de los tiempos de
pecado, y dice: «Id. Encontraréis ya en el palacio a los soldados
de Roma y a quinientos hombres de mis tierras armados, y os castrarán
como a viejos cabros destinados para comida de los esclavos de los
molinos».
«¡Descarada! ¿Así hablas a
los sacerdotes?».
«¡Sacrílegos! ¡Infames!
¡Malditos! ¡Volveos! Detrás de vosotros tenéis, yo las veo, las
lenguas de las llamas infernales».
Tan segura es la afirmación de
María, que esos cobardes se vuelven, verdaderamente aterrorizados;
y, si no tienen las llamas detrás, sí tienen en los lomos las bien
afiladas lanzas romanas. Porque Longino ha dado una orden y la media
centuria que estaba descansando ha entrado en acción y pincha en las
nalgas a los primeros que encuentra. Éstos huyen gritando y la media
centuria se queda cerrando los accesos de los dos senderos y haciendo
de baluarte a la explanada. Los judíos imprecan, pero Roma es la más
fuerte.
La Magdalena se cubre de nuevo
con su velo se lo había levantado para hablar a los
insultadores y vuelve a su sitio. Las otras vuelven donde
ella.
11Pero
el ladrón de la izquierda sigue diciendo insultos desde su cruz.
Parece como si en él se condensaran todas las blasfemias de los
otros, y las va soltando todas, para terminar: «Sálvate y sálvanos,
si quieres que se te crea. ¿El Cristo Tú? ¡Un loco es lo que eres!
El mundo es de los astutos y Dios no existe. Yo existo, esto es
verdad, y para mí todo es lícito. ¿Dios?... ¡Una patraña!
¡Creada para tenernos quietecitos! ¡Viva nuestro yo! ¡Sólo él es
rey y dios!».
El otro ladrón, que está a la
derecha y tiene casi a sus pies a María y que mira a Ella casi más
que a Cristo, y que desde hace algunos momentos llora susurrando: «La
madre», dice: «¡Calla! ¿No temes a Dios ni siquiera ahora que
sufres esta pena? ¿Por qué insultas a uno bueno? Está sufriendo un
suplicio aún mayor que el nuestro. Y no ha hecho nada malo».
Pero el ladrón continúa sus
imprecaciones.
12Jesús
calla. Jadeante por el esfuerzo de la postura, por la fiebre, por el
estado cardiaco y respiratorio, consecuencia de la flagelación
sufrida en forma tan violenta, y también consecuencia de la angustia
profunda que le había hecho sudar sangre, busca un alivio aligerando
el peso que carga sobre los pies suspendiéndose de las manos y
haciendo fuerza con los brazos. Quizás lo hace también para vencer
un poco el calambre que ya atormenta los pies y que es manifiesto por
el temblor muscular. Pero las fibras de los brazos forzados en
esa postura y seguramente helados en sus extremos, porque están
situados más arriba y exangües (la sangre a duras penas llega a las
muñecas, para rezumar por los agujeros de los clavos, dejando así
sin circulación a los dedos) tienen el mismo temblor.
Especialmente los dedos de la izquierda están ya cadavéricos y sin
movimiento, doblados hacia la palma. También los dedos de los pies
expresan su tormento; sobre todo, los pulgares, quizás porque su
nervio está menos lesionado: se alzan, bajan, se separan.
Y el tronco revela todo su
sufrimiento con su movimiento, que es veloz pero no profundo, y
fatiga sin dar descanso. Las costillas, de por sí muy amplias y
altas, porque la estructura de este Cuerpo es perfecta, están ahora
desmedidamente dilatadas por la postura que ha tomado el cuerpo y por
el edema pulmonar que ciertamente se ha formado dentro. Y, no
obstante, no son capaces de aligerar el esfuerzo respiratorio; tanto
es así, que todo el abdomen ayuda con su movimiento al diafragma,
que se va paralizando cada vez más.
Y la congestión y la asfixia
aumentan a cada minuto que pasa, como así lo indican el colorido
cianótico que orla los labios, de un rojo encendido por la fiebre, y
las estrías de un rojo violáceo que pincelan el cuello a lo largo
de las yugulares túrgidas, y se ensanchan hasta las mejillas, hacia
las orejas y las sienes, mientras que la nariz aparece afilada y
exangüe y los ojos se hunden en un círculo que, donde no hay sangre
goteada de la corona, aparece lívido.
Debajo del arco costal izquierdo
se ve la onda irregular pero violenta propagada desde la
punta cardiaca, y de vez en cuando, por una convulsión interna, se
produce un estremecimiento profundo del diafragma, que se manifiesta
en una distensión total de la piel en la medida en que puede
estirarse en ese pobre Cuerpo herido y moribundo.
La Faz tiene ya el aspecto que
vemos en las fotografías de la Síndone, con la nariz desviada e
hinchada por una parte; y también el hecho de tener el ojo derecho
casi cerrado, por la hinchazón que hay en ese lado, aumenta el
parecido. La boca, por el contrario, está abierta, y reducida ya a
una costra su herida del labio superior.
La sed, producida por la pérdida
de sangre, por la fiebre y el sol, debe ser intensa; tanto es así
que Él, con una reacción espontánea, bebe las gotas de su sudor y
de su llanto, y también las de sangre que bajan desde la frente
hasta el bigote, y se moja con estas gotas la lengua...
La corona de espinas le impide
apoyarse al mástil de la cruz para ayudarse a estar suspendido de
los brazos y aligerar así los pies. La zona lumbar y toda la espina
dorsal se arquean hacia afuera, quedando Jesús separado del mástil
de la cruz del íleon hacia arriba, por la fuerza de inercia que hace
pender hacia adelante un cuerpo suspendido, como estaba el suyo.
13Los
judíos,
rechazados hasta fuera de la explanada, no dejan de insultar, y el
ladrón impenitente hace eco.
El otro, que mira con piedad
cada vez mayor a la Madre, y que llora, le reprende ásperamente
cuando oye que en el insulto está incluida también Ella. «Cállate.
Recuerda que naciste de una mujer. Y piensa que las nuestras han
llorado por causa de los hijos. Y han sido lágrimas de vergüenza...
porque somos unos malhechores. Nuestras madres han muerto... Yo
quisiera poder pedirle perdón... Pero ¿podré hacerlo? Era una
santa... La maté con el dolor que le daba... Yo soy un pecador...
¿Quién me perdona? Madre, en nombre de tu Hijo moribundo, ruega por
mí».
La Madre levanta un momento su
cara acongojada y le mira, mira a este desventurado que, a través
del recuerdo de su madre y de la contemplación de la Madre, va hacia
el arrepentimiento; y parece acariciarle con su mirada de paloma.
Dimas llora más fuerte. Y esto
desata aún más las burlas de la muchedumbre y del compañero. La
gente grita: «¡Sí señor! Tómate a ésta como madre. ¡Así tiene
dos hijos delincuentes!». Y el otro incrementa: «Te ama porque eres
una copia menor de su amado».
14Jesús
dice ahora sus primeras palabras: «¡Padre, perdónalos porque no
saben lo que hacen!» .
Esta súplica le hace superar
todo temor a Dimas. Se atreve a mirar a Cristo, y dice: «Señor,
acuérdate de mí cuando estés en tu Reino. Yo, es justo que aquí
sufra. Pero dame misericordia y paz más allá de esta vida. Una vez
te oí hablar, y, como un demente, rechacé tu palabra. Ahora, de
esto me arrepiento. Y me arrepiento ante ti, Hijo del Altísimo, de
mis pecados. Creo que vienes de Dios. Creo en tu poder. Creo en tu
misericordia. Cristo, perdóname en nombre de tu Madre y de tu Padre
santísimo».
Jesús se vuelve y le mira con
profunda piedad, y todavía expresa una sonrisa bellísima en esa
pobre boca torturada. Dice: «Yo te lo digo: hoy estarás conmigo en
el Paraíso».
El ladrón arrepentido se calma,
y, no sabiendo ya las oraciones aprendidas de niño, repite como una
jaculatoria: «Jesús Nazareno, rey de los judíos, piedad de mí;
Jesús Nazareno, rey de los judíos, espero en ti; Jesús Nazareno,
rey de los judios, creo en tu Divinidad».
El otro continúa con sus
blasfemias.
15El
cielo se pone cada vez más tenebroso. Ahora difícil es que las
nubes se abran para dejar pasar el sol; antes al contrario, se
superponen en una serie cada vez mayor de estratos plúmbeos,
blancos, verduscos; se entrelazan o se desenredan, según los juegos
de un viento frío que a intervalos recorre el cielo y luego baja a
la tierra y luego calla de nuevo (y es casi más siniestro el aire
cuando calla, bochornoso y muerto, que cuando silba, cortante y
veloz).
La luz, antes de una desmesurada
intensidad, se va haciendo verdosa. Y las caras adquieren caprichosos
aspectos. Los soldados, con sus yelmos, vestidos con sus corazas
antes brillantes y ahora como opacas bajo esta luz verdosa y este
cielo de ceniza, muestran duros perfiles, como cincelados. Los
judíos, en su mayor parte de pelo, barba y tez morenos, asemejan
ahora tan térreos se ponen sus rostros a ahogados. Las
mujeres parecen estatuas de nieve azulada por la exangüe palidez que
la luz acentúa.
Jesús parece lividecer de una
manera siniestra, como por un comienzo de descomposición, como si ya
estuviera muerto. La cabeza empieza a reclinarse sobre el pecho. Las
fuerzas rápidamente faltan. Tiembla, aunque le abrase la fiebre. Y,
en medio de su débil estado, susurra el nombre que antes ha dicho
solamente en el fondo de su corazón: «¡Mamá!», « ¡Mamá!». Lo
susurra quedamente, como en un suspiro, como si ya estuviera en un
leve delirio que le impidiera retener lo que la voluntad quisiera
contener. Y María, cada vez que le oye, irrefrenablemente, tiende
los brazos como para socorrerle.
La gente cruel se ríe de estos
dolores del moribundo y la acongojada. De nuevo suben los sacerdotes
y escribas, hasta ponerse detrás de los pastores, los cuales, de
todas formas, están en el rellano de abajo. Y dado que los soldados
hacen ademán de rechazarlos, reaccionan diciendo: «¿Están aquí
estos galileos? Pues estamos también nosotros, que tenemos que
constatar que se cumpla la justicia totalmente. Y, desde lejos, con
esta luz extraña, no podemos ver».
En efecto, muchos empiezan a
impresionarse de la luz que está envolviendo al mundo, y alguno
tiene miedo. También los soldados señalan al cielo y a una especie
de cono, tan obscuro, que parece hecho de pizarra, y que se eleva
como un pino por detrás de la cima de un monte. Parece una tromba
marina. Se alza, se alza, parece generar nubes cada vez más negras:
de alguna forma, asemeja a un volcán lanzando humo y lava.
Es en esta luz crepuscular y
amedrentadora en la que Jesús da Juan a María y María a Juan.
Inclina la cabeza, dado que María se ha puesto más debajo de la
cruz para verle mejor, y dice: «Mujer: ahí tienes a tu hijo. Hijo:
ahí tienes a tu Madre».
El rostro de María aparece más
desencajado aún, después de esta palabra que es el testamento de su
Jesús, el cual, no tiene nada que dar a su Madre, sino un hombre;
Él, que por amor al Hombre la priva del Hombre Dios, nacido de
Ella. Pero trata, la pobre Madre, de no llorar sino mudamente, porque
no puede, no puede no llorar... Las gotas del llanto brotan, a pesar
de todos los esfuerzos hechos por retenerlas, aun expresando con la
boca su acongojada sonrisa fijada en los labios por Él, para
consolarle a Él...
Los sufrimientos son cada vez
mayores y la luz es cada vez menor.
16Es
en
esta luz de fondo marino en la que aparecen, detrás de los judíos,
Nicodemo y José, y dicen: «¡Apartaos!».
«No se puede. ¿Qué queréis?»
dicen los soldados.
«Pasar. Somos amigos del
Cristo».
Se vuelven los jefes de los
sacerdotes. «¿Quién osa profesarse amigo del rebelde?» dicen
indignados.
Y José, resueltamente: «Yo,
noble miembro del Gran Consejo: José de Arimatea, el Anciano; y
conmigo está Nicodemo, jefe de los judíos».
«Quien se pone de la parte del
rebelde es rebelde».
«Y quien se pone de la parte de
los asesinos es un asesino, Eleazar de Anás. He vivido como hombre
justo. Ahora soy viejo. Mi muerte no está lejana. No quiero hacerme
injusto cuando ya el Cielo baja a mí y con él el Juez eterno».
«¡Y tú, Nicodemo! ¡Me
maravillo!».
«Yo también. Pero sólo de una
cosa: de que Israel esté tan corrompido, que no sepa ya reconocer a
Dios».
«Me causas horror».
« Apártate, entonces, y déjame
pasar. Pido sólo eso».
«¿Para contaminarte más
todavía?».
«Si no me he contaminado
estando a vuestro lado, ya nada me contamina. Soldado, ten la bolsa y
la contraseña». Y pasa al decurión más cercano una bolsa y una
tablilla encerada.
El decurión observa estas cosas
y dice a los soldados: «Dejad pasar a los dos».
Y José y Nicodemo se acercan a
los pastores. No sé ni siquiera si los ve Jesús, en esa bruma cada
vez más densa, y velada su mirada con la agonía. Pero ellos sí le
ven, y lloran sin respeto humano, a pesar de que ahora arremetan
contra ellos los improperios sacerdotales.
17Los
sufrimientos son cada vez más fuertes. En el cuerpo se dan las
primeras encorvaduras propias de la tetania, y cada manifestación
del clamor de la muchedumbre los exaspera. La muerte de las fibras y
de los nervios se extiende desde las extremidades torturadas hasta el
tronco, haciendo cada vez más dificultoso el movimiento
respiratorio, débil la contracción diafragmática y desordenado el
movimiento cardiaco. El rostro de Cristo pasa alternativamente de
accesos de una rojez intensísima a palideces verdosas propias de un
agonizante por desangramiento. La boca se mueve con mayor fatiga,
porque los nervios, en exceso cansados, del cuello y de la misma
cabeza, que han servido de palanca decenas de veces a todo el cuerpo
haciendo fuerza contra el madero transversal de la cruz, propagan el
calambre incluso a las mandíbulas. La garganta, hinchada por las
carótidas obstruidas, debe doler y extender su edema a la lengua,
que aparece engrosada y lenta en sus movimientos. La espalda, incluso
en los momentos en que las contracciones tetánicas no la curvan
formando en ella un arco completo desde la nuca hasta las caderas,
apoyadas como puntos extremos en el mástil de la cruz, se va
arqueando hacia delante porque los miembros van experimentando cada
vez más el peso de las carnes muertas.
La gente ve poco y mal estas
cosas, porque la luz ya tiene la tonalidad de la ceniza obscura, y
sólo quien esté a los pies de la cruz puede ver bien.
18Jesús
ahora se relaja totalmente, pendiendo hacia delante y hacia abajo,
como ya muerto; deja de jadear, la cabeza le cuelga inerte hacia
delante; el cuerpo, de las caderas hacia arriba, está completamente
separado, formando ángulo con la cruz.
María emite un grito: «¡Está
muerto!». Es un grito trágico que se propaga en el aire negro. Y
Jesús se ve realmente como muerto.
Otro grito femenino le responde,
y en el grupo de las mujeres observo agitación. Luego un grupo de
unas diez personas se marcha, sujetando algo. Pero no puedo ver
quiénes se alejan así: es demasiado escasa la luz brumosa; da la
impresión de estar envueltos por una nube de ceniza volcánica
densísima.
«No es posible» gritan unos
sacerdotes y algunos judíos. «Es una simulación para que nos
vayamos. Soldado: pínchale con la lanza. Es una buena medicina para
devolverle la voz». Y, dado que los soldados no lo hacen, una
descarga de piedras y terrones vuela hacia la cruz, y chocan contra
el Mártir para caer después en las corazas romanas.
La medicina, como irónicamente
han dicho los judíos, obra el prodigio. Sin duda, alguna piedra ha
dado en el blanco, quizás en la herida de una mano, o en la misma
cabeza, porque apuntaban hacia arriba. Jesús emite un quejido penoso
y vuelve en sí. El tórax vuelve a respirar con fatiga y la cabeza a
moverse de derecha a izquierda buscando un lugar donde apoyarse para
sufrir menos, aunque en realidad encuentra sólo mayor dolor..
19Con
gran dificultad, apoyando una vez más en los pies torturados,
encontrando fuerza en su voluntad, únicamente
en ella, Jesús
se pone rígido en la cruz. Se pone de nuevo derecho, como si fuera
una persona sana con su fuerza completa. Alza la cara y mira con ojos
bien abiertos al mundo que se extiende bajo sus pies, a la ciudad
lejana, que apenas es visible como un blancor incierto en la bruma, y
al cielo negro del que toda traza de azul y luz han desaparecido. Y a
este cielo cerrado, compacto, bajo, semejante a una enorme lámina de
pizarra obscura, Él le grita con fuerte voz, venciendo con la fuerza
de la voluntad, con la necesidad del alma, el obstáculo de las
mandíbulas rígidas, de la lengua engrosada, de la garganta
edematosa: «¡Eloi, Eloi, lamina sebacteni!» (esto es lo que oigo).
Debe sentirse morir, y en un absoluto abandono del Cielo, para
confesar con una voz así el abandono paterno.
La gente se burla de Él y se
ríe. Le insultan: «¡No sabe Dios qué hacer de ti! ¡A los
demonios Dios los maldice!».
Otros gritan: «Vamos a ver si
Elías, al que está llamando, viene a salvarle».
Y otros: «Dadle un poco de
vinagre. Que haga unas pocas gárgaras. ¡Viene bien para la voz!
Elías o Dios porque está poco claro lo que este demente
quiere están lejos... ¡Necesita voz para que le oigan!», y
se ríen como hienas o como demonios.
Pero ningún soldado da el
vinagre y ninguno viene del Cielo para confortar. Es la agonía
solitaria, total, cruel, incluso sobrenaturalmente cruel, de la Gran
Víctima.
Vuelven las avalanchas de dolor
desolado que ya le habían abrumado en Getsemaní. Vuelven las olas
de los pecados de todo el mundo a arremeter contra el náufrago
inocente, a sumergirle bajo su amargura. Vuelve, sobre todo, la
sensación, más crucificante que la propia cruz, más desesperante
que cualquier tortura, de que Dios ha abandonado y que la oración no
sube a Él...
Y es el tormento final, el que
acelera la muerte, porque exprime las últimas gotas de sangre a
través de los poros, porque machaca las fibras aún vivas del
corazón, porque finaliza aquello que la primera cognición de este
abandono había iniciado: la muerte. Porque, ante todo, de esto murió
mi Jesús, ¡oh Dios que sobre Él descargaste tu mano por nosotros!
Después de tu abandono, por tu abandono, ¿en qué se transforma una
criatura? En un demente o en un muerto. Jesús no podía volverse
loco porque su inteligencia era divina y, espiritual como es la
inteligencia, triunfaba sobre el trauma total de aquel sobre el que
cae la mano de Dios. Quedó, pues, muerto: era el Muerto, el
santísimo Muerto, el inocentísimo Muerto. Muerto Él, que era la
Vida. Muerto por efecto de tu abandono y de nuestros pecados.
20La
obscuridad se hace más densa todavía. Jerusalén desaparece del
todo. Las mismas faldas del Calvario parecen desaparecer. Sólo es
visible la cima (es como si las tinieblas la hubieran mantenido en
alto y así recogiera la única y última luz restante, y hubieran
depositado ésta, como para una ofrenda, con su trofeo divino, encima
de un estanque de ónix líquido, para que esa cima fuera vista por
el amor y el odio).
Y desde esa luz que ya no es luz
llega la voz quejumbrosa de Jesús: «¡Tengo sed!».
En efecto, hace un viento que da
sed incluso a los sanos. Un viento continuo, ahora, violento, cargado
de polvo, un viento frío, aterrador. Pienso en el dolor que hubo de
causar con su soplo violento en los pulmones, en el corazón, en la
garganta de Jesús, en sus miembros helados, entumecidos, heridos.
¡Todo, realmente todo se puso a torturar al Mártir!
Un soldado se dirige hacia un
recipiente en que los ayudantes del verdugo han puesto vinagre con
hiel, para que con su amargura aumente la salivación en los
atormentados. Toma la esponja empapada en ese líquido, la pincha en
una caña fina pero rígida que estaba ya preparada ahí
al lado, y ofrece la esponja al Moribundo.
Jesús se aproxima, ávido,
hacia la esponja que llega: parece un pequeñuelo hambriento buscando
el pezón materno.
María, que ve esto y piensa,
ciertamente, también en esto, gime, apoyándose en Juan: «¡Oh, y
yo no puedo darle ni siquiera una gota de llanto!... ¡Oh, pecho mío,
¿por qué no das leche?! ¡Oh, Dios, ¿por qué, por qué nos
abandonas así?! ¡Un milagro para mi Criatura! ¿Quién me sube para
calmar su sed con mi sangre?... que leche no tengo...».
Jesús, que ha chupado
ávidamente la áspera y amarga bebida, tuerce la cabeza henchido de
amargura por la repugnancia. Ante todo, debe ser corrosiva sobre los
labios heridos y rotos.
21Se
retrae, se afloja, se abandona. Todo el peso del cuerpo gravita sobre
los pies y hacia delante. Son las extremidades heridas las que sufren
la pena atroz de irse hendiendo sometidas a la tensión de un cuerpo
abandonado a su propio peso. Ya ningún movimiento alivia este dolor.
Desde el íleon hacia arriba, todo el cuerpo está separado del
madero, y así permanece.
La cabeza cuelga hacia delante,
tan pesadamente que el cuello parece excavado en tres lugares: en la
zona anterior baja de la garganta, completamente hundida; y a una
parte y otra del externocleidomastoideo. La respiración es cada vez
más jadeante, aunque entrecortada: es ya más estertor sincopado que
respiración. De tanto en tanto, un acceso de tos penosa lleva a los
labios una espuma levemente rosada. Y las distancias entre una
espiración y la otra se hacen cada vez más largas. El abdomen está
ya inmóvil. Sólo el tórax presenta todavía movimientos de
elevación, aunque fatigosos, efectuados con gran dificultad... La
parálisis pulmonar se va acentuando cada vez más.
Y
cada vez más feble, volviendo al quejido infantil del niño, se oye
la invocación: «¡Mamá!». Y la pobre susurra: «Sí, tesoro,
estoy aquí». Y cuando, por habérsele velado la vista, dice: «Mamá,
¿dónde estás? Ya no te veo. ¿También tú me abandonas?» (y esto
no es ni siquiera una frase, sino
un susurro apenas
perceptible para quien más con el corazón que con el oído recoge
todo suspiro del Moribundo), Ella responde: «¡No, no, Hijo! ¡Yo no
te abandono! Oye mi voz, querido mío... Mamá está aquí, aquí
está... y todo su tormento es el no poder ir donde Tú estás...».
Es acongojante... Y Juan llora
sin trabas. Jesús debe oír ese llanto, pero no dice nada. Pienso
que la muerte inminente le hace hablar como en delirio y que ni
siquiera es consciente de todo lo que dice y que, por desgracia, ni
siquiera comprende el consuelo materno y el amor del Predilecto.
Longino que
inadvertidamente ha dejado su postura de descanso con los brazos
cruzados y una pierna montada sobre la otra, ora una, ora la otra,
buscando un alivio para la larga espera en pie, y ahora, sin embargo,
está rígido en postura de atento, con la mano izquierda sobre la
espada y la derecha pegada, normativamente, al costado, como si
estuviera en los escalones del trono imperial no quiere
emocionarse. Pero su cara se altera con el esfuerzo de vencer la
emoción, y en los ojos aparece un brillo de llanto que sólo su
férrea disciplina logra contener.
Los otros soldados, que estaban
jugando a los dados, han dejado de hacerlo y se han puesto en pie; se
han puesto también los yelmos, que habían servido para agitar los
dados, y están en grupo junto a la pequeña escalera excavada en la
toba, silenciosos, atentos. Los otros están de servicio y no pueden
cambiar de postura. Parecen estatuas. Pero alguno de los más
cercanos, y que oye las palabras de María, musita algo entre los
labios y menea la cabeza.
22Un
intervalo de silencio. Luego nítidas
en la obscuridad total las palabras: «¡Todo está cumplido!», y
luego el jadeo cada vez más estertoroso, con pausas de silencio
entre un estertor y el otro, pausas cada vez mayores.
El tiempo pasa al son de este
ritmo angustioso: la vida vuelve cuando el respiro áspero del
Moribundo rompe el aire; la vida cesa cuando este sonido penoso deja
de oírse. Se sufre oyéndolo, se sufre no oyéndolo... Se dice:
«¡Basta ya con este sufrimiento!» y se dice: «¡Oh, Dios mío,
que no sea el último respiro!» .
Las Marías lloran, todas, con
la cabeza apoyada contra el realce terroso. Y se oye bien su llanto,
porque toda la gente ahora calla de nuevo para recoger los estertores
del Moribundo.
Otro intervalo de silencio.
Luego, pronunciada con infinita dulzura y oración ardiente, la
súplica: «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!».
Otro intervalo de silencio. Se
hace leve también el estertor. Apenas es un susurro limitado a los
labios y a la garganta.
Luego... adviene el último
espasmo de Jesús. Una convulsión atroz, que parece quisiera
arrancar del madero el cuerpo clavado con los tres clavos, sube tres
veces de los pies a la cabeza recorriendo todos los pobres nervios
torturados; levanta tres veces el abdomen de una forma anormal, para
dejarlo luego, tras haberlo dilatado como por una convulsión de las
vísceras; y baja de nuevo y se hunde como si hubiera sido vaciado;
alza, hincha y contrae el tórax tan fuertemente, que la piel se
introduce entre las costillas, que divergen y aparecen bajo la
epidermis y abren otra vez las heridas de los azotes; una convulsión
atroz que hace torcerse violentamente hacia atrás, una, dos, tres
veces, la cabeza, que golpea contra la madera, duramente; una
convulsión que contrae en un único espasmo todos los músculos de
la cara y acentúa la desviación de la boca hacia la derecha, y hace
abrir desmesuradamente y dilatarse los párpados, bajo los cuales se
ven girar los globos oculares y aparecer la esclerótica. Todo el
cuerpo se pone rígido. En la última de las tres contracciones, es
un arco tenso, vibrante verlo es tremendo . Luego, un
grito potente, inimaginable en ese cuerpo exhausto, estalla, rasga el
aire; es el "gran grito" de que hablan los Evangelios y que
es la primera parte de la palabra "Mamá"... Y ya nada
más...
La cabeza cae sobre el pecho, el
cuerpo hacia delante, el temblor cesa, cesa la respiración. Ha
expirado.
23La
Tierra responde al grito del Sacrificado con un estampido
terrorífico. Parece como si de mil bocinas de gigantes provenga ese
único sonido, y acompañando a este tremendo acorde, óyense las
notas aisladas, lacerantes, de los rayos que surcan el cielo en todos
los sentidos y caen sobre la ciudad, en el Templo, sobre la
muchedumbre... Creo que alguno habrá sido alcanzado por rayos,
porque éstos inciden directamente sobre la muchedumbre; y son la
única luz, discontinua, que permite ver. Y luego, inmediatamente,
mientras aún continúan las descargas de los rayos, la tierra
tiembla en medio de un torbellino de viento ciclónico. El terremoto
y la onda ciclónica se funden para infligir un apocalíptico castigo
a los blasfemos. Como un plato en las manos de un loco, la cima del
Gólgota ondea y baila, sacudida por movimientos verticales y
horizontales que tanto zarandean a las tres cruces, que parece que
las van a tumbar.
Longino, Juan, los soldados, se
asen a donde pueden, como pueden, para no caer al suelo. Pero Juan,
mientras con un brazo agarra la cruz, con el otro sujeta a María, la
cual, por el dolor y el temblor de la tierra, se ha reclinado en su
corazón. Los otros soldados, especialmente los del lateral
escarpado, han tenido que refugiarse en el centro para no caer por el
barranco. Los ladrones gritan de terror. El gentío grita aún más.
Quisieran huir. Pero no pueden. Enloquecidos, caen unos encima de
otros, se pisan, se hunden en las grietas del suelo, se hieren,
ruedan ladera abajo.
Tres veces se repiten el
terremoto y el huracán. Luego, la inmovilidad absoluta de un mundo
muerto. Sólo relámpagos, pero sin trueno, surcan el cielo e
iluminan la escena de los judíos que huyen en todas las direcciones,
con las manos entre el pelo o extendidas hacia delante o alzadas al
cielo (ese cielo injuriado hasta este momento y del que ahora tienen
miedo). La obscuridad se atenúa con un indicio de luz que, ayudado
por el relampagueo silencioso y magnético, permite ver que muchos
han quedado en el suelo: muertos o desvanecidos, no lo sé. Una casa
arde al otro lado de las murallas y sus llamas se alzan derechas en
el aire detenido, poniendo así una pincelada de rojo fuego en el
verde ceniza de la atmósfera.
24María
separa la cabeza del pecho de Juan, la alza, mira a su Jesús. Le
llama, porque mal le ve con la escasa luz y con sus pobres ojos
llenos de llanto. Tres veces le llama: «¡Jesús! ¡Jesús!
¡Jesús!». Es la primera vez que le llama por el nombre desde que
está en el Calvario. Hasta que, a la luz de un relámpago que forma
como una corona sobre la cima del Gólgota, le ve, inmóvil,
pendiendo todo Él hacia fuera, con la cabeza tan reclinada hacia
delante y hacia la derecha, que con la mejilla toca el hombro y con
el mentón las costillas. Entonces comprende. Entonces extiende los
brazos, temblorosos en el ambiente obscuro, y grita: «¡Hijo mío!
¡Hijo mío! ¡Hijo mío!». Luego escucha... Tiene la boca abierta,
con la que parece querer escuchar también; e igualmente tiene
dilatados los ojos, para ver, para ver... No puede creer que su Jesús
ya no esté...
Juan también él ha
mirado y escuchado, y ha comprendido que todo ha terminado
abraza a María y trata de alejarla de allí, mientras dice: «Ya no
sufre».
Pero antes de que el apóstol
termine la frase, María, que ha comprendido, se desata de sus
brazos, se vuelve, se pliega curvándose hasta el suelo, se lleva las
manos a los ojos y grita: «¡No tengo ya Hijo!».
Luego se tambalea. Y se caería,
si Juan no la recogiera, si no la recibiera por entero, en su
corazón. Luego él se sienta en el suelo, para sujetarla mejor en su
pecho, hasta que las Marías que ya no tienen impedido el paso
por el círculo superior de soldados, porque, ahora que los judíos
han huido, los romanos se han agrupado en el rellano de abajo y
comentan lo sucedido substituyen al apóstol junto a la Madre.
La Magdalena se sienta donde
estaba Juan, y casi coloca a María encima de sus rodillas, mientras
la sostiene entre sus brazos y su pecho, besándola en la cara
exangüe vuelta hacia arriba, reclinada sobre el hombro compasivo.
Marta y Susana, con la esponja y un paño empapado en el vinagre le
mojan las sienes y los orificios nasales, mientras la cuñada María
le besa las manos, llamándola con gran aflicción, y, en cuanto
María vuelve a abrir los ojos y mira a su alrededor con una mirada
como atónita por el dolor, le dice: «Hija, hija amada, escucha...
dime que me ves... soy tu María... ¡No me mires así!...». Y,
puesto que el primer sollozo abre la garganta de María y caen las
primeras lágrimas, ella, la buena María de Alfeo, dice: «Sí, sí,
llora... Aquí conmigo como ante una mamá, pobre, santa hija mía»;
y cuando oye que María le dice: «¡Oh, María, María! ¿Has
visto?», ella gime: «¿Sí!, sí,... pero... pero... hija... ¡oh,
hija!...». No encuentra más palabras y se echa a llorar la anciana
María: es un llanto desolado al que hacen de eco el de todas las
otras (o sea, Marta y María, la madre de Juan y Susana).
Las otras pías mujeres ya no
están. Creo que se han marchado, y con ellas los pastores, cuando se
ha oído ese grito femenino...
25Los
soldados cuchichean unos con otros.
«¿Has
visto los judíos? Ahora
tenían
miedo».
«Y se daban golpes de pecho».
«Los más aterrorizados eran
los sacerdotes».
«¡Qué miedo! He sentido otros
terremotos, pero como éste nunca. Mira: la tierra está llena de
fisuras».
«Y allí se ha desprendido todo
un trozo del camino largo».
«Y debajo hay cuerpos».
«¡Déjalos! Menos serpientes».
«¡Otro incendio! En la
campiña...».
«¿Pero está muerto del
todo?».
«¿Pero es que no lo ves? ¿Lo
dudas?».
26Aparecen
de tras la roca José y Nicodemo. Está claro que se habían
refugiado ahí, detrás del parapeto del monte, para salvarse de los
rayos. Se acercan a Longino. «Queremos el Cadáver».
«Solamente el Procónsul lo
concede. Pero id inmediatamente, porque he oído que los judíos
quieren ir al Pretorio para obtener el crurifragio. No quisiera que
cometieran ultrajes».
«¿Cómo lo has sabido?».
«Me lo ha referido el alférez.
Id. Yo espero».
Los dos se dan a caminar,
raudos, hacia abajo por el camino empinado, y desaparecen.
27Es
entonces cuando Longino se acerca a Juan y le dice en voz baja unas
palabras que no aferro. Luego pide a un soldado una lanza. Mira a las
mujeres, centradas enteramente en María, que lentamente va
recuperando las fuerzas. Todas dan la espalda a la cruz.
Longino se pone enfrente del
Crucificado, estudia bien el golpe y luego lo descarga. La larga
lanza penetra profundamente de abajo arriba, de derecha a izquierda.
Juan,
atenazado entre el deseo
de ver y el horror
de
ver, aparta un momento la cara.
«Ya está, amigo» dice
Longino, y termina: «Mejor así. Como a un caballero. Y sin romper
huesos... ¡Era verdaderamente un Justo!».
De
la herida mana mucha agua y un hilito sutil de sangre que ya tiende a
coagularse. Mana,
he
dicho. Sale solamente filtrándose, por el tajo neto que permanece
inmóvil, mientras que si hubiera habido respiración éste se habría
abierto y cerrado con el movimiento torácico abdominal...
28...Mientras
en el Calvario todo permanece en este trágico aspecto, yo alcanzo a
José y Nicodemo, que bajan por un atajo para acortar tiempo.
Están casi en la base cuando se
encuentran con Gamaliel. Un Gamaliel despeinado, sin prenda que cubra
su cabeza, sin manto, sucia de tierra su espléndida túnica
desgarrada por las zarzas; un Gamaliel que corre, subiendo y
jadeando, con las manos entre sus cabellos ralos y entrecanos de
hombre anciano. Se hablan sin detenerse.
«¡Gamaliel! ¿Tú?».
«¿Tú, José? ¿Le dejas?» .
«Yo no. Pero tú, ¿cómo por
aquí?, y en ese estado...».
«¡Cosas terribles! ¡Estaba en
el Templo! ¡La señal! ¡El Templo sacudido en su estructura! ¡El
velo de púrpura y jacinto cuelga desgarrado! ¡El sanctasanctórum
descubierto! ¡Tenemos la maldición sobre nosotros!». Gamaliel ha
dicho esto sin detenerse, continuando su paso veloz hacia la cima,
enloquecido por esta prueba.
Los dos le miran mientras se
aleja... se miran... dicen juntos: «"Estas piedras temblarán
con mis últimas palabras!". ¡Se lo había prometido!...».
29Aceleran
la carrera hacia la ciudad.
Por la campiña, entre el monte
y las murallas, y más allá, vagan, en un ambiente todavía
caliginoso, personas con aspecto desquiciado... Gritos, llantos,
quejidos... Dicen: «¡Su Sangre ha hecho llover fuego!», o: «¡Entre
los rayos Yeohveh se ha aparecido para maldecir el Templo!», o
gimen: «¡Los sepulcros! ¡Los sepulcros!».
José agarra a uno que está
dando cabezazos contra la muralla, y le llama por su nombre, y tira
de él mientras entra en la ciudad: «¡Simón! ¿Pero qué vas
diciendo?».
«¡Déjame! ¡Tú también eres
un muerto! ¡Todos los muertos! ¡Todos fuera! Y me maldicen».
«Se ha vuelto loco» dice
Nicodemo.
Le dejan y trotan hacia el
Pretorio.
El terror se ha apoderado de la
ciudad. Gente que vaga dándose golpes de pecho. Gente que al oír
por detrás una voz o un paso da un salto hacia atrás o se vuelve
asustada.
En uno de los muchos espacios
abovedados obscuros, la aparición de Nicodemo, vestido de lana
blanca porque para poder ganar tiempo se ha quitado en el
Gólgota el manto obscuro , hace dar un grito de terror a un
fariseo que huye. Luego éste se da cuenta de que es Nicodemo y se
lanza a su cuello con un extraño gesto efusivo, gritando: «¡No me
maldigas! Mi madre se me ha aparecido y me ha dicho: "¡Maldito
seas eternamente!"», y luego se derrumba gimiendo: «¡Tengo
miedo! ¡Tengo miedo!».
«¡Pero están todos locos!»
dicen los dos.
Llegan al Pretorio. Y sólo
aquí, mientras esperan a que el Procónsul los reciba, José y
Nicodemo logran conocer el porqué de tanto terror: muchos sepulcros
se habían abierto con la sacudida telúrica y había quien juraba
que había visto salir de ellos a los esqueletos, los cuales, en un
instante, se habían recompuesto con apariencia humana, y andaban
acusando del deicidio a los culpables, y maldiciéndolos.
Los
dejo en el atrio del Pretorio, donde los dos amigos de Jesús entran
sin tantas historias de estúpidas repulsas y estúpidos miedos a
contaminaciones. 30Vuelvo
al Calvario. Me llego a donde Gamaliel, que está subiendo, ya
derrengado, los últimos metros. Camina dándose golpes de pecho, y
al llegar al primero de los dos rellanos, se arroja de bruces
largura blanca sobre el suelo amarillento y gime: «¡La
señal! ¡La señal! ¡Dime que me perdonas! Un gemido, un gemido tan
sólo, para decirme que me oyes y me perdonas».
Comprendo que cree que todavía
está vivo. Y no cambia de opinión sino cuando un soldado, dándole
con el asta de la lanza, dice: «Levántate. Calla. ¡Ya no sirve!
Debías haberlo pensado antes. Está muerto. Y yo, que soy pagano, te
lo digo: ¡Éste al que habéis crucificado era realmente el Hijo de
Dios!».
«¿Muerto? ¿Estás muerto?
¡Oh!...». Gamaliel alza el rostro aterrorizado, trata de alcanzar a
ver la cima con esa luz crepuscular. Poco ve, pero sí lo suficiente
como para comprender que Jesús está muerto. Y ve también al grupo
piadoso que consuela a Maria, y a Juan, en pie a la izquierda de la
cruz, llorando, y a Longino, en pie, a la derecha, solemne con su
respetuosa postura.
Se
arrodilla, extiende los brazos y llora: «¡Eras Tú! ¡Eras Tú! No
podemos ya ser perdonados. Hemos pedido que cayera sobre nosotros tu
Sangre. Y esa Sangre clama al Cielo y el Cielo nos maldice... ¡Oh!
¡Pero Tú eras la Misericordia!... Yo lo digo, yo, el anonadado rabí
de Judá: "Venga tu Sangre sobre nosotros, por
piedad".
¡Aspérjanos
con ella! Porque sólo tu Sangre puede impetrar el perdón para
nosotros...», llora. Y luego, más bajo, confiesa su secreta
tortura: «Tengo la señal que había pedido... Pero siglos y siglos
de ceguera espiritual están ante mi vista interior, y contra mi
voluntad de ahora se alza la voz de mi soberbio pensamiento de
ayer... ¡Piedad de mí! ¡Luz del mundo, haz que descienda un rayo
tuyo a las tinieblas que no te han comprendido! Soy el viejo judío
fiel a lo que creía ser justicia y era error. Ahora soy una landa
yerma, ya sin ninguno de los viejos árboles de la Fe antigua, sin
semilla alguna o escapo alguno de la Fe nueva. Soy un árido
desierto. Obra Tú el milagro de hacer surgir, en este pobre corazón
de viejo israelita obstinado, una flor que lleve tu nombre. Entra Tú,
Libertador, en este pobre pensamiento mío prisionero de las
fórmulas. Isaías lo dice*: "...pagó por los pecadores y cargó
sobre sí los pecados de muchos". ¡Oh, también el mío, Jesús
Nazareno...».
Se levanta. Mira a la cruz, que
aparece cada vez más nítida con la luz que se va haciendo más
clara, y luego se marcha encorvado, envejecido, abatido.
Y vuelve el silencio al
Calvario, un silencio apenas roto por el llanto de María. Los dos
ladrones, exhaustos por el miedo, ya no dicen nada.
31Vuelven
corriendo Nicodemo y José, diciendo que tienen el permiso de
Pilatos. Pero Longino, que no se fía demasiado, manda un soldado a
caballo donde el Procónsul para saber cómo comportarse, incluso
respecto a los dos ladrones. El soldado va y vuelve al galope con la
orden de entregar el Cuerpo de Jesús y llevar a cabo el crurifragio
en los otros, por deseo de los judíos.
_______________
*
lo
dice,
en Isaías
53, 12.
Longino llama a los cuatro
verdugos, que están cobardemente acurrucados al amparo de la roca,
todavía aterrorizados por lo que ha sucedido, y ordena que se ponga
fin a la vida de los ladrones a golpes de clava. Y así se lleva a
cabo: sin protestas, por parte de Dimas, al que el golpe de clava,
asestado en el corazón después de haber batido en las rodillas,
quiebra en su mitad, entre los labios, con un estertor, el nombre de
Jesús; con maldiciones horrendas, por parte del otro ladrón: el
estertor de ambos es lúgubre.
32Los
cuatro verdugos hacen ademán de querer desclavar de la cruz a Jesús.
Pero José y Nicodemo no lo permiten.
También José se quita el
manto, y dice a Juan que haga lo mismo y que sujete las escaleras
mientras suben con barras (para hacer palanca) y tenazas.
María se levanta, temblorosa,
sujetada por las mujeres. Se acerca a la cruz.
Mientras tanto, los soldados,
terminada su tarea, se marchan. Pero Longino, antes de superar el
rellano inferior, se vuelve desde la silla de su caballo negro para
mirar a María y al Crucificado. Luego el ruido de los cascos suena
contra las piedras y el de las armas contra las corazas, y se aleja.
La palma izquierda está ya
desclavada. El brazo cae a lo largo del Cuerpo, que ahora pende
semiseparado.
Le dicen a Juan que deje las
escaleras a las mujeres y suba también. Y Juan, subido a la escalera
en que antes estaba Nicodemo, se pasa el brazo de Jesús alrededor
del cuello y lo sostiene desmayado sobre su hombro. Luego ciñe a
Jesús por la cintura mientras sujeta la punta de los dedos de la
mano izquierda casi abierta para no golpear la horrenda
fisura. Una vez desclavados los pies, Juan a duras penas logra
sujetar y sostener el Cuerpo de su Maestro entre la cruz y su cuerpo.
María se pone ya a los pies de
la cruz, sentada de espaldas a ella, preparada para recibir a su
Jesús en el regazo.
Pero desclavar el brazo derecho
es la operación más difícil. A pesar de todo el esfuerzo de Juan,
el Cuerpo todo pende hacia delante y la cabeza del clavo está
hundida en la carne. Y, dado que no quisieran herirle más, los dos
compasivos deben esforzarse mucho. Por fin la tenaza aferra el clavo
y éste es extraído lentamente.
Juan sigue sujetando a Jesús,
por las axilas; la cabeza reclinada y vuelta sobre su hombro.
Contemporáneamente, Nicodemo y José lo aferran: uno por los
hombros, el otro por las rodillas. Así, cautamente, bajan por las
escaleras.
33Llegados
abajo, su intención es colocarle en la sábana que han extendido
sobre sus mantos. Pero María quiere tenerle; ya ha abierto su manto
dejándolo pender de un lado, y está con las rodillas más bien
abiertas para hacer cuna a su Jesús.
Mientras los discípulos dan la
vuelta para darle el Hijo, la cabeza coronada cuelga hacia atrás y
los brazos penden hacia el suelo, y rozarían con la tierra con las
manos heridas si la piedad de las pías mujeres no las sujetara para
impedirlo.
Ya está en el regazo de su
Madre... Y parece un niño grande cansado durmiendo, recogido todo,
en el regazo materno. María tiene a su Hijo con el brazo derecho
pasado por debajo de sus hombros, y el izquierdo por encima del
abdomen para sujetarle también por las caderas.
La cabeza está reclinada en el
hombro materno. Y Ella le llama... le llama con voz lacerada. Luego
le separa de su hombro y le acaricia con la mano izquierda; recoge
las manos de Jesús y las extiende y, antes de cruzarlas sobre el
abdomen inmóvil, las besa; y llora sobre las heridas. Luego acaricia
las mejillas, especialmente en el lugar del cardenal y la hinchazón.
Besa los ojos hundidos; y la boca, que ha quedado levemente torcida
hacia la derecha y entreabierta.
Querría poner en orden sus
cabellos como ya ha hecho con la barba apelmazada por grumos
de sangre , pero al intentarlo halla las espinas. Se pincha
quitando esa corona, y quiere hacerlo sólo Ella, con la única mano
que tiene libre, y rechaza la ayuda de todos diciendo: «¡No, no!
¡Yo! ¡Yo!». Y lo va haciendo con tanta delicadeza, que parece
tener entre los dedos la tierna cabeza de un recién nacido. Una vez
que ha logrado retirar esta torturante corona, se inclina para
medicar con sus besos todos los arañazos de las espinas.
Con la mano temblorosa, separa
los cabellos desordenados y los ordena. Y llora y habla en tono muy
bajo. Seca con los dedos las lágrimas que caen en las pobres carnes
heladas y ensangrentadas. Y quiere limpiarlas con el llanto y su
velo, que todavía está puesto en las caderas de Jesús. Se acerca
uno de sus extremos y con él se pone a limpiar y secar los miembros
santos. Una y otra vez acaricia la cara de Jesús y las manos y las
contusas rodillas, y otra vez sube a secar el Cuerpo sobre el que
caen lágrimas y más lágrimas.
Haciendo esto es cuando su mano
encuentra el desgarro del costado. La pequeña mano, cubierta por el
lienzo sutil entra casi entera en la amplia boca de la herida. Ella
se inclina para ver en la semiluz que se ha formado. Y ve, ve el
pecho abierto y el corazón de su Hijo. Entonces grita. Es como si
una espada abriera su propio corazón. Grita y se desploma sobre su
Hijo. Parece muerta Ella también.
34La
ayudan, la consuelan. Quieren separarle el Muerto divino y, dado que
Ella grita: «¿Dónde, dónde te pondré, que sea un lugar seguro y
digno de ti?», José, inclinado todo con gesto reverente, abierta la
mano y apoyada en su pecho, dice: «¡Consuélate, Mujer! Mi sepulcro
es nuevo y digno de un grande. Se lo doy a Él. Y éste, Nicodemo,
amigo, ha llevado ya los aromas al sepulcro, porque, por su parte,
quiere ofrecer eso. Pero, te lo ruego, pues el atardecer se acerca,
déjanos hacer esto... Es la Parasceve. ¡Condesciende, oh Mujer
santa!».
También Juan y las mujeres
hacen el mismo ruego. Entonces María se deja quitar de su regazo a
su Criatura, y, mientras le envuelven en la sábana, se pone de pie,
jadeante. Ruega: «¡Oh, id despacio, con cuidado!».
Nicodemo y Juan por la parte de
los hombros, José por los pies, elevan el Cadáver, envuelto en la
sábana, pero también sujetado con los mantos, que hacen de
angarillas, y toman el sendero hacia abajo.
María, sujetada por su cuñada
y la Magdalena, seguida por Marta, María de Zebedeo y Susana
que han recogido los clavos, las tenazas, la corona, la esponja y la
caña baja hacia el sepulcro.
En el Calvario quedan las tres
cruces, de las cuales la del centro está desnuda y las otras dos
tienen aún su vivo trofeo moribundo.
35«Y
ahora» dice Jesús, «poned mucha atención. Te eximo de la
descripción de la sepultura, que es correcta ya desde el año
pasado: 19
de febrero de 1944. Usaréis,
por tanto, esa descripción*, y el P. M. pondrá al final de ella el
lamento de María, dado por mí en su momento: 4
de
octubre de 1944.
Luego pondrás las cosas nuevas que verás. Son partes nuevas de la
Pasión y hay que ponerlas en su lugar muy
bien para
no dejar ni lagunas ni puntos confusos» .
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